Fernanda Melchor
Páradais
Literatura Random House
160 páginas
POR EDUARDO RUIZ SOSA

En apariencia adormecidos por el alcohol, o bien despertados por la borrachera que parece revelar los deseos y los impulsos viscerales, los personajes que protagonizan Páradais, la tercera novela de Fernanda Melchor (Veracruz, 1982), se enfrascan en la materialización de una pesadilla que, disfrazada de albedrío o rebeldía, termina por condenarlos. En esto no hay misterio: la trama del libro es sencilla, y uno no ha de esperar revelaciones ni giros sorprendentes ni grandes procesos reflexivos ni una estructura compleja que enrede las voces. Se trata de un libro crudo, directo, inclemente. 

Las tres partes que conforman el relato, largos párrafos de aliento coloquial en una suerte de monólogo interno confesional, dan cuenta de un episodio concreto: Polo, un joven que trabaja como jardinero en una urbanización de lujo, traba amistad con Franco, que vive en el conjunto residencial y que comparte con el primero, pero en códigos diferentes, la inadaptación, la alienación, el enajenamiento que los reúne a la orilla de un río que corre en las cercanías donde beben cualquier tipo de alcohol que pueda evadirlos de sus respectivos contextos: la pobreza, la carencia, la imposibilidad de imaginar un futuro, en el caso de Polo; la opulencia, el fracaso y el aburrimiento, en el caso de Franco, y que los lleva, en última instancia, a la burda planeación de un crimen.

Los personajes se ofrecen solamente como aquello que hacen, y poco hay de la hondura de sus motivaciones, o de sus mundos interiores. Quizá eso es lo que más echo en falta en Páradais: el lenguaje coloquial vigoriza el estado de ánimo casi siempre alterado de Polo, pero levanta una barrera que impide percibir algo más allá, algo más profundo en la esencia, en el ser de los personajes, y aunque el panorama se dibuja, aunque el tedio y el agobio y la falta de oportunidades están presentes, el latigazo del discurso (en ocasiones mejor logrado, en otras un tanto repetitivo) termina por nublar la mirada y ofrecernos, casi, solo superficie. Un relato cuyo único sustento es la desnuda relación de los hechos. 

La desesperación de Polo se aferra al recuerdo de dos personajes secundarios cuyo relato pasa fugaz por las páginas de Páradais: el abuelo, un hombre que murió atado a una cama, enloquecido por el alcohol, sin poder cumplir la promesa de construir junto al nieto una barca que se ofrecía como la única posibilidad de libertad; y Milton, el primo de Polo, la figura tutelar que crece después de la muerte del abuelo. De la historia de Milton sabemos un poco más: la incursión forzada en el sicariato, el cártel que es dueño de todo, la prosperidad económica a costa de la vida a salto de mata, el barato precio de la muerte. En ambos personajes se percibe un relato que no se desarrolla en todo su potencial y que se corta de forma abrupta para seguir con los soliloquios de Polo. Quizá son dos puntos de fuga que habrían dado un panorama más amplio al relato, más allá del crimen pormenorizado. 

Hay, no obstante, pasajes donde la prosa logra algunos momentos intensos. Sobre todo cuando la naturaleza se convierte en un símbolo de todo aquello que abruma a Polo: el río, la humedad, la exuberancia del paisaje encarnado en los árboles y las plantas que parecen perseguirlo y enraizarlo en ese estado del que quiere escapar, y la constante transformación de aquello que estando vivo no puede permanecer quieto, sino que se expande y lo coloniza todo. Ahí es, me parece, donde el texto ofrece algo más que el mero recuento de hechos y encuentra un peso poético de elogiable intensidad. 

Es inevitable comparar este libro con la estupenda novela anterior, Temporada de huracanes (2017), pero la comparación es injusta y quizá Páradais salga perdiendo, sobre todo en lo que se refiere a estructura, lenguaje y desarrollo de los personajes. Sí logra, me parece, plantear una serie de cuestionamientos interesantes sobre nuestra capacidad de simpatizar con determinados personajes: en Temporada de huracanes, a pesar de los terribles actos que cometen los protagonistas, podemos percibir con intensidad su pasado herido, ahí donde primero fueron víctimas, y buscamos, donde sea posible a lo largo de la novela, esos breves pero luminosos momentos en los que la redención, la escapatoria definitiva, la salvación, podrían ser posibles. Establecemos un vínculo con esos personajes porque reconocemos que el presente en el que ejercen la violencia proviene de un pasado en el que la violencia los transformó. 

Los personajes de Páradais, en cambio, tanto Franco, con su desbordado deseo de posesión y usufructo de los otros, como Polo, con su desprecio y su retahíla de quejas y recriminaciones, no logran despertar una simpatía que nos aproxime a ellos y nos lleve a entender que, en muchas formas, ambos son víctimas también de una violencia orgánica y una alienación aniquiladora. Ese es el difícil reto al que nos enfrenta la autora: comprender aquello que parece monstruoso.

Es por eso creo que el reclamo más interesante del libro es el que emerge con respecto a la forma en que percibimos la perorata de Polo, su odio arrojado hacia los ricos habitantes de la urbanización, su constante repudio por todos ellos y por los otros trabajadores, su rencor dirigido a la madre, al abuelo muerto, a la prima socarrona, al primo admirado y que, como el resto de sus familiares, lo ha abandonado: Polo desprecia todo y a todos, y se aferra a la idea de una libertad que se desvanece al conseguirla. Su queja patética, intento de justificación de sus actos, no logra en nosotros el descargo que pretende. Ese patetismo, en primera instancia, nos aleja de la reflexión honda sobre el personaje y, luego, nos obliga a pensarlo dos veces: no hay un verdugo individual en la vida de Polo, su tragedia es el resultado de un proceso sistémico de exterminio, un Estado, un sistema político, social y cultural que, sin que el propio Polo nos lo diga, lo considera un “daño colateral”, una suerte de residuo cuyo destino es ser consumido. 

Parece que una cierta función dramática de Páradais no es del todo ajena a Crimen y castigo: un rencor crece en el individuo orillado a la soledad y la pobreza, y el hecho criminal es casi una vindicación. Una de las notables diferencias es que en Páradais el crimen no es idea de Polo, el alienado pobre, sino de Franco, el aburrido rico, lo que mantiene al primero en su estatuto de carne de cañón, de instrumento de los otros. Por eso, tal vez, porque Polo es arrastrado por aquello que detesta y no parece ejercer ningún tipo de voluntad, se nos muestra como un personaje odioso, débil, que intenta culpar a los demás de su mal agüero. 

Cómo nos relacionamos con los otros es, esencialmente, la interpelación que busca Páradais. ¿Simpatizamos con ellos porque compartimos la antipatía por el evidente verdugo, en esa escala de negros y blancos que nos facilita cualquier juicio ético o moral?, ¿o lo hacemos porque de verdad tenemos la facultad de establecer un lazo capaz de incluir a aquellos que, como Polo, parecen representar la maldad sin sentido, los mal llamados “juguetes rotos” del capitalismo? Las numerosas hordas de sicarios en México están compuestas de personajes como Polo, que también son víctimas, que pasan de ser el residuo de un sistema económico “legalizado” al de uno “ilegalizado”. Quizá nunca logremos un entendimiento completo de esa violencia si no dejamos de ver a esos miles de muchachos como lo que realmente son: rehenes de todos los sistemas posibles de opresión.

Páradais puede ser un libro imperfecto, acaso como todos los libros, pero entraña un planteamiento que me resulta indispensable: el sistema que consume el futuro de tantos quiere convencernos de que los consumidos son monstruos de cepa que no merecen compasión o comprensión.