Eduardo Lalo
Los países invisibles
Fórcola, Madrid, 2016
148 páginas, 16.50 €
Es éste un libro que se quiere sujeto a lucidez. Para ello el autor ha establecido como leitmotiv el recurso a la categoría, recurso muy querido por los filósofos desde tiempos remotos, vale decir, los conceptos clave de que se valen para descifrar el mundo; desde las diez categorías de Aristóteles a las seis de Leibniz pasando por las doce de Kant, cuatro fundamentales: cantidad, cualidad, relación y modalidad, y dentro de cada una de estas, tres subordinadas. Es evidente que cuantas menos categorías se establezcan, más abstracta se torna la cuestión… Y más difícil de incluir matices. Llama la atención, y en esto parece que Eduado Lalo (Cuba, 1960) sigue la tradición, que en los ensayos literarios las categorías se establezcan de modo binario. Así, se me ocurre, a botepronto, la distinción entre prolíficos y devoradores en William Blake, entre arcádicos y utópicos de La mano del teñidor de W.H. Auden; los conceptos de erizo y zorro de Arquíloco de los que tan buen uso hizo Isaiah Berlin y, desde luego, la magnífica distinción entre escritores gruesos y delgados de Tomasi de Lampedusa en sus ensayos literarios sobre Dante y Stendhal. Aparte, por lo que tiene de espectacular, el hermoso, inteligente y casi valeryano juego que nos propuso Michel Tournier en Le miroir des idées, donde –gracias a ese método binario de contrastes: hombre y mujer, ser y nada, caballo y toro, sauce y aliso, gato y perro, caza y pesca…– comienza desdibujarse la condición de blanco y negro para entrar en la gama de los grises, del matiz. Tournier lo consigue bajando a la concreción de las cosas del mundo y estableciendo esas categorías a partir de hechos culturales ya dados, como, por ejemplo, la distinción entre infancia y adolescencia o el de cuchara y tenedor. Pues bien, en Los paises invisibles, Lalo traslada este método binario a trazar una explicación entre lo que es visible e invisible en el mundo de hoy. El resultado es un libro de lucidez casi obligada y de interés inusitado, pues quiere establecer las nuevas invisibilidades (y sin tener en cuenta las que han sucedido desde que Roma mandó al mundo de los espectros especulativos las culturas célticas y cartaginesa, la sal esparcida en las ruinas como metáfora de la desmemoria, el tradicional Hic sunt leones con que se aludían las tierras incógnitas o, más recientemente, el desprecio de los nativos por parte de los imperialismos europeos), otro modo de invisibilidad y origen de esa nueva invisibilidad con la que se enfrenta Eduardo Lalo en este libro, consecuencia obligada de aquella actitud erradicada apenas en los años cincuenta del siglo xx.
Los paises invisibles es libro delgado pero denso, y se presenta dividido en tres partes: «El viaje», «La carretera número 3» y «El experimento», vale decir, es libro confesional pero donde se mezcla hábilmente el ensayo y la memoria personal, la cita culta, desde los cínicos a Sloterdijk pasando por Michel Onfray o Bracht Branham, estudioso de prestigio de esa escuela filosófica, también Roberto Bolaño o la reflexión sobre el significado de la travesía de Ulises e Ítaca como patria visible. La cita a textos de Sloterdijk o Branham es cuestión de coherencia, pues la invisibilidad del mundo actual sólo halla apoyo, punto en que refugiarse y tomar conciencia, desde el rótulo de una nueva sensibilidad cínica, de lo que puede significar ser mendigo hoy día o habitar en países mendigos, que para Eduardo Lalo se encarna en sitios como Puerto Rico, donde habita con su mujer e hijos y paisaje con el que construye casi una metafísica paradójica de la invisibilidad. El libro de Sloderdijk Crítica de la razón cínica se presenta, pues, como esencial para entender cierta conformidad que recorre el libro, pero hay que decir que, por fortuna, es éste un texto literario, es una suerte de diario descarnado, donde lo que se piensa siempre adquiere su pleno significado en lo que se experimenta, en la vida, de la que este libro es también un canto. La reflexión teórica sirve, así, de apoyo a lo que se experimenta, es como si dijéramos que la cita culta es la excusa de justificación que un escritor tiene para conformar una sensibilidad que, en principio, surge como herida más profunda que un mero reconocimiento teórico.
La primera parte, «El viaje», comienza con el autor recorriendo las calles de Londres el verano de 2005, una ciudad que ha ayudado sobremanera a acuñar lo que es centro, ya saben, aquello de Londres-París-Nueva York, fantasmagoría que el escritor Stephen Vizinczey aconsejaba evitar para todo aquel que quisiera ser un artista genuino, desde que se constituyó como capital de uno de los grandes imperios de la Historia. Pero al contrario que la señora Dalloway, que no pensaba en tamaños problemas sino en cuestiones más arduas y urgentes cuando flaneaba por sus calles, imaginando incluso un Londres que fuera ya polvo y ruina, Lalo visita la ciudad que ya había visto años atrás y detecta invisibilidades dentro de uno de los grandes centros de la visibilidad: «Viajo, por primera vez en muchos años, para comprobar que casi todo queda ya en mi ciudad; que casi todo (que cada vez es menos: menos objetos, palabras, conceptos) queda en cualquier sitio. El viaje comienza a ser imposible. Lo visible, que es lo que ha sido globalizado, crea un suburbio de dimensiones planetarias. El gueto y la urbanización universales han impuesto su moda, su trend efímero y banalmente catastrófico. El contenido del mundo, la posibilidad de ver algo, queda rezagada. Acaso sólo quede ver a los países invisibles. Es posible que en ellos se pueda encontrar una de las pocas vías a una frontera. O, tristemente, ya no quede nada, sino la copia ruin del original arruinado». Ese detectar invisibilidades dentro de lo visible es uno de los hallazgos sagaces de este libro, al igual que el apoyo que la escritura para exorcizar el fantasma de la invisibilidad. Londres, la ciudad centro, cede, luego, el lugar a Venecia, ciudad fantasmal por excelencia y que el turismo, por exceso de visibilidad, ha convertido en invisible. Para volver a la realidad, huir de esa fantasmagoría a lo Disney, Lalo visita ciudades del interior como Padua, o Mestre, la ciudad industrial del Véneto que le sirve, debido a su bajo coste, de refugio cuando tiene que desplazarse a Venecia, la cual se encuentra a pocos kilómetros. La invisibilidad de Venecia tiene que ver con su éxito, éxito falso y con consecuencias aún no ponderadas. Decidió venderse, como siempre hizo esta ciudad comercial, por otro lado, salvo que esa prostitución parece ahora irreversible, otro modo de aniquilación no menos terrible que la de aquel Napoleón destruyendo la Serenísima: «Me topo en Venecia… con los acumuladores de ciudades, con los plusmarquistas de monumentos. Poco importa si se trata de Praga, Egipto o Buenos Aires. Lo crucial es haber dedicado unos minutos a la comprobación de la existencia de la Gran Pirámide o la tumba de Gardel. Lo que importa es que la luz de estos sitios haya penetrado por el cristalino de sus bolas oculares y que por unos minutos comprueben lo evidente: que eso que habían visto tantas veces (en reportajes, libros, etcétera) continúa en su lugar… Estos son los que también han destruido Venecia. Para ellos vive la ciudad desde que decidió venderse».
Luego Madrid y Valencia, dos ciudades españolas que significan mucho para el autor. Madrid le hace revivir la ciudad terrible en la que vivió unos meses, en los 80, sus amigos muertos por la droga, el recuerdo de Carmen Martín Gaite, su amiga, que le ayudó proporcionándole alguna traducción y colaboración en Cuadernos Hispanoamericanos y la pobreza, sobre todo la pobreza, pero Lalo en esa evocación, y es lo que nos interesa aquí, contrasta aquel Madrid casi difuminado en su memoria y en el paisaje visible del mundo de aquellos años con el Madrid de 2005, que es ciudad muy cambiada, visible, aunque esa visibilidad se vea sospechosamente empañada por su vocación de ciudad de nuevos ricos. Algo que se confirma en la visita a Valencia, donde los párrafos que dedica a la presentación de un libro de promoción turística de la ciudad son casi crueles por su veracidad: «Al final, cuando se han ido las cámaras y los funcionarios sacan los paquetes de tabaco y beben cerveza, comento a unos amigos que me siento tan ajeno a lo que me rodea que me siento casi en casa». La paradoja de la invisibilidad en el mundo visible, sensación de la que ya dio cuenta en los días de Londres.
Eduardo Lalo vive en San Juan. Allí se establece el escenario de «La carretera número 3», una pista llena de objetos invisibles en una ciudad invisible que es capital de un país invisible. Estas páginas están llenas de una sensibilidad más apegada a lo íntimo que el diario europeo y trata de la familia, de las comidas en establecimientos propios de la invisibilidad y de cachivaches y personas invisibles. Son páginas de dilatada melancolía y donde da cuenta de una realidad que quiere exorcizar mediante el ejercicio dominado de un cinismo de nuevo cuño. Así, experimenta una extraña sensación cuando él, comprador de libros, decide no comprar más, algo que por otra parte es casi obligado porque no tiene dinero para ello. Aún así, la tentación es larga y termina comprando alguno, de saldo y esperado largo tiempo, lo que apenas disfraza su satisfacción. De nuevo la paradoja envuelta en contradicción. La última sección es un ejercicio consciente de exorcizar esa invisibilidad gracias al ejercicio de la escritura. Y, de nuevo, la consciente puesta a punto de la postura cínica. El libro finaliza con una frase brillante pero tremenda: «Nadie puede reconocerme. Literalmente, cualquiera podría mirar a través de mi cuerpo. Nadie, nada, fin de lo que no se conoce ni interesa. La invisibilidad misma. Pero al llegar a estas páginas el mundo ya no podrá ser el mismo».
Considero Los países invisibles como la consecuencia, en nuestros días, del desarraigo de los tiempos idos del que tantos escritores han dado cumplidos y felices hallazgos. Hay un libro, ya clásico, de ese desarraigo y que trata la invisibilidad sin asomo de describir el concepto con la acepción que le da Lalo. Se trata de Una zona de oscuridad. El descubrimiento de la India, que V. S. Naipaul publicó a principios de los sesenta, a pocos años de la independencia de la India. Es un libro muy crítico con lo que ve en el país, un país invisible pero invisible por él mismo, sumido en el caos por mor de la concepción de las castas, que el Gita elevó a categoría moral, y que Naipaul cree es el origen de la decadencia ancestral del país, al que sólo la dominación mongol y, luego, la británica, al poner orden en el caos, frenaron en su estrepitosa caída. Naipaul, siempre agudo, piensa que el estadista que mejor conocía la India, por ser emigrante desde Sudáfrica, fue Gandhi, y que este hombre es el paradigma del malentendido indio, pues fue elevado a los altares cuando no se entendió una pizca de lo que transmitió. Naipaul es escritor cruel y en extremo inteligente, su libro de viajes a África deja casi pequeño al de la India, pero es pertinente traerlo a colación por su extremada lucidez y porque en su problemática de hombre nacido en Trinidad pero de emigrantes indios, en el fondo trata de su propia invisibilidad, que sólo salvó, ¿salvó?, escribiendo ese libro, siendo Premio Nobel y sancionado con el título de Sir por la Reina. Eduardo Lalo no es escritor cruel, pero es consciente de su invisibilidad de otra manera, ya que el centro no presupone ya visibilidad, a no ser en ciertos guetos privilegiados.
Los países invisibles es uno de los ensayos escritos en español donde se abordan cuestiones fundamentales de nuestro tiempo. Cierto. Pero es, sobre todo, un hermoso libro de confesiones. La salvación, su querencia, se esconde tras cada página. ¿Quién puede negarse a tamaña ofrenda?