Martin Caparrós
La Historia
Anagrama, Barcelona, 2017
1.024 páginas, 25.90 €
POR JUAN ÁNGEL JURISTO

 

La figura del periodista y escritor argentino Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) es suficientemente conocida en España —vivió entre nosotros en más de una temporada, entre 1976 y 1983, con motivo del exilio político, y luego en 1985 y 1986 como corresponsal en España de Radio Belgrano— como para que la publicación de una obra suya constituya una sorpresa. Sin embargo, la reciente edición española de la novela La Historia, en Argentina se publicó en la editorial Norma en 1992, tiene todas las trazas de convertirla en una narración de culto no sólo por su calidad literaria, sino por su enorme ambición, comparable a lo que significa en la obra nabokoviana Ada o El ardor o la tetralogía de José en la novelística de Thomas Mann, es decir, una obra donde se culmina un destino artístico y que no siempre resultan las mejores de su autor. La novela posee una extensión de más de mil páginas e intenta ser una historia oculta, mítica, de los orígenes de la nación argentina, lo que no deja de ser una ironía cuando es sabido que, al contrario que México o Perú, el país carece de antecedentes culturales lo suficientemente precisos e importantes antes de la invasión española como para constituir una leyenda que aspire a inmiscuirse en la historia, tomada ésta como relato avalado por las condiciones que desde Hegel son canónicas.

La obra de Martín Caparrós está bastante representada en España, habiendo recibido numerosos premios, desde el Rey de España en 1992 por sus Crónicas de fin de siglo al Premio Nacional de Periodismo Miguel Delibes este año por los artículos escritos para El País Semanal, pasando por el Premio Internacional de Ensayo Caballero Bonald por El hambre en 2016, año en que esta obra de investigación ganó también el Cálamo Extraordinario de la ciudad de Zaragoza, al que se suma el Premio Herralde de Novela por Los Living. Resulta, pues, extraño que La Historia no fuese conocida antes entre nosotros, habida cuenta de que se han publicado otras narraciones como A quien corresponda, Comí o Echeverría, todas ellas debido al sello Anagrama, casa editora que ha publicado también esta monumental novela. Es de imaginar que en esa decisión pesasen consideraciones de índole económica, pues no hay que olvidar que es un tomo de dimensiones considerables, con unas consideraciones específicamente argentinas y con páginas difícilmente comprendidas en su justeza si no es el lector oriundo o conoce de largo el país. El caso es que La Historia comienza su andadura española en un momento en que las corrientes literarias en boga, con lo fragmentario como condición unánime, no favorecen en nada esta concepción casi enciclopédica de la novela (lo que en lenguaje del boom se llamó «novela total» y que tiene a Terra Nostra, de Carlos Fuentes, como banderín de enganche; narración, además, a la que se ha querido colocar en la misma estela que La Historia), esa suerte de ir contracorriente, la edición argentina no vendió más de dos mil ejemplares y los primeros fueron numerados por el propio autor, lo que en el mundo de hoy puede interpretarse como una transgresión literaria de primer orden, casi una provocación hacia las normas del mercado.

La publicidad con que se ha lanzado el libro resalta esa cualidad de novela total, algo que no parece afortunado, ya que esta narración nada debe a libros como Cristóbal nonato o Terra Nostra, y, si acaso, de someterla a alguna novela con la que tenga ciertas afinidades, se me ocurre más recurrir a Adán Buenosayres, la novela de Leopoldo Marechal, en su intencionalidad que a las resoluciones planteadas por el escritor mexicano. Ya dijimos que esta novela es un libro de carácter eminentemente argentino. Incluso en sus orígenes. Sobre todo…

Digo esto porque, una vez más, se constata que la sombra de Jorge Luis Borges es alargada. No es extravagante afirmar que detrás de La Historia está «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», el afamado relato borgiano que forma parte de Ficciones, donde se aborda la posibilidad de establecer enciclopedias sobre mundos desconocidos y comentarlos detalladamente. Cito a Borges porque parece prefigurar el destino de La Historia: «Hacia 1824, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Éste lo deja hablar con algún desdén —y se ríe de la modestia del proyecto—. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. A esa gigantesca idea añade otra, hija de su nihilismo: la de guardar en el silencio la empresa enorme. Circulaban entonces los veinte tomos de la Encyclopaedia Britannica; Buckley sugiere una enciclopedia metódica del planeta ilusorio. Les dejará sus cordilleras auríferas, sus ríos navegables, sus praderas holladas por el toro y por el bisonte, sus negros, sus prostíbulos y sus dólares, bajo una condición: “La obra no pactará con el impostor Jesucristo”. Buckley descree de Dios, pero quiere demostrar al Dios no existente que los hombres mortales son capaces de concebir un mundo». La manera moderna de ejercer ese poder del dios es el ejercicio inveterado de la historia tal y como la concibió Hegel y la siguió Marx, como el contenido que llena el vacío dejado por la ausencia de fe. La novela de Martín Caparrós se inspira en el ejemplo borgiano casi como una llamada del destino, pero no deja de ser casual que sea Cervantes quien presida esta novela: «La verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo porvenir». Ni el mismísimo Hegel hubiera podido hablar de la historia con tanta belleza y atino como en estas palabras del Quijote. No es casual que encabece el libro de Caparrós: al fin y al cabo, esta novela es una enciclopedia sobre un país inexistente que se parece mucho a Argentina, donde, sin embargo, la historia es ante todo sujeto de manipulación, hasta el extremo de sugerir que Dios está ahí para manipular el pasado. Dios es un vencedor.

Manual de una desaparecida civilización precolombina, La Historia relata con manía de antropólogo los modos de la cultura de la Ciudad y las Tierras, un pueblo del que se tiene noticia mediante la intersección milagrosa de un ejemplar hallado escrito por un francés, L’Histoire, que trató esa civilización desaparecida. Otra vez el ejemplo cervantino de Cide Hamete Benengeli, el manuscrito literario como mediador de otra obra literaria que se revela distinta a la que dio origen, pero que está sustentada por ella. La Historia es, pues, deudora de L’Histoire, aunque las notas al margen que sirven de comentario revelan ya una obra distinta. Martín Caparrós dice que Bioy le dijo que las notas de Menéndez Pelayo a veces eran más largas que los libros que comentaba, algo que tiene mucho de cierto, y que esas palabras le inspiraron para atreverse con las notas al margen, los comentarios, que, desde luego, son largas y prolijas. Menéndez Pelayo, sí, pero también el ejemplo idóneo del Nabokov de Pálido fuego o el obsesivo de los comentarios al Eugenio Oneguin, de Pushkin, que exasperaba a Edmund Wilson porque las notas a pie de página no acababan nunca y eran varias veces más extensas que la obra comentada. Ya se sabe, una vez que se comienza…

La Historia es, pues, una enciclopedia comentada con digresiones infinitas, citas falsas que hacen que las mil páginas de la novela se lean con ameno goce. Tengo para mí que la profesión de periodista de Martín Caparrós ha influido de manera positiva en la amenidad con la que se lee el libro. Nada hay más pecaminoso para un periodista genuino que aburrir al lector y existe un sexto sentido para borrar toda huella de tedio en los textos escritos para tal fin, no olvidemos que tanto Balzac como Dickens o Dostoyevski estaban muy vinculados al periodismo, Dickens fue editor de The Daily News y fundó dos revistas literarias, y ello se nota en las numerosas novelas que escribieron.

Es por ello que lo prolijo del texto no empece para que el lector goce del libro como si se tratase de un thriller: Martín Caparrós es un ducho escritor que dosifica con atención y, sobre todo, con certero instinto. Por ejemplo, las vicuñas, animales esenciales para entender la civilización de la Ciudad y las Tierras. Las vicuñas sirven para todo, son alimento, procuran abrigo para los largos inviernos, pero también son consuelo sexual cuando no hay más remedio, aunque hay inveterados que las prefieren a las mujeres. El autor se explaya sobre las ventajas sexuales de yacer con vicuñas y establece, asimismo, un manual sobre la masturbación, por ejemplo, que es parte de lo más gozoso del libro, la parte más divertida, no la más facilona, a pesar del tema, y que se complementa con poemas épicos; merece la pena comparar estos poemas con los clásicos que nos han llegado, pastiches poéticos que imitan a los del Siglo de Oro, un manual sobre la revolución, que parece haber inspirado a la francesa, códigos morales y sexuales, aquí entran las vicuñas, maneras de comer, todo eso de lo crudo y lo cocido, también la sombra de Claude Lévi-Strauss es alargada, el modo en que una cultura vive sin Dios, vale decir, sin culpa, y mil y una anécdotas que el mismo autor califica de sandeces para rebajar ese tono de autor de un planeta, digno émulo del hombre querido por el Buckley del relato borgiano. Sandeces que sabiamente sirven para compensar la trascendencia de lo tratado, su lado mostrenco. No hay nada más corrosivo para rebajar la excesiva seriedad que el lado benéfico de la bufonada. Shakespeare, de nuevo, lo dijo: Falstaff enfrentado al príncipe hecho rey. Amargas páginas.

Pero hay más. Martín Caparrós trata sobre una civilización sin Dios y la historia no puede de modo alguno ser el Dios de la modernidad, así, sin más. Hay que ponerle puertas a ese monstruoso campo. El autor trata en este libro de alguien que se está inventando el pasado de toda una nación gracias a la existencia de un libro escrito en lengua extranjera…, lo que añade una ironía enorme por parte de alguien que piensa que todo eso de la argentinidad, como todo atisbo nacionalista, es un error y, además, manipulable por aquellos que se aprovechan de la credulidad inherente a la condición humana.

¿Qué queda, en definitiva, de este monstruoso esfuerzo realizado por un historiador mediocre? Queda la farsa, supremo recurso tan caro a la tradición hispana, desde Quevedo a Valle-Inclán. Queda la cita larga, monstruosa por larga, prolija y divertida. Queda el remedo de una Argentina que suspira por un pasado mítico y legendario. Queda la reserva ante hacer de la historia la nueva religión de la modernidad. Queda, sobre todo, la inagotable querencia de gozar de la literatura, de la gratuidad de lo que se desea, sin más, y esta novela cumple todos estos requisitos con creces.

La Historia representa, en este sentido, uno de los esfuerzos para dotar de carne y sangre una literatura que se plantea cada vez más temas anémicos. No es cuestión del contenido de esos temas, sino de su resolución, de su falta de ambición y de coraje. No es el caso de este libro. Ya digo: casi una provocación.