Constantino Bértolo
¿Quiénes somos? 55 libros de la literatura española del siglo XX
Periférica, Madrid, 2021
183 páginas, 17.50 €
El título de este libro me intrigó aunque no conocía al autor. Su nombre me sonaba apenas, pero comencé a leerlo y he llegado al final, sin saber quiénes somos o quiénes son los españoles. A mi edad, que es la del autor de este ensayo, no debería hacerme ilusiones. He tenido que buscar en Wikipedia algunos de los escritores que estudia y a algunos de los citados. Aunque llevo años en España, mi historia es del otro lado del Atlántico. El libro comienza con un epígrafe de un profesor a quien, por lo que veo, le ha interesado mucho el marxismo. No es poca cosa. Dice así: «Qué o quién nos lee cuando leemos». Por algo lo habrá puesto Bértolo. Las estructuras o la historia, las costumbres e ideas nos leen, o tal vez alguien, un autor. ¿Quién o qué leerá a Constantino Bértolo? Confieso que la introducción me desconcertó. Juan Carlos Rodríguez, autor del epígrafe, piensa que la literatura es «una manera de decir yo soy», y Bértolo entiende que la «literatura es una de las herramientas que la sociedad utiliza para construir su identidad, un espejo semántico en el que mirarse y reconocerse». Es cierto que en alguna medida eso fue la épica; el poema homérico, por ejemplo. Eran pocos y podían recitarse al anochecer los asuntos de Troya o el periplo de Ulises. Es dudoso que un poeta o un novelista escriba para decir yo soy. Al menos, no después de los veinte años, aunque todo lo que hacemos nos afirme en alguna medida. ¿Homero escribió para decir yo soy? ¿Quién fue Homero? ¿Quién Shakespeare? Si la sociedad convierte en herramienta la obra literaria, esta será un instrumento. ¿Cuál es esa realidad que llamamos sociedad y construye su identidad con la obra de Cernuda o Guillén? ¿Quién sabe de memoria sus poemas o incluso de los poemas de Antonio Machado no cantados por Serrat? ¿Quién lee poesía? ¿Solo ellos son la herramienta de la sociedad que construye su identidad? ¿Es la poesía un «espejo semántico en el que mirarse»? La semántica atiende a los significados del lenguaje, pero ¿qué ocurre con lo simbólico, con la forma y todos los demás elementos estéticos? Me froté los ojos. Bértolo está interesado en la capacidad de ciertos libros «para intervenir directamente no en la realidad histórica sino en su relato, en la narración que subyace a modo de subjetividad colectiva en toda comunidad». Por lo tanto, se dispone a establecer una «conversación dialéctica», lo que no quiere decir que sea un diálogo con otros lectores porque esta dialéctica que menciona, la «confrontación entre tesis y antítesis que protagonizan de modo alternativo cada una de esas narraciones, da lugar a una síntesis dinámica». Este es el modo hegeliano, la negatividad del pensamiento, que dio como resultado un frenesí abstracto, es decir, que la literatura es una herramienta para hacer de la narración que subyace a la subjetividad colectiva (sea lo que sea esto) una búsqueda sintética por superación, no por aceptación de las contradicciones de lo real (su subjetividad y la mía, que significan individualidad). La literatura es para Bértolo un espejo –idea de Stendhal– «en continua evolución y transformación». No es lo mismo el espejo Quevedo que el espejo Baroja. El libro espejo refleja, de esta o aquella manera, su tiempo, y la sociedad se ve en él y, con agrado o inquietud, se reconoce: al fin y al cabo, soy yo, somos nosotros. Nuestro autor considera que «la literatura es un servicio público, un arte con vocación de intervenir en la esfera pública democrática». Bendito sea Dios. Yo no he escrito nunca un poema ni una novela, pero ¿me pondría a escribir una obra con conciencia de «servicio público»? ¿El joven poeta que escribió Don de la ebriedad, Claudio Rodríguez, sentía que era un acto de servicio público y que esa necesidad de expresarse –luego de ser– se identificaba con una «vocación de intervenir en la esfera pública democrática»? ¿Ezra Pound, que era un raro fascista, se pensó o sintió así? No lo creo, pero tal vez no cuenten para nuestro autor, porque él ya nos ha dicho que su modo es dialéctico, va a por la síntesis que se renueva, una revolución continua o pendiente.
Este libro está formado por cincuenta y cinco pequeños comentarios de otras tantas obras españolas del siglo xx, en español. ¿Por qué? Bueno, por algún lado hay que cortar el espejo, y este es de medio cuerpo. Que has escrito en catalán y te llamas Josep Pla, pues te quedas fuera de este intento de comprender qué es España y la sociedad española que se mira en su obra. O qué sea la literatura. Yo, como soy rioplatense, supongo que tengo que conformarme con ser un espectador de estos espejos y sus historias. Una sociedad reconoce su identidad en su literatura –¿qué ocurrirá si uno lee con fascinación literatura china o rusa?– y a la vez la subvierte incidiendo, con la mencionada vocación, en la esfera democrática. Pero estas breves notas, que a veces son impresionistas y van de un párrafo pretendidamente conceptual a cierres con frases tipo «No se lo pierdan», aspiran a ser un ensayo sobre el entendimiento y el sentido de esa larga pregunta sobre lo que llamamos literatura. Y ello dedicando dos o tres páginas a cada autor, y queriendo ignorar que han existido Valéry, T. S. Eliot, Northrop Frye, Marcel Brion, George Steiner, Auerbach, Borges…
El libro comienza con Azorín y termina con Julián Rodríguez, es decir, se inicia con el siglo xx y acaba al principio del xxi. Muchos de los autores o de las obras elegidas –una por autor– son olvidables o están olvidadas, con lo cual se viene abajo, si alguna vez estuvo arriba, la idea de espejo y voluntad social de reconocimiento, identidad, etcétera. ¿Quién ha leído Évame de Carlos Oroza o El grito inútil de Ángela Figuera o Las pistolas de Félix Rotaeta o Días de llamas de Juan Iturralde o El tintero de Carlos Muñiz o Los enanos de Concha Alós o La mina de Armando López Salinas? No niego la pertinencia de un estudio de estas obras y su recepción, pero ¿qué espejo es este en el que el autor quiere ver a la España del siglo pasado? Un pequeño manojo de conceptos se repite desde el comienzo: revolución, lucha de clases, plusvalía, clase obrera. Aunque obviamente historicista –vía el marxismo–, Bértolo no siempre da las fechas de publicación de los libros que comenta, y no es igual que un libro se publique en 1912 o 1924. Ha elegido generalmente novelas pero también a poetas y uno que otro ensayo. Veamos solo algunos momentos, a ver si pueden arrojar cierto entendimiento sobre el sentido de la literatura, y de la historia, claro. Me extraña que hablando de Campos de Castilla de Machado, con los intérpretes que ha tenido, cite solo a Olvido García Valdés, «también poeta, y de las grandes». Este tipo de expresiones delata un cierto provincianismo, de guiño a la platea o al Whatsapp. Cita unos versos de Machado, describe la Castilla que pintó el poeta y se despide diciendo que esa Castilla ya no existe, que en realidad fue un mito y que, aunque hay quienes piensan que la poesía de Machado es aburrida, el aburrimiento «es el lugar del que para salir hay que ser capaz de imaginar». Sigamos. No sé por qué en el espacio dedicado a Juan Ramón Jiménez sentencia que «toda antología es la foto fija de un largo camino sin vuelta de hoja». Hay muchas frases así en este libro –del que acabo de escuchar en la radio que es la obra de uno de nuestros mejores críticos y editores–. Una antología es el resultado de la elección parcial de un material previo. Obsesionado por los espejos y los caminos, Bértolo la ve como una foto fija. El caso es que todos hacemos antologías: de músicas, de instantes, de libros. Su libro es una antología. El camino no se da nunca entero. Tras citar este y aquel verso nos revela que la poesía española no sería la misma «si no hubiese pasado por su voz», una frase de manual de bachiller. Llegamos a La deshumanización del arte de Ortega y encontramos más chicha, porque ahí ve que el pensador madrileño, según él, trató de «tranquilizar a la aristocracia del espíritu». Piensa Bértolo que Ortega defendía la eliminación de los elementos humanos, pasionales, propios de la tradición romántica, de la obra literaria, apostando por el concepto de autonomía del arte, es decir, por la nueva sensibilidad del arte vanguardista que había desplazado su atención hacia el lenguaje y la forma. Sospecha de las «instancias legisladoras sobre qué es arte», vale decir de las intenciones del filósofo, al que considera opuesto al realismo. Me sorprende que no vea que ese libro trató de comprender el arte de vanguardia, de definirlo, y, para ello, observó cómo en el xix hay una tensión no siempre resuelta entre las pasiones y las formas, como la hubo en el expresionismo. No, Ortega no estaba a favor de ese «arte deshumanizado». Él mismo dice que no pretende «ensalzar esta manera nueva de arte, y menos denigrar la usada en el último siglo. Me limito a filiarlas». Y al final del libro remacha: «Se dirá que el arte no ha producido hasta ahora nada que merezca la pena, y yo ando muy cerca de pensar lo mismo». Señala Ortega que tal vez haya otro camino para el arte «que no sea este deshumanizador ni reitere las vías usadas y abusadas». Bértolo ha leído con prejuicio a Ortega. Lo ha leído mal. Para colmo lo opone a El nuevo romanticismo, de José Díaz Fernández. Si en el texto de Ortega se propiciaba una literatura de vanguardia «deshumanizada», afirma Bértolo con tozudez, Fernández busca, según nuestro autor, «eso que las masas aportan, la revolución», algo que encarna en la novela El blocao, incardinada en el espíritu de los escritores revolucionarios rusos.
Constantino Bértolo hace que Lorca escriba en Poeta en Nueva York «contra la dictadura del trabajo asalariado» –leer para creer–; nos enseña con Joaquín Arderíus que «narrar, imaginar, consiste en ordenar, legislar sobre escenas y palabras a fin de transmitir lo que se quiere contar». Como ven, tiene muy claro lo que debe ser la literatura: «un servicio público». ¿Cervantes tenía muy claro lo que quería contar en el Quijote? El centro de este libro es, en realidad, la Guerra Civil y dos bandos, la derecha y la izquierda, y de esta última, la revolucionaria, que es la verdadera. Afirma Bértolo que la guerra española fue civil y revolucionaria. Parece querer decir que el Partido Comunista, apenas existente en la República, quiso hacer la revolución, no defender la democracia, ¿no? Al fin y al cabo, la república es parlamentaria, la representación se debe a los votos y, por lo tanto, puede legislar un partido conservador sin dejar de ser república. La república no es sinónimo de revolución, de dictadura del proletariado, del fin de la propiedad privada, de que el empresario no sea el dueño de la plusvalía, que es el grueso de lo que a Bértolo parece preocuparle en su propuesta de lectura de la literatura española del siglo xx. No me extiendo más porque las citas podrían ser crueles y, finalmente, este libro no es sino un conjunto caprichoso y pretencioso que se apoya en la vieja visión de la historia del marxismo revolucionario. Entre los nombres que no conocía está el de Belén Gopegui, a quien dedica un capítulo. No lo hay sobre Torrente Ballester, Muñoz Molina, Vila-Matas, José Ángel Valente, Dámaso Alonso, Claudio Rodríguez, Luis Cernuda, Almudena Grandes, etcétera. ¿Quiénes somos? ¿Quién es? En fin, busco en internet y resulta que la novelista Gopegui, que mi ignorancia argentina obviaba, es su esposa…