Alfons Cervera
Otro mundo
Piel de Zapa, Barcelona, 2016
151 páginas, 16.00 €
POR SANTOS SANZ VILLANUEVA

El valenciano Alfons Cervera cuenta con una obra narrativa bastante amplia y desarrollada con regularidad desde los años ochenta. La suya es una escritura de alta exigencia por la voluntad de someter a revisión los rasgos morales que impuso el franquismo a muchos ciudadanos con una técnica narrativa basada en la recreación artística de sus propias vivencias. Ocupa, sin embargo, un lugar marginal en el reconocimiento de nuestra institución literaria. Ni siquiera se aduce su nombre cuando se habla de algo de tanta actualidad y de frutos tan prolíficos como la llamada memoria histórica, siendo Cervera un pionero y uno de los más relevantes cultivadores de esa preocupación temática en la que menudean relatos no poco endebles u oportunistas de la moda.

La situación marginal de Cervera en nuestra institución literaria tiene sus razones, que no justificación. Un motivo se halla en su perfil atípico dentro de la extracción cultural, social y formativa de nuestros escritores. No pertenece, como sucede con la mayoría de ellos, a una «élite» de universitarios, profesores o licenciados en letras, sino que tiene una raíz social modesta, no pequeñoburguesa, y es de los escasísimos autores actuales en contar con experiencia obrera (trabajó en el horno de su padre y pensaba ser, como éste, panadero). Guarda, pues, alguna semejanza con la trayectoria de empleado en una joyería de Juan Marsé, un autor muy admirado por Cervera y con quien se aprecia alguna relación literaria de fondo. Esa raíz, el no participar en los ritos sociales de sus colegas e incluso el vivir en el apartamiento de su pueblo valenciano natal (Gestalgar) colaboran a una situación de extraterritorial. Otro motivo reside en la actual confusión que preside el establecimiento de valores literarios. La dictadura comercial, el formar parte de determinadas escuderías editoriales o la presencia mediática acrecientan la distancia entre méritos y reconocimiento y establecen un grupo de autores cuyo valor de cambio es menor que el valor de uso, como decía hace poco Vicente Verdú con el ingenioso concurso de la terminología marxista a propósito de Manuel Longares.

Como sea, Alfons Cervera ha venido elaborando desde hace cuatro lustros una personal propuesta acerca de la memoria histórica de nuestro país que, sobre una base fuertemente reivindicativa, se desentiende de la sentimentalización y de las imposturas y busca proyectar el pasado en la actualidad. No hace mucho todavía, en 2014, afrontaba en un relato coral, Todo lejos, las vivencias de un grupo de jóvenes disidentes del franquismo en los amenes de la dictadura y en un escenario, Los Yesares, situado en la geografía natal del autor. Antes había llevado el marco cronológico del rescate del pasado bastante más atrás, hasta la República, la guerra y sus consecuencias. Lo había hecho en un ciclo narrativo integrado por El olor del crepúsculo, Maquis, La noche inmóvil, La sombra del cielo y Aquel invierno. Se trata de obras independientes, aunque con muchos nexos anecdóticos y de personajes entre ellas, que, reunidas en un volumen unitario de enfoque polifónico, Las voces fugitivas (2013), alcanzan la dimensión de uno de los más atinados frescos sociales y morales de nuestra posguerra.

La pentalogía comparte la presencia de datos con suficientes indicios de autobiografismo a partir de incursiones en el recuerdo personal. Ello habla de relatos tejidos con unos pocos pero sólidos mimbres. Y sugiere que en algún momento el autor se vería impulsado a decantar el juego no escondido entre verdad y ficción del lado del testimonio directo y de la confesionalidad trasparente. En cierto modo, el autobiografismo explícito es la salida natural a la poética que sustenta la visión del mundo de Cervera, lo cual ocurre en Otro mundo. Si antes el autor había incorporado señales biográficas en sus ficciones, ahora él mismo se convierte en materia del relato.

Dicha materia lleva aparejada una fuerte carga documental. Por el libro desfila la familia del escritor: los abuelos, la madre (de cuya muerte se hace una entrañable necrología), el hermano y, sobre todo, el padre. El padre es el vértice del retrato familiar. De él se recuerda su militancia anarquista antes de la guerra y su intervención junto a otros libertarios en la fecha crucial de julio de 1936 a favor de los desposeídos. También se anotan los doce años de condena con que penó su activismo hasta su liberación en 1952. Y se apuntan los ires y venires de la familia por diversos lugares causados por la situación paterna e incomprensibles para el niño que tantos años después los rescata con la intención de entender e iluminar lo que antaño se le escapaba. Porque éste es el hilo que hilvana el relato memorialístico: comprender aquel pasado lleno de silencios. El mismo hilo embasta igualmente otra materia testimonial sustentada más que en hechos concretos, que también, en la recreación de una atmósfera, la del miedo, la discreción forzada o el disimulo obligado, que fue la vivencia íntima, desasosegante, de los vencidos. Pocas veces se ha recreado en nuestra prosa con verdadera sencillez, concisión y eficacia la vida asordinada del exilio interior.

Recomponer ese tiempo y lograr un sentido a la propia vida estimula la evocación de Cervera. Quien, por este propósito, escapa al egotismo que suele lastrar la escritura confesional. Menudea datos sobre sí mismo, sobre su trayectoria literaria, por ejemplo, pero todos están dispuestos en función del padre, de la acuciosa conversación con el padre (que sólo en un par de episodios cuyo sentido no logra dilucidar emparenta con la requisitoria dura de Kafka al suyo) para rescatar su memoria del olvido. Hay ternura en la evocación (al tratar, por ejemplo, de la cancelada vocación teatral paterna) y un ánimo reivindicativo (el hijo viene a asumir la ideología del progenitor), pero no cae en la idealización hagiográfica. Al revés, se detiene en la depresión del padre y en su carácter difícil, consecuencia de las circunstancias históricas que lo marcaron. De la aleación de distanciamiento analítico y de sentimiento de piedad resulta un retrato que, como la narración entera, suena con las notas de la verdad y la autenticidad.

La experiencia vital de Alfons Cervera, aun poseyendo marcas singularizadoras, no resulta, en su conjunto y observada como modelo de un tiempo de infortunio colectivo, ni peor ni más grave que la de otros muchos damnificados por la dictadura. La clave, pues, del recuento no está tanto en los detalles como en su manipulación artística, en su conversión en materia literaria. El relato obedece a los imprevisibles dictados del recuerdo espoleado por subterráneos impulsos asociativos. No del todo fortuitos, pues siguen algún tipo de lógica racional pero sí incitados por un motor: el de rellenar la memoria que se «queda vacía porque nos da miedo descubrir lo que hay detrás de los recuerdos». Este proceso rememorativo no es lineal: la escritura «anda a saltos por el tiempo y el espacio» y la narración «es un laberinto de tiempos y espacios», señala Cervera. Unas viejas fotos, detalles concretos del pasado, la contemplación atenta de la película de Fernán Gómez El viaje a ninguna parte funcionan como la magdalena proustiana.

Todo este proceso evocativo se asienta en la exigencia de escribir la verdad y de verdad. Por ello, Otro mundo tiene también un fuerte componente reflexivo de tipo cultural. Sin pujos culturalistas, se citan un buen número de creadores. Ellos avalan las preferencias del autor. Uno de sus modelos confesos es Onetti mientras que el Borges narrador le suscita reservas que expone sin miedo a ir contracorriente, a la vez que da una clave de su propia poética (no «le interesan», confiesa, los relatos del argentino, «ese escapismo de la realidad que niega lo que sucede a su alrededor»). Más importancia que estos apuntes tienen los juicios acerca de ciertas manifestaciones relacionadas con la memoria histórica. En un libro que no se distingue por buscar la polémica, cobran mayor realce algunas tajantes afirmaciones. Por ejemplo, respecto de la manipulación del ayer: «En este desbarajuste de tiempos que vivimos, en esta nada azarosa reconstrucción del pasado que sólo busca una obscena redención de no se sabe qué ni cuánta culpa, a algunos les da por desnudar los viejos fantasmas del ropaje de la abyección para convertirlos en el espejo moral de sus vidas y sus muertos. Es lo que suele pasar con el tiempo de los vencedores. Que de vez en cuando necesita que alguien lo remiende porque se ha ido llenando de agujeros». Y contra quienes recuerdan en sus novelas, en la prensa y en sus propias vidas «lo que no vivieron». O sobre el oportunismo de la moda autobiográfica: «Hay escritores que cuentan la vida y milagros de algún impostor reconocido para ocultar su propia impostura. Detesto […] esas biografías noveladas que son […] auténticos prodigios del Photoshop».

A partir de sus experiencias y vivencias, el autor hace un retrato de un tiempo con el objetivo de que ese tiempo tenga vida, salga del olvido en que se sumió por culpa de quienes no quisieron que se conservaran vestigios de él. Como una cantilena que alcanza la categoría de un leitmotiv, Cervera se pregunta para qué se escribe, qué sentido tiene la escritura. No ofrece respuesta definitiva ni rotunda, no atribuye a la literatura poderes excepcionales ni misiones sagradas. La respuesta se encuentra en el propio Otro mundo: vale para desbrozar la enmarañada telaraña en que se ve preso todo destino individual, los anhelos y temores que lo rodean y las frustraciones que lo marcan. Todo ello, en este caso, sobre el trasfondo de un tiempo de silencio. La escritura vale, en fin, para que la memoria conceda estatus de realidad a lo que fue una experiencia histórica concreta que, de otro modo, caería en el pozo del olvido. «Lo que vivimos deja de existir si nadie lo recuerda. Si nadie lo cuenta», escribe Cervera a modo de colofón. De este modo, la literatura cumple con un necesario papel testimonial. El testimonio de Cervera, libre de obediencia a postulados programáticos, se levanta firme, sólido, aureolado con importa lírica y cargado de emoción.