Marina Perezagua
Don Quijote en Manhattan
(Testamento yankee)
Los Libros del Lince, Barcelona, 2016
311 páginas, 19.00 €
POR JUAN MALPARTIDA

Para la fecha en que Cervantes escribió El Quijote, los libros de caballerías habían dejado de ser una lectura generalizada entre los pocos que sabían leer, su éxito había menguado bastante; pero eso no le impidió retomar esas aventuras de caballeros andantes y de amor trovadoresco desde un modelo crítico. La Biblia es un libro de libros que sigue teniendo lectores (o gente que jura sobre ellos) e iglesias donde se lo tiene por testimonio verdadero de este mundo y del otro. Y Marina Perezagua, en su Quijote en Manhattan, ha tomado la Biblia, y de ella algunos episodios, como lectura alucinada y alucinante de su Quijote. Los de caballerías son libros profanos; en cambio, los de la Biblia son leídos por los creyentes como sagrados.

El Quijote de Cervantes es un libro de este mundo, quiero decir: recorre algunos lugares de la península ibérica, y más acá de las visiones e interpretaciones quijotescas, los referentes culturales y ambientales son histórica y socialmente reconocibles o, más exactamente, verídicos. En el libro de Marina, que transcurre durante una caminata desde Queens hasta el Down Town de Manhattan, donde se alza la Freedom Tower, hay un génesis y un apocalipsis. El primero forma parte de lo cosmogónico, y el segundo de lo agónico, que en este caso es una descomunal inundación, un diluvio que es «muerte-viva». Las vestimentas de don Quijote y de Sancho son como las de C-3PO y un ewok, que corresponden al mundo del cine, exactamente a La guerra de las galaxias. Pero Marina hace que don Quijote se tope no con libros de ciencia ficción, que corresponderían a las vestimentas de los personajes, sino con un libro religioso, que está en el fundamento de la cultura occidental (y no sólo de ésta). El elemento trovadoresco de la obra de Cervantes, la pastora Marcela, se le aparece al don Quijote de Perezagua en sueños y por las capacidades metamórficas de la ensoñación se vuelve una torre, símbolo de las siempre amenazas libertades. Una trinidad: Marcela/torre/libertad. Esta Marcela, que también encarna el amor, es el puente que une la vigilia con el sueño, la realidad con sus imágenes. También es la que salva acogiendo en sí a numerosas personas desamparadas: una mujer que es torre protectora, y lugar último de esta peregrinación.

Leer es participar de lo simbólico, y si Quijano fue un lector, y la obra central de Cervantes es la realización misma de la hiperlectura, el don Quijote de Marina, al leer la Biblia, se cree su personaje central, y, como Flaubert, podría decir (aunque el autor de madame de Bovary en realidad nunca lo dijo) cambiando un poco las cosas: «Dios c’est moi». Y así lo vemos en un trance en el que, tras ser anestesiado, al recuperar la conciencia, pensó no que se había despertado sino que, nuevo Cristo, había resucitado; pero no para ser llamado a la diestra del padre sino para vagabundear por un Manhattan lleno de Starbucks, autobuses y subterráneas líneas de metro, sabiéndose «deshacedor de entuertos».

Aunque toda lectura está condenada a ser lineal, las historias de esta novela tienden a la sincronicidad, y no sólo esto, sino que aquello que la sustenta, la poética de la novela, supone que todo está en el comienzo como todo estará en el final. Marina lo dice así: «La sincronización de lo que fuimos, de cuanto seremos, de lo que somos, todo al mismo tiempo pero siempre, siempre encauzado hacia nuestra propia desembocadura». Se trata, creo, de una suerte de aleph, alianza de las causas y los efectos. Por eso en el capítulo ix de los xxxiii que tiene el libro (la edad de Cristo al morir), ya asistimos a la famosa inundación, que provoca que todos los libros de la Biblioteca Pública de Nueva York, en la Quinta Avenida y la 42, salgan impulsados en una corriente calles abajo.

Pero no les voy a resumir las peripecias, del drama a la diversión, que se cuentan en este libro porque para eso se ha escrito, para que ustedes lo lean. Sí quiero incidir en su idea del tiempo y de la narración. Marina Perezagua afirma por boca de don Quijote, muy a la manera del Lawrence Sterne de Tristran Shandy, que «una buena historia es sincrónica, y esto es que cuando yo te cuento algo a ti, tú no te agarras a lo que te cuento punto por punto, sino que en tu cabeza piensas en cosas del ayer y del mañana de forma simultánea, y por eso un cerebro bien templado prefiere la pluma de quien sabe acomodarse a muchos tiempos a la vez, pues escribe tal como nuestro cerebro piensa». De esta forma, el Quijote manhatteño de Perezagua se inserta en una lectura cervantina de lo narrativo y de la novela en general. Si se observa, en El Quijote de Cervantes no ocurre casi nada lineal, salvo por el hecho de que hay varias salidas de Quijano al espacio de la aleatoria realidad y una vuelta final para morir. El resto es cuento circular, y algo dicen, pero mezclando realidad y deseo, libros leídos que interpretan libérrimamente la realidad y resistentes molinos de viento. En el Quijote yanqui de Marina, donde se da una libertad imaginativa que a veces recuerda ciertos procedimientos de su anterior novela, Yoro, hay un apocalipsis desde el principio y, obviamente, va a ser el final.

Aunque esta novela comienza con un lenguaje realista, como si quisiera seguir a su modelo, poco a poco va cediendo –y esto debemos agradecérselo– a sus propios demonios y ángeles, y al tiempo que relaciona ciudad y mente, sueños e imágenes arquetípicas, nos interna en una visión cosmogónica, situando al individuo y a la especie en un vasto proceso no teleológico pero sí holístico. Nuestro corazón –escribió Rubén Darío– la forma tiene de un caracol, y Marina nos sugiere que tiene la forma de una galaxia, y que hay en él ecos y substancias de la explosión inicial. «Las mayores concentraciones de mioglobina –escribe Perezagua siguiendo libremente al científico Andrés Gomberoff– se encuentran en el músculo cardíaco, el cual requiere mayores cantidades de oxígeno para satisfacer su demanda energética. Eso significa que en la muerte de una estrella está nuestro ritmo cardíaco, desde la tranquilidad en el sueño a la aceleración en el amor o la guerra».

En la eclosión del apocalipsis, donde el tiempo presente y el pasado se unen, asistimos al encuentro de don Quijote y Sancho con alguien que aunque no se nombra es una suerte de Jesús de Nazaret, justo cuando ellos han llegado al final sur de la isla, donde sabemos que está la Bolsa, templo del capitalismo. Tras su entrada en el templo, donde reacciona con la cólera esperada, este hombre, como se le denomina de manera genérica, se fija en un puesto donde hay varios rollos de pergamino llamándole la atención uno. Tras leer el título de la obra, al salir se dirige a don Quijote y Sancho y les pide que lo conserven porque: «Un sabio moro os dirá un día lo que ya está escrito. Ésta y no otra es la palabra sagrada». «Os llamarán una y mil veces locos, os dirán que el querer arreglar el mundo es cosa de lunáticos», los alecciona, y remata: «Vuestros hijos crecerán lo suficientemente locos para arreglarlo». El libro que ese hombre/Jesús entrega a los personajes mismos no es otro que Don Quijote de la Mancha. La religión, pues, se hace literatura asistida no por el extravío sino por la imaginación. Leer es imaginar, encarnar, renacer. Y los sueños encarnan en nuestros pasos. Eso parece decirnos Marina Perezagua en este excelente libro, que ha logrado hacer primero suyo para que pueda ahora ser de nosotros.