Juan José Saer
El concepto de ficción
Rayo Verde, Barcelona, 2016
352 páginas, 20.00 €
POR CARMEN DE EUSEBIO

Juan José Saer (Serodino, Argentina, 1937 – París, 2005) descendía de padres sirios, católicos, asentados en la Argentina. Vivió en Francia desde 1967 hasta su muerte, aunque no dejó de visitar su país y de ocuparse de sus libros, con una fuerte, a veces no muy consciente, necesidad de pertenencia a la historia de la literatura argentina. Como Cortázar, vivió entre dos mundos. Saer fue un novelista, cuentista y ensayista muy intelectual, preocupado por el significado de lo narrativo, de qué sea la literatura, la realidad, la veracidad, la verdad, lo imaginario. Estaba dotado no sólo para la narración sino, como su inicial maestro, Borges, para la reflexión. Supo pensar por él mismo. No sé si su mundo es rico en ideas, pero quizás podría afirmar que tuvo algunas a las que dio vueltas toda la vida. Sus obras narrativas más notables son Cicatrices (1969), El entenado (1983), Glosa (1986) y La grande (inacabada, 2005). En el 2001 se editaron sus Cuentos completos. Entre los ensayos, mencionaremos El concepto de ficción (1997), La narración-objeto (1999) y Trabajos (2005). Tras su muerte se publicaron cuatro volúmenes donde se colectaron sus textos inéditos, muchos de ellos notas y apuntes: Borradores inéditos.

En este volumen, que recoge ensayos, artículos y notas que abarcan un periodo muy amplio, de 1965 a 1996, Saer nos habla de Gombrowicz, Faulkner, Antonio Di Benedetto, el Martín Fierro, Borges, Roberto Arlt, La invención de Morel, el nouveau roman, Joyce, Raymond Chandler y otros autores que a veces toma de manera muy parcial para explorar algún aspecto de la complejidad de lo literario. La pareja verdad/ficción comienza a hacerse problemática, creo, con El Quijote. Saer situó su ensayo, del que extrae el título del libro, «El concepto de ficción», en la apertura del volumen. Ahí nos recuerda que una proposición, por el hecho de no ser ficticia, no es necesariamente verdadera. Saer interroga al género de la biografía, la autobiografía y las memorias, que se arrogan el marbete de no ficción, para ver si realmente son eficaces a la hora de ser creíbles, que pasa por ser verificables. Al fin y al cabo, toda biografía tiene su prueba de fuego en que podamos verificar la anécdota, de lo contrario sería mera opinión o especulación más o menos fantástica. La ficción, desde sus orígenes, fue por otro lado. No es que se evada del rigor, «no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la “verdad”, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación», afirma Saer. Es un tema que ha traído de cabeza a más de algún crítico y muchos narradores, y el autor argentino trató de darle respuesta tanto en su labor de pensador como al desempeñar su tarea narrativa.

¿Se escribe una novela para contar algo que ha sucedido, que existe en la realidad exterior a lo literario? Saer piensa que «ni el Quijote, ni Tristram Shandy, Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de entretenimiento o artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de la letra». Hay otra pareja invitada a esta problemática, la formada por el saber objetivo y la subjetividad, sin que estemos pensando en la objetividad de la ciencia sino de la verdad de lo real más allá de la novela. No encontramos a lo largo de los muy diversos textos recogidos en este libro, una respuesta clara, definitiva, a este tema, quizás porque no lo hay. La verdad objetiva cae del lado del objeto, pero la lectura es cuestión de sujeto, es decir, de una experiencia sensible, subjetiva, hecha de la relación de un individuo, siempre uno, con una forma, eso que llamamos una obra. Pero veamos qué encontramos a este respecto a lo largo del libro. Saer dice, y en esto se hace eco de otros teóricos, que la novela no es que cuente con lo visible sino que lo constituye, y que lo que llamamos novela se apoya en lo narrativo, que son dos categorías que se acercan pero distintas. Dicho de otro modo: «La novela no es más que un período histórico de la narración, y la narración es una especie de función del espíritu» (1981). La novela es un género ligado al auge de la burguesía que «se caracteriza por el uso exclusivo de la prosa, por su causalidad lineal y por su hiperhistoricidad». Esto, hasta Flaubert. La novela es una forma que adopta la narración para representar una visión realista del mundo, y el realismo es un punto de vista que se agota en la historicidad. Todo esto es lo que, desde Joyce, se ha intentado minar poniendo la literatura en sus fallas, o a partir de ellas. En un artículo de 1979 lo dijo con claridad: «La novela es sólo un género literario; la narración, un modo de relación del hombre con el mundo. […] Todos los narradores viven en la misma patria: la espesa selva virgen de lo real». Esto lo relaciona con su maestro Borges (a veces denostado, y creemos que con razones críticas convincentes): una apuesta por la literatura como especulación antropológica, ajena a lo nacional, a las concepciones del escritor como latinoamericano o europeo. Como dijo en otro momento: «El trabajo de un escritor no puede definirse de antemano», lo que hay que entender como que no se escribe como guatemalteco o madrileño, de clase obrera o mediopensionista, porque la obra, la futura, nunca previa, es la que manda. Estupendo, pero, en lo personal, al igual que Borges, Saer se inclinó notablemente por la literatura argentina –como decía antes–, sin duda señalando buenos libros, no como Borges, que fue generoso con no pocas obras y autores mediocres. No es un acto previo sino a posteriori. ¿No habría que pedirle lo mismo al lector, que no se defina previamente? Quizás, lo reconozco, sea mucho pedir. Somos fatalmente de algún lugar, de una historia, y eso marca.

Hay más cosas en este libro, como la valoración del Martín Fierro y del Facundo como obras no sólo fundantes de la literatura argentina. Son libros que, debido a su «dinámica y misterio», se enlazan, según Saer, a obras de difícil clasificación, como el Museo de la novela de la Eterna, de Macedonio Fernández; las Aguafuertes porteñas, de Arlt; los poemas narrativos de Juan L. Ortiz (una de sus grandes admiraciones); los ensayos de Borges; el Homenaje a Roberto Arlt, de Ricardo Piglia; los relatos de Antonio di Benedetto, y La vuelta al día en ochenta mundos, de Cortázar. Es cierto que está hablando de la literatura argentina, como tantas veces, él que no era nacionalista, pero resulta curioso lo poco que la relaciona con poetas, narradores y ensayistas peruanos, chilenos o mexicanos de la misma época. De hecho, dice que algunos de los señalados, más Quevedo y Góngora, son los escritores de lengua española que relee. Ni Huidobro, ni Neruda, ni Vallejo, ni Gorostiza, ni Reyes, ni… Lector de poesía, hay algunas consideraciones al respecto, pero tiene, a pesar de su trabazón estilística, una clara apuesta por el tango pasado por una operación de colada: «La gran poesía es el resultado de una elección del dolor, una búsqueda, una disciplina de la extrañeza que lo borra todo, que consume el mundo, lo sumerge en la oscuridad y lo rescata lavado y nítido para una historicidad más alta, menos primitiva» (1968).

Borges está al fondo de muchas de las reflexiones de Saer, así sea para apartarse de ellas o para pensarlas de otra manera. Es interesante cómo lee nuestro autor el cuento «Pierre Menard, autor del Quijote»: en absoluto como lo ha propuesto la crítica, como encarnación de la figura emblemática del escritor. Sin duda es un cuento cómico, y afirma Saer: «Un arreglo de cuentas con la literatura francesa […], particularmente con el simbolismo y el postsimbolismo, y personalmente, con la figura de Paul Valéry». Sabido es que Borges consideraba la literatura francesa, salvo Flaubert, Verlaine y poco más, frívola y artificiosa. Y con su cuento trató de criticar el voluntarismo conceptual, y por lo tanto está muy lejos proponer la vanidad hiperbólica de Menard como la verdadera tarea del escritor. Concluye Saer: «Hacer de Borges una especie de discípulo de Pierre Menard es tan aventurado como identificar la filosofía de Shakespeare con las ambiciones truculentas de Macbeth». Para finalizar, quiero quedarme con esta hermosa frase del artículo «Una literatura sin atributos»: «En un mundo gobernado por la planificación paranoica, el escritor debe ser el guardián de lo posible».