Otra de las ideas que aúnan estas novelas es la de frontera, la errancia o el exilio como una forma de pensar la literatura actual. De ahí que muchas veces quien narra sea un extranjero –como en la estética de McOndo– o alguien extraño al contexto donde transcurre la acción narrativa (v.g., Meruane, Luiselli, Harwicz y Herrera). Se trata entonces de la desaparición de la idea de límite o de su resemantización en novelas como las de Cárdenas, Luiselli, Meruane, Harwicz o Havilio, que dinamitan las fronteras entre el bien y el mal a causa de una «psicopolítica» atroz y de un comportamiento humano de violencia y sinsentido extremos. Asimismo, el concepto de frontera también se vincula con los espacios marginales, convertidos en centro (Havilio, Harwicz) o en representación de la barbarie de la urbe (Alarcón, Herrera, Wiener, Zambra). Pero si en el boom existía una dialéctica entre el ámbito de lo público y el de lo privado, el universo más representado en nuestro corpus se encierra en el espacio privado de la casa (Meruane, Zambra, Luiselli, Harwicz, Sanín, Havilio y Herrera) como en los relatos de McOndo; con la salvedad de que la cultura de masas ya no es medular sino todo lo contrario: afín a la alta cultura del boom y del Crack.

Otro eje es la noción de lenguaje como pertenencia: ¿Cómo están escritas estas ficciones? ¿Usan americanismos o el habla hispana se neutraliza sin fronteras? ¿Reproducen un lenguaje oral, jergas, o uno estetizado dirigido a un lector culto? Frente a la práctica de los dialectos nacionales del boom –y su creencia en el poder performativo de la palabra–, las novísimas novelas de ahora son obscenas, impuras y procaces y apenas incorporan terminologías locales (como McOndo). La excepción es Yuri Herrera, que fija su identidad literaria en la jerga oral mexicana, donde recrea un espacio enunciativo anclado en el imaginario cultural, político y social del narcotráfico; y Harwicz, que se vale de argentinismos en Matate, amor. Los colombianos Cárdenas y Sanín, el peruano Alarcón, los chilenos Zambra y Meruane, la mexicana Luiselli, y el argentino Havilio, por el contrario, despliegan un lenguaje muy literaturizado
–salpicado de algún americanismo que otro– y reproducen una lengua castellana normativa que diluye la identidad «latinoamericana» de la novela sobre la base lingüística, aunque la mayoría sitúa sus narraciones en sus países de origen. Wiener, sin embargo, habla de las ciudades que visita: Lima, Barcelona y París; Luiselli localiza su trama en Nueva York, donde reside; Meruane se refiere a Nueva York y a Chile; y Cárdenas y Alarcón dibujan un contexto latinoamericano que no remite a una incardinación concreta en sintonía con el Crack, cuyo afán estético universalizante
–como si fuese posible un sujeto universal no hegemónico o un sistema-mundo unívoco– se puede equiparar con la «literatura mundial» que algunos defienden. La pregunta ahora se precipita: ¿Acaso los novísimos se resisten a ser consumidos como «latinoamericanos», su identidad migrante los hace panhispánicos o usar el castellano neutro es el mejor modo de ser más leído / traducido?

En rigor, la relevancia que cobra el lenguaje en esta nómina de novelas es incontestable. Si a mediados del siglo pasado el experimentalismo pasaba por los celajes de la construcción narrativa, la producción novelística latinoamericana del siglo xxi pone el acento en la imposibilidad de un discurso plenamente articulado como los del boom. A la manera de los de McOndo, la estructura en Matate, amor, Los ingrávidos, Zumbido o Bonsái es fragmentada, episódica e inacabada, del mismo modo que el tiempo remite a un presente –el espacio por antonomasia de la incertidumbre– donde apenas hay referencias al futuro o al pasado (a excepción de la obra de Daniel Alarcón)[i]. Se tensiona la causalidad y la ficción parece avanzar por acumulación de imágenes y episodios cuyo sentido –siempre sustraído– posee sólo el protagonista o narrador de la historia: «Algo sucede más allá de los relatos y los ordena, pero ese “más allá” permanece incomprensible para el narrador» (Nemrava y De Rosso, 2014, 127) y para el lector. Característica que también se repite en las novelas con estructuras discursivas más tradicionales (Opendoor, Los niños, Sangre en los ojos, Sexografías y Trabajos del reino) donde asistimos a otro tipo de realismo, diferente al de Vargas Llosa o Fuentes (donde el virtuosismo literario además es latente), más cercano a las atmósferas fantasmáticas y absurdas de las primeras vanguardias del siglo xx (v.g., Macedonio Fernández, Martín Adán), o de escritores tan experimentales como Rulfo, Onetti o Saer. De algún modo es como si estas novelas no tuvieran un final (verdad), sino que sólo terminan. No generan contenido y entretenimiento –tal vez Alarcón sí–, sino formas abstractas e interrogantes que desacomodan al lector. Sobresalen en este punto Opendoor, Zumbido y Matate, amor con un lenguaje agramatical que expresa la angustia, la locura y la sensación de irrealidad de los protagonistas. Las tres obras coinciden en estéticas muy similares, que usan un lenguaje preciso, claro, desprovisto de retórica, desmetaforizado y autorreferencial. Esta práctica de una escritura desterritorializada y desafectiva redunda en el idiolecto –narración de la aporía comunicativa– y en los variados usos de la lengua según la clase social y el género: los dos grandes constructores de la identidad. Porque estos textos se definen también por una primera persona –por la pura subjetividad– que relata –confiesa– desde su experiencia íntima –de nuevo, McOndo–, como observamos también en Meruane, Luiselli, Cárdenas y Wiener. No hay que olvidar a este respecto el auge de la autoficción y del uso de los modos del diario íntimo desde los años noventa, práctica encarnada en Sexografías, donde memoria, (auto)ficción y diario se entrelazan hasta cuestionar la legitimidad de su consideración como novela[ii].

Existe además una focalización extrema en narradores no fiables que parecen no entender lo que les sucede, exhibir su ignorancia o incomprensión del mundo (Harwicz, Havilio, Luiselli, Cárdenas) o cuentan una historia pasada (Zambra, Wiener, Meruane), lo que pone en primer plano la erosión de los fundamentos de la comunicación y la existencia del estatuto de «verdad»: el mundo es signo despojado de significado, de sentido. Así la desconfianza en la confirmación de un hecho y la resignación como consecuencia de la imposibilidad del intercambio de experiencias –incluso de la dotación de un diagnóstico o saber para el lector– es prácticamente común –de una u otra forma– a todas estas novelas. La narración ya no tiene validez ni es provechosa para el aprendizaje y todo deviene en una cadena de acciones que producen imágenes visuales, que Ludmer habría de denominar «imaginarización de la lengua» (2010, 24). En efecto, estamos ante novelas producidas desde la transparencia verbal, el lenguaje directo, sencillo, veloz, sin apenas adjetivación. Hay que recordar que dentro de la literatura latinoamericana dicha vertiente coloquial comenzó a despuntar de nuevo en la década de los noventa, cuando apareció con fuerza esa tensión –imposible de resolver– entre ficción y relato factual. De ahí que se borren las fronteras entre ficción y documento, como en Sexografías, que recurre al periodismo –y a la crónica– para resolver esta problemática.

Por último, hay que destacar la singularidad de las poéticas de las escritoras de nuestro corpus desde una mirada de género. Las cinco vindican otras formas de erotismo y deseo –ya no ligadas al matrimonio, la procreación y la pasividad de antaño– que se transforman en espacio de cambio, de identidad y de libertad personal, para rechazar los roles impuestos por la sociedad patriarcal y heteronormada. Lo erótico en estas narraciones no es externo, sino subjetivo y ambiguo, no jerárquico ni normativo, a tal punto que se recurre a la locura como lugar de resistencia para desterritorializar la heterosexualidad y desestabilizar la sempiterna dialéctica ser loca / estar loca. E incluso se pone en tela de juicio la sacralización de la maternidad –salvo Wiener– y su papel coagulador en la vida de la mujer (v.g., Harwicz, Havilio y Sanín). 

MODOS DE PRODUCCIÓN Y CANALES DE CIRCULACIÓN

La transformación más acuciada en la literatura latinoamericana desde el boom hasta el siglo xxi no atañe a una nueva concepción del género novelístico –siempre proteico– sino a los cambios que se han dado en el mercado del libro a nivel internacional. Si en los sesenta los escritores que conocemos fueron publicados por casas –o más bien editores– autónomas, tanto españolas –Seix Barral– como latinoamericanas
–Sudamericana o Fondo de Cultura Económica–; en los noventa, el dominio casi absoluto de la industria está en manos de oligopolios como el grupo Planeta o Bertelsmann –que absorbió Alfaguara y Mondadori–, editoriales que se han hecho con los derechos de la mayoría de escritores latinoamericanos del boom y con aquellos consagrados o que han atesorado un gran capital simbólico. De esta forma, se va produciendo una paulatina «alfaguarización» de la literatura latinoamericana, cuyos resortes fundamentales son la mercadotecnia y el valor de cambio que termina homogeneizando los objetos y eliminando su riqueza diferencial.

[i] Como indica Corral, esta centralización en el presente es propia de la narrativa decimonónica, de la que se alejó la producción novelística del siglo xx. Pareciera que ahora, en el siglo xxi, hay una vuelta a los orígenes.

[ii] En mi opinión, se trata de un texto autoficcional, por ese motivo lo incluimos dentro de la categoría «novela», aunque también puede abordarse desde la memoria o la autobiografía.

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