Peter Brown
Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550 d.C.)
Traducción de Agustina Luengo
Acantilado, Barcelona, 2016
1232 páginas, 48.00€
POR JOSÉ MARÍA HERRERA

En el año 415, cinco después de que los godos tomaran Roma, Agustín de Hipona anunció un futuro en el que la sociedad estaría compuesta exclusivamente por personas que escrutarían a diario su conciencia y sus pecados mientras rezaban el Padrenuestro. El pronóstico, de acuerdo con el santoral, se habría cumplido ya en 446, fecha en que los siete jóvenes durmientes de Éfeso despertaron de un sueño que duraba desde el año 252, cuando se escondieron en una cueva huyendo de los sicarios de Decio y un sopor divino se apoderó de ellos. Los muchachos se levantaron una mañana convencidos de que había transcurrido sólo una noche y quedaron perplejos al descubrir que se hallaban en un mundo «santificado con iglesias y cruces». Que las cosas ocurrieran así es dudoso, pero que el mundo había sufrido un profundo cambio lo confirma un cronista de entonces, Próspero de Aquitania, quien habla del siglo v no como del siglo de la caída del Imperio Romano, sino del ascenso de la Iglesia cristiana. «Es gloria de los santos que el mundo entero se someta a Dios y a sus leyes», dice Próspero mientras repasa las disputas contra pelagianos o donatistas, mucho más decisivas, a su juicio, que las batallas por las fronteras de Roma o la suerte de los emperadores.

Trescientos años de sinsabores necesitaron los cristianos para afianzar su posición y siglo y medio más de difíciles transacciones para conseguir la hegemonía. Desde que Pedro bautizó al primer gentil, un centurión romano de nombre Cornelio, la nueva fe no hizo otra cosa que poner de relieve sus ansias universalistas, equiparables sólo a la voluntad integradora del propio Imperio. Esta dimensión política, negada taxativamente por los apologistas cristianos, es la causa de que fueran perseguidos primero por los judíos y luego por los romanos, que los consideraron un grupo subversivo, al que atribuyeron innumerables actos de sedición o terrorismo: desde el incendio de Roma en tiempos de Nerón a la revuelta que dio lugar a la destrucción del templo de Jerusalén en tiempos de Tito. Por más que los cristianos insistieran en que para ellos sólo la transcendencia del alma tenía importancia, sus ideas constituían una amenaza para el orden establecido. Proclamar la igualdad de los hombres y la ilegitimidad de la riqueza –los primeros cristianos defendieron el comunismo en una sociedad en la que la posición social dependía del patrimonio– socavaba los fundamentos del sistema romano y explica, sin duda, las persecuciones. Que en la segunda de las diez que hubo entre Nerón y Diocleciano, la de Domiciano, a finales del siglo i, apareciera ya entre los perseguidos la hija de un senador prueba que el cristianismo atrajo pronto a amplios sectores de la población. Su penetración fue tan rápida que, durante el reinado de Séptimo Severo, en torno al año 200, había comunidades cristianas en todas las provincias del Imperio.

La táctica romana de la persecución y el aplastamiento funcionaba mal. Quien más cerca estuvo de causar un grave daño al movimiento cristiano fue Decio con la publicación en el año 250 de un edicto exigiendo a todos los ciudadanos un certificado de un oficial romano que acreditara la realización de al menos un sacrificio en honor del emperador. Muchos cristianos accedieron para evitar dificultades (lo habitual solía ser comprar el certificado sobornando a los oficiales), aunque cuando las aguas volvieron a su cauce, tras el inevitable rosario de ejecuciones, surgió un serio problema dentro de la Iglesia: ¿había que admitir a los réprobos que se plegaron a las exigencias del Estado en vez de sostener en alto la palma del martirio o rechazarlos como traidores? Era una cuestión peliaguda y el conflicto se saldó, como era lógico tratándose de un movimiento dispuesto a ampliar los confines éticos de la civilización romana hasta su misma ruina, con la derrota de los donatistas, grupo partidario de la expulsión. Estos estaban convencidos de que la Iglesia no podía existir sin santidad. Transigir con el mundo era, para ellos, una forma de prostitución. La cruz era el camino que había enseñado Cristo. La Iglesia, sin embargo, soñaba con no dejar a nadie fuera de su seno. Había que abrir las puertas a todos, no sólo a los santos y virtuosos. Y el número de cristianos creció y creció hasta el punto de que Constantino, en el siglo iv, optó por dar un giro radical a la política del Imperio, legalizando su culto, primer paso en el camino que le llevaría a la condición de religión oficial.

Esta es aproximadamente la fecha de inicio del período que investiga Peter Brown en Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente (350-550 d. C.) El historiador irlandés, muy conocido desde que en los años 70 propuso interpretar el declive del Imperio Romano como una metamorfosis y no como un proceso de decadencia, analiza la transición desde el orden romano al orden cristiano tomando como hilo conductor el concepto de riqueza (y la riqueza como tal). El resultado final de su investigación es que, entre el siglo iv y el vi, se pasó de una visión pagana de la riqueza, en que esta era considerada un excedente que justifica el lujo de los poderosos, a una visión cristiana en la que la riqueza sólo es aceptable si es transferida «hacia arriba» (el tesoro en la tierra debe convertirse en tesoro en el cielo). La creencia de que los bienes de este mundo son de Dios y que deben ponerse en manos de la Iglesia para que ésta los administre en favor de todos los hombres se convirtió así en una de las bases ideológicas del medievo. Por supuesto, los beneficios mencionados son espirituales y están relacionados directamente con la salvación del alma, no con el bienestar material, al modo en que se comprende hoy. Brown, de hecho, ha preferido completar su ya exhaustivo estudio con otro libro, no traducido todavía al español (El rescate del alma. Más allá y riqueza en el primitivo cristianismo occidental), en el que describe de qué manera la preocupación cristiana por el destino del alma produjo una radical mutación en la concepción de la riqueza que tuvieron los antiguos.

Por el ojo de una aguja comienza con una cita del evangelio de Mateo: la respuesta que da Jesús al joven rico que le pregunta qué debe hacer para perfeccionarse. «Vende todos tus bienes y dáselos a los pobres, que así tendrás un tesoro en los cielos», le dice. El muchacho se marchó compungido. Aceptar que la única utilidad de la riqueza es renunciar a ella resulta complicado. Nadie se desprende así como así de todas sus propiedades. ¿Cómo es entonces que en la época de expansión cristiana muchos romanos decidieron obrar de acuerdo con las palabras de Jesús? Obviamente, tuvieron que conjugarse multitud de factores: la novedad de su mensaje, el asombro que produciría la manera en que los cristianos aceptaban el martirio –«la sangre de los mártires, escribió Tertuliano, es la simiente de la Iglesia»–, su misticismo del fin del mundo, tan oportuno en una época de crisis radical, las dificultades que anunciaban a los ricos para salvarse –«más fácil es que un camello entre por el ojo de una aguja que…»–, etcétera. No hay duda, además, de que a partir del siglo iv, debido a la inseguridad política derivada de las continuas guerras civiles, la propiedad empezó a verse como una carga, y de que Constantino, al apoyarse en sectores cristianos, forzó a los potentados a invertir en el más allá, pero al margen de ello, y como pone de manifiesto Brown, la posibilidad de especular con la gloria eterna parece no haber chocado con la mentalidad de un pueblo que llamó commercium al trato con los dioses y que consideraba el patronazgo y la beneficencia dos obligaciones inherentes a la riqueza, una riqueza que, no se olvide, era fruto de la conquista militar y sostenía, mediante complejas redes clientelares, a una enorme masa de ciudadanos que vivía de donativos.

Del mismo modo que los potentados romanos fueron desviando la riqueza hacia la Iglesia, los cristianos abandonaron los feroces discursos iniciales contra ella hasta aceptar que se trata de un don divino que, supeditado a un fin espiritual, puede convertirse en la llave que abre la puerta que conduce a la vida eterna. Brown aborda este complejo proceso en los dos primeros capítulos del libro oponiendo la riqueza romana a la pobreza cristiana. Recuérdese que el cristianismo fue el inventor del pobre como ideal reivindicativo. Los indigentes del populus romanus, alimentados por el Estado, no eran considerados menesterosos a los que se ofrece limosna, sino ciudadanos con derechos. Del mendigo sin ciudadanía nadie se preocupaba oficialmente. Para los cristianos, en cambio, compartir las cosas de este mundo es indispensable si se aspira a alcanzar un puesto en el otro. Defensores de la igualdad, confrontaron la Iglesia, como comunidad de iguales, al Imperio, donde rigen diferencias insalvables. Su credo cuestionaba los derechos ciudadanos, reservados a unos pocos, y exigía su extensión al conjunto de la humanidad. Si bien la frase «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» se ha explicado siempre de otra manera, detrás de ella se esconde manifiestamente la convicción de que todo es de Dios y que, por tanto, lo temporal debe supeditarse a lo espiritual. Sólo así el tiempo humano será moralmente aceptable. Que Agustín celebrara la caída de Roma y viera en ella la aniquilación de la Historia, concebida precisamente como el injusto orden terrenal, no es una casualidad. La ciudad terrena puede hundirse, de hecho se hunde, pero no la ciudad de Dios. Aferrarse a las cosas del mundo cuando éste se precipita en el vacío les parecía a los cristianos absurdo. Tan arrogante indiferencia hacia el Estado explica, a juicio de Brown, que emplearan sin ambages la estrategia demagógica de «pauperizar al pobre», exagerando las condiciones de miseria de su existencia. Hoy estamos familiarizados con ese tipo de maniobras retóricas porque son las mismas que utilizan los actuales enemigos del sistema. De hecho, si seguimos con atención el relato que hace Brown (en las primeras páginas del segundo capítulo) de la confrontación entre Símaco, último pagano que desempeñó el cargo de prefecto de Roma, y Ambrosio de Milán, advertiremos sin duda cierto aire de familia con los debates entre los miembros del establishment y los populistas de hoy.

Ambrosio escribió un montón de sermones contra la propiedad privada, e igual hicieron los predicadores orientales, Juan Crisóstomo, por ejemplo. Brown no sólo recoge las críticas de unos y otros a la acumulación de bienes de los ricos, sino que reconstruye los supuestos sobre los que reposaba este tipo de discursos. Sus tesis es que los primeros cristianos creían que Dios dispuso las cosas para que la naturaleza proveyera a los hombres de cuanto necesitan, pero que algunos, los romanos en particular, se han apoderado de la mayor parte de los bienes, llevando al resto a la miseria. De ahí la necesidad de someter la ciudad terrenal a la ciudad de Dios, de moralizar, por así decir, el reparto de la riqueza, creando, primero, un sólido sentido de solidaridad humana (que funcionó en las primitivas comunidades perseguidas) y exigiendo, luego, la abolición de todas las diferencias (entre romano y bárbaro, libre y esclavo, ciudadano y súbdito, etcétera). Había que superar el Imperio, crear una comunidad ideal en la que cupieran todos, incluidos forasteros y pobres. Las limosnas dadas a éstos no debían ser vistas, por eso, como un producto de la condescendencia de los pudientes, sino como una restitución de lo que, en rigor, les pertenece por derecho natural. «No es algo tuyo lo que suministras a los indigentes; más bien estás devolviéndoles algo que les pertenece, pues estás usurpando lo que se ha dado en común para uso de todos. La tierra pertenece a todos y no sólo a los ricos…”, escribe Ambrosio en De Nabuthae.

Analizados de esta manera, los sermones de los grandes oradores de la Iglesia son más que piezas teológicas. Su propósito, a menudo, es crear simplemente un clima de rechazo hacia el orden existente. Había que desprestigiar el poder imperial y cualquier medio era bueno para ello. Este demagógico desdén hacia la realidad responde a un plan de acción que Brown califica expresamente de «populista», aunque el pueblo invocado aquí no sea el pueblo romano, sino el pueblo de Israel, el pueblo elegido. Naturalmente, esto no significa que los cristianos operasen todos de igual modo. No es lo mismo ser un obispo con numerosos seguidores que un predicador que se dirige a un público reducido. Jerónimo, traductor de la Biblia, prefería, por ejemplo, fustigar a los cristianos de la buena sociedad que se conducían hipócritamente en vez de a los romanos, aunque, como demuestra Brown, las repercusiones prácticas de su enseñanza –un ascetismo que congelaba la sensualidad con vistas a hacer posible la plena potencia del espíritu– fueron, sobre todo en el ámbito femenino, muy profundas.

El decisivo papel de las mujeres en la difusión de las ideas de Cristo ha sido estudiado por diversos autores y desde diversas perspectivas (recuérdese, por ejemplo, El sexo y el espanto de Pascal Quignard, con su defensa de que la nueva fe caló particularmente entre ellas debido a su visión de la sexualidad y la familia). Brown hace lo mismo atendiendo a lo económico. El caso del citado Jerónimo es quizá el más destacado. Sus detractores lo consideraban un Rasputin experto en viudas y huérfanas, cuyos bienes a menudo acababan gracias a sus tretas en manos de la Iglesia. Lo mismo se decía de Dámaso (su mote era auriscalpius matronarum, el escarbaorejas de las damas), primer obispo de Roma que comprendió que el asalto a la riqueza aristocrática debía hacerse por el lado femenino. De cualquier forma, e independientemente del sexo, el objetivo era acaparar recursos. Brown sugiere incluso que el infierno fue un producto del marketing recaudador de los clérigos. Y, claro, tales prácticas disgustaban a algunos creyentes, desencadenando las inevitables polémicas. Las discrepancias teológicas enmascaran de hecho, en muchas ocasiones, divergencias de otra naturaleza. Con el tiempo estas cuestiones mundanas se han olvidado y han sido atribuidas a la vehemencia de la fe, pero Brown demuestra que no fue así. Un ejemplo es la herejía pelagiana. Su exposición en el capítulo tercero de las razones económicas por las que la Iglesia rechazó la doctrina de Pelagio sobre el libre albedrío y aceptó la agustiniana de la gracia divina es ilustrativa. ¿Qué mejor para eliminar los recelos hacia la riqueza heredada que tenerla por un don divino equivalente a la gracia? Naturalmente, esto no quita que, para Agustín, el gran rival de Pelagio, no fuera absolutamente necesario ponerla al servicio de la Iglesia. Encerrarse en la propia riqueza resultaba tan vergonzoso para él como para el comunista la actitud del pequeño burgués que se concentra en sus placeres privados e incumple el deber colectivo de luchar por la emancipación.

Donar las riquezas a la Iglesia era una forma de restituir la propiedad a la comunidad. Esta especie de nacionalización (sin Estado) de los bienes descansaba en la convicción de que Dios ha puesto la naturaleza al servicio de todos los hombres y que una administración moral o espiritual de los mismos es necesaria. Con el desplome del Imperio y el afianzamiento de la Iglesia, se llegó a restringir su uso incluso para ayudar a los indigentes con el argumento de que sólo la riqueza eclesiástica está bendecida y resulta, pues, eficaz. Brown cita varios hallazgos arqueológicos en África de templos cristianos a los que estaban adosados almacenes. Algunos no veían con buenos ojos este tipo de prácticas benéficas, no siempre limpias y demasiado próximas en el concepto al patronazgo romano. Para ellos, la renuncia al mundo constituía la verdad básica de la fe. Todo lo demás eran simples componendas. Por eso se multiplican entonces los monasterios (las páginas dedicadas al monasterio de Lerins, una comunidad formada por romanos cultos y ricos, muchos de procedencia aristocrática, son interesantísimas) y aparece la nostalgia de los primeros tiempos, nostalgia que reaparecerá siempre en períodos de crisis. Un monje del siglo v escribe: «La Iglesia decae a medida que alcanza su plenitud». Claro que, por descorazonador que sea el presente, cualquier presente, el mito de los orígenes constituye sólo un mito. Enmanuel Carrère, en un libro reciente, El reino, reconstruye las peripecias del evangelista Lucas junto a Pablo de Tarso, y lo que encuentra en las primitivas comunidades cristianas son rivalidades, malentendidos y envidias. No solamente eso, claro, pero también y, sobre todo, eso. La Iglesia primitiva no fue ni más ni menos perfecta que la Iglesia posterior (recordemos que el propio Jesús tuvo entre sus discípulos a un traidor y que edificó su Iglesia sobre un apóstol que le negó tres veces), pero, como escribe Brown con agudeza, funcionó para ésta como una especie de superego histórico.

La gran crisis del siglo v –Brown discute la categoría tradicional de «invasiones bárbaras» y prefiere hablar de pillaje consentido o de daño colateral de las luchas entre emperadores rivales–, sirvió para fortalecer a las pequeñas comunidades frente al poder central, cada vez más distante, y a los líderes de las iglesias, los únicos con respaldo para ejercer labores de tipo administrativo, fundamentales luego para los reinos que surgirán durante la Alta Edad Media. El ocaso de la aristocracia romana y la afluencia masiva de riqueza hacia la Iglesia, entendida esa riqueza como medio para la salvación, hizo a ésta rica y la convirtió en poder económico de primera magnitud. Todo esto tuvo naturalmente consecuencias de muy diversa índole. Una de las más interesantes es la relativa al papel del clero. Los donantes exigieron a los encargados de administrar los bienes que fueran distintos de ellos. Fue así, dice Brown, cómo el clero se convirtió poco a poco en una clase sagrada a la que se impuso ciertos rasgos distintivos, desde la tonsura a la continencia sexual. Desde el momento en que sus miembros constituyeron no sólo una elite conocedora de la palabra de Dios, sino un grupo de personas santas elegidas en virtud de sus votos, el dinero que inicialmente se dedicaba a los pobres y las iglesias fue desviado también hacia su sostenimiento material. El viejo discurso cristiano a favor de los menesterosos giró en favor de esos otros pobres comprometidos que eran los monjes y (pero no siempre) los sacerdotes. Los cristianos siguieron creyendo en el deber de ocuparse de los descartados de la sociedad, seguros de que entre esa multitud anónima podía aparecer en cualquier momento el propio Cristo, pero no se olvide que la administración de los bienes de la Iglesia no respondía a ningún género de cálculo económico, sino teológico. No se trataba de incrementar la riqueza, de producir más y mejor a fin de que todo el mundo dispusiera de suficientes recursos para vivir, sino de incrementar el número de quienes pueden entrar en el reino de los cielos.

La investigación de Brown concluye a mediados del siglo vi, pero si pensamos en el papel intermediario que entre la población romana y los bárbaros desempeñó la Iglesia durante la Edad Media (recordemos que el Antiguo Régimen, o sea, la división de la sociedad en tres estamentos, dos de ellos basados en la sangre –nobles y pueblo, es decir, bárbaros y romanos– y otro en el espíritu, el clero, nació entonces), se ve que el período recorrido es esencial para su comprensión. Haberlo explicado en claves históricas y políticas, no teológicas, es el principal mérito de este gran libro.