Julien Gracq
Las tierras del ocaso
Traducción de Julià de Jòdar
Nocturna, Madrid, 2016
267 páginas, 15.00€
Corría el año 1953 y Julien Gracq comenzaba a escribir una novela en la que trabajaría de manera intermitente y cuyo texto prácticamente acabado sería rescatado de una maleta tras su muerte y publicado en Francia en 2014. Esta novela nos la trae ahora la editorial Nocturna en estupenda traducción de Julià de Jòdar con el título de Las tierras del ocaso, añadiendo así un libro más de este escritor francés a su cuidado catálogo (los otros dos son El rey Cophetua y La península).
Cuando Gracq comenzó a escribirla, la modernidad, que pretendía acabar con la tradición, tenía ya tras de sí una propia. Desde el siglo xix, una lucha pertinaz, transgresora, provocativa e individualista contra la sociedad burguesa había pasado por distintas formas, las más llamativas de las cuales constituían las vanguardias del siglo xx (futurismo, dadaísmo, surrealismo, letrismo…). Todas, como Diógenes el cínico, buscaban con un farol en pleno día un hombre. Pues la sociedad había acabado con la autenticidad del ser humano. Se vivía en un sistema vacío por dentro, se andaba sobre la cáscara de un fruto podrido en su interior. Eso explica la sensación de euforia que provocó la Primera Guerra Mundial, vivida como una purificación social y como una oportunidad de intensidad vital individual. En los años cincuenta en que escribe Gracq aquella ingenua ilusión bélica había sido cruentamente destrozada, pero persistía la sensación de una sociedad agotada y la necesidad de rebelión contra ella. Sólo que ahora ambas tenían otro aspecto. La situación social era boyante. Conquistas económicas antes sólo soñadas eran ahora un hecho, y el pleno empleo y la riqueza empujaban hacia un consumo que se convertiría en poco tiempo, aliado con los medios de comunicación y el espectáculo, en una seña de identidad de Occidente. La impresión resultante la había anotado lúcidamente Conrad muchos años antes, en 1911, en Bajo la mirada de Occidente: «En medio de todo aquello vi a una solitaria pareja suiza cuyos destinos estaban asegurados desde la cuna hasta la sepultura por el perfeccionado mecanismo democrático de una república que casi se podía sostener en la palma de la mano». La seguridad de un ordenamiento jurídico eficaz y razonable carece de las inquietudes y riesgos de la inestabilidad política. Uno se pregunta si es que el hombre sólo se encuentra consigo mismo en las dificultades y si, como Voltaire decía de don Quijote y de sí mismo, ha de inventarse molinos de viento para ejercitarse. La rebeldía parecía ahora fruto del aburrimiento de jóvenes que no habían participado en la guerra y que no padecían penurias económicas o laborales. El mundo era ordenado y previsible y, si la sociedad negaba la aventura, la aventura de estos rebeldes consistiría en negar la sociedad.
Todas estas protestas tenían una importante vertiente artística. Para cuando Gracq empezó esta novela, el arte había hecho la experiencia de conjugar provocación e individualismo y escogido un camino extraño. El arte consistía en negar el arte. No en negar el arte tradicional, algo normal en su desarrollo, sino lo que se había entendido por arte durante cientos de años y que, se definiera como se definiera, suponía siempre una referencia a la realidad, a un mundo más allá del sujeto. Ahora se había roto esa relación y el arte, como decía el manifiesto dadaísta, era algo privado cuyo último referente era el propio artista. De este modo las vanguardias llevan a sus últimas consecuencias la primacía del sujeto de la Edad Moderna. El nuevo artista no se siente interpelado por la realidad, porque fuera de él no hay nada. La consecuencia fue la proclamación de la desaparición del arte, que debía convertirse en vida. La literatura, el cine, la fantasía eran vistas como una droga que fomentaba la pasividad de los individuos. Ése era el panorama en los años cincuenta en que Gracq se pone a escribir esta novela.
Vamos, pues, a ella. La comunidad que aparece en Las tierras del ocaso, llamada el Reino, es una sociedad sin fuerza interior. Aunque ambientada en una indefinida época que recuerda a la Edad Media, comparte los rasgos de decadencia y calma que la modernidad había visto en la sociedad burguesa. Gracq, amigo de Breton y cercano a algunos aspectos del surrealismo, parece compartir esa percepción. En las primeras páginas vemos una comunidad sin sobresaltos pero agotada e inauténtica, sostenida por la inercia. Reina en ella «una suerte de torpor» que hace «refluir la vida hacia los lugares bajos». Hay un adormecimiento social, una pereza a la hora de enfrentarse a la realidad. Una señal de ello es que ésta parece haberse sustituido por los documentos: «Los símbolos de lo que fue auténtica riqueza se amonedaban y se intercambiaban en efigie». Del mismo modo que hoy en día la falta de auténticas experiencias en una ciudad turística da lugar a una proliferación de fotos para indicar que se ha estado allí, la obsesión por documentos y títulos parece agudizarse en la medida en que pierde fuerza vital su contenido. La burocratización de nuestro mundo tal y como la refleja narrativamente Kafka puede interpretarse también en este sentido. Pero quizá la sustitución de la realidad por el papel sea sólo una vertiente de un fenómeno más amplio y que, como estamos viendo, llega hasta nuestros días: la sustitución del ser por su representación. Léanse con atención estas líneas de las primeras páginas de la novela: «Cuando la savia deja de ascender por ellos, los cardos abadejos que crecen en nuestras estepas se quiebran uno tras otro a ras de tierra para que el viento arrastre lejos su rebaño lanoso repleto de granos; así parecía avisarnos la tierra de que un día llegará el momento de que nos despoje y nos abandone: el desasosiego procedía de aquella sujeción cansina y de aquellas fibras del corazón rotas una a una, que ahora nos suministraban antenas para adivinar el viento que empezaba a levantarse». Del mismo modo que seguimos viendo una estrella que hace tiempo desapareció, una sociedad puede mantenerse en pie aparentando la salud que ya le ha abandonado. Pero el ojo experto, el ojo crítico, sabrá ver los signos y detectará que se trata sólo de la cáscara. Por eso los pintores que supieron mirar (De Chirico, Munch, Ensor…) poblaron sus cuadros de máscaras o similares en vez de rostros.
Podemos, pues, decir que Gracq, lector de La decadencia de Occidente de Spengler, comparte con las vanguardias la visión de una sociedad caduca y vacía. Pero su respuesta ante ello es opuesta. La autenticidad que se busca es entendida de modo muy distinto. Tanto en su vida creativa como en el argumento de la novela que nos ocupa. Me gustaría mostrar brevemente esa relación entre su vida y la novela para arrojar luz sobre ésta.
Julien Gracq es el seudónimo con el que Louis Poirier, un profesor de geografía francés, firma su obra literaria. Crítico con el mercado literario y alejado de él (todos sus libros los ha publicado en la modesta editorial que le editó la primera), tiene la imagen de escritor de culto inaccesible a los medios pero hospitalario con sus lectores entusiastas. Una imagen que su rechazo del premio Goncourt en 1951 por una novela redonda, El mar de las Sirtes, contribuyó a cimentar.
Si en las vanguardias, cifra de la modernidad, el arte, como hemos visto, se repliega en el sujeto cuando no se suicida directa y conscientemente, el planteamiento de Gracq es antimoderno, en el sentido que Compagnon le ha dado a esta palabra: «Los antimodernos –no los tradicionalistas, por tanto, sino los antimodernos auténticos– no serían más que los modernos, los verdaderos modernos, que no se dejan engañar por lo moderno, que están siempre alerta». Mientras las vanguardias van triunfando y el arte se hace juvenil, provocativo, individualista y sin referencias externas, aunque a la vez integrado en el mercado e inocuo, Gracq se refugia en un lenguaje precioso, denso y lírico con el que abordar la realidad. Esta sí existe para él más allá del sujeto y su trabajo creativo busca dar cuenta de ella, como vemos en esta novela. Su rechazo del mercado (se resistió a las ediciones de bolsillo ofrecidas por otras editoriales) y el espectáculo puede leerse también desde esta oposición a la modernidad vanguardista, que, como ha demostrado Carlos Granés en El puño invisible, se une a aquellos en la segunda mitad del siglo xx. Los rasgos vanguardistas (juventud, hedonismo, individualismo, rebeldía, provocación) son integrados en el mercado y en el mundo del espectáculo gestionado por los medios de comunicación. El rechazo de las vanguardias y del mundo del espectáculo y el mercado es, pues, coherentemente, el mismo rechazo.
Esa opción vital se compadece con la que el protagonista y sus amigos toman en la novela frente al torpor de la sociedad en que viven. Gracq comenzó a redactar Las tierras del ocaso tras El mar de las Sirtes. La cercanía de ambas no es sólo temporal. Hay una atmósfera común compuesta de cuatro ingredientes relacionados entre sí. Bajo la calma reinante en la ciudad (a la vez fruto y origen de una falsa sensación de seguridad), late débil el miedo. Algo parece estar ocurriendo lejos de nosotros, algo que sin embargo nos atañe. Hay una sutil espera. Esa espera no es esperanza, sino la sensación de una amenaza que se cierne. Y esa amenaza, pese a ser vaga, es imaginada en la forma de una guerra. Tenemos ya esos cuatro ingredientes a que me refería: la inautenticidad, la espera, la amenaza y la guerra, que son a la vez cuatro figuras que recorren el siglo xx y la obra de Gracq.
En Las tierras del ocaso la sociedad siente una débil pero persistente señal de alarma. Se espera algo. Si bien es verdad que en El mar de las Sirtes y en El rey Cophetua la espera es más evidente y exasperante, aquí aparece implícita bajo la forma de la amenaza. Se espera algo que se teme, un enemigo que llama a la puerta. Gracq conocía esas dos respuestas sociales ante la amenaza: el mirar para otro lado, la falsa calma al servicio de la idea de que nada ocurre (se ha visto en esta novela una metáfora de la Ocupación) y el arrojo hacia la fuente de la amenaza. El Reino representa la primera; el narrador y sus amigos, la segunda.
La forma de la amenaza es la guerra. Pero, aunque al final de la novela aparece en su crudeza, el núcleo lo forma el viaje hasta llegar al lugar por donde el enemigo intenta penetrar en el Reino y la vida en esa frontera. Es en esos ámbitos donde el protagonista recupera la autenticidad que se le negaba.
Es sorprendente el mundo narrativo que a este respecto crea Gracq. Se trata de un mundo que no es histórico. Aunque podemos pensar en la Edad Media, ningún dato nos permite identificar el siglo o el lugar. Es un mundo creado ex novo. Y, sin embargo, su coherencia es extrema. El reto es enorme, porque levantar un libro sin referencias claras y a la vez sin caer en la arbitrariedad no es nada fácil. Contrasta con la indefinición de las vanguardias, que al crear sus mundos de la nada acaban en nada. El motivo de que a Gracq le salga la jugada es precisamente que escucha a la realidad. La novela podrá ser ficticia, pero a la vez es verdadera. Esa verdad es inseparable de la realidad. En esa medida es metafísica: «Es que habitábamos la vastedad, entregados a una exultante precipitación de río por una pendiente rápida sin frotamiento. Llevados por la corriente, alguna cosa se había hecho cargo de nosotros». Las experiencias que aparecen están ligadas, por un lado, a la intimidad de la historia, a aquello que ésta ha destilado en el transcurso secular del hombre y, por otro, a la naturaleza, a aquello que siempre somos. Por eso se nombra más de una vez a Anteo, que recobraba su fuerza al tocar la madre tierra, aludiendo a la lejanía del hombre de la naturaleza y a la fuerza que todavía puede proceder de ella si somos capaces de volver a tocarla. Como ha destacado Juan Malpartida a propósito de otro libro de Gracq, esta novela «podría guardar alguna correspondencia con la pintura china: el paisaje habla más que los hombres». Imagino que el profesor de geografía Louis Poirier ayudaba en este aspecto al escritor Julien Gracq.
El viaje que el protagonista y sus amigos emprenden y la estancia en la ciudad sitiada suponen la libertad de espíritu. «El día naciente ha dejado de alumbrar caminos trillados», dice en un momento utilizando inconscientemente una expresión cercana a la de Parménides. La osadía que eso supone, hemos visto, la comparte Gracq con sus personajes. Somos aquello a que nos atrevemos, leo en Heidegger. Por eso se habla del mar, símbolo en Gracq de la inseguridad: «Uno se adentraba en aquel camino como quien se embarca en el mar».
El 2 de abril de 1980 Ernst Jünger anota en su diario: «Con los amigos de París vino Julien Gracq, que, tras la muerte de mi querido Marcel Jouhandeau, escribe la mejor prosa francesa». La admiración es mutua, porque Gracq había comprado en 1943 Sobre los acantilados de mármol y la había leído de un tirón sentado en un banco. La novela que comentamos no es ajena a la del también longevo alemán, como comprobará quien lea ambas.
El comentario de Jünger puede avalar el acierto de la editorial Nocturna al publicar a Gracq. Pero no es sólo eso. Sus responsables han sabido leer el interés actual por los antimodernos. Estos, al cuestionar la modernidad que era ya cuestionamiento, son vistos hoy como los más modernos de los modernos. La mejor novela francesa actual, lejos de la extravagancia o el capricho, tiene la sencillez expresiva y humilde de Echenoz o la prosa poética y exigente de Michon. Al mismo tiempo nos resultan cercanos escritores que parecían no haber colocado «su sillón en el sentido de la historia», en expresión de Camus. Eso explica la recuperación de figuras como Bloy o el propio Gracq. «Le creíamos anticuado –escribió Vila-Matas tras su muerte– y es el más moderno de todos, es el porvenir».