Camila Cañeque
La última frase
La uÑa roTa
136 páginas
POR MARTA ROJO CERVERA

El porqué de la fascinación, de la obsesión, de la culpa, del deber, de la misión. La frase final de La desheredada, de Benito Pérez Galdós, esa promesa de comprensión, no se refiere al fetichismo de Camila Cañeque por las últimas frases de los libros, pero si algo queda claro en La última frase (La uÑa roTa) es que, despojadas de sus entornos, las frases finales ganan nuevos sentidos. El libro es, ante todo, una inmersión en el fetichismo de los finales, una explicación para una búsqueda, un canto de amor a las palabras per se. También tiene ecos de danza y de teatro, de la performance que también practicó la autora. Y el lector ya lo entenderá más adelante, como promete Galdós, pero todo empieza con un porqué.

Por qué. Porque «el mayor encanto de empezar una novela es saber que termina». Y por eso, Cañeque empezó muy pronto a abrir los libros por el final, a leer las últimas frases antes que las primeras, a fotografiarlas y a apuntarlas, «cuerpos textuales posando al borde de un precipicio». De ese salto al vacío nació la fascinación de la autora, el convencimiento de que todo lo leído se proyecta, «como todo lo vivo», hacia el final.

La última frase es un libro confesional, pura literatura fragmentaria y autobiográfica, rozando la poética. Con la disección de «un cavar inútil, sin fondo, en una búsqueda compulsiva que, aunque se centraba en los finales, no tenía fin», el libro se aleja del ensayo cultural al uso y de la metaliteratura «de curiosidades» y desnuda las fases de una obsesión que, como los finales, tiene algo de amenazante. Las señales de alerta comienzan, para la propia Cañeque, por la sistematización y catalogación extrema. La autora cree comprender que «los finales, felices o infelices, abiertos o cerrados, se parecían unos a otros». Un catálogo hecho de adioses etiquetados: lluvia, nieve, mar, playa, irse, volver, la cama, sonido, pregunta, respuesta. «Me refugiaba en la comodidad de los índices», admite. Pero la frustración la lleva al fetichismo de la búsqueda permanentemente insatisfecha, a «una prisión hecha de puertas de salida». «Un entierro hecho de entierros, una despedida de despedidas».

Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.

Los finales están vivos. No encajan en rígidas categorías y por eso Cañeque hace poesía de las frases de cierre, «orgías de finales», esa fiesta en el centro del vacío con la que termina un poema de Roberto Juarroz. Cañeque no solo entremezcla 452 últimas frases con sus propias palabras, también las libera de su mochila para que puedan armar nuevos sentidos. El libro -juguetón, con la misma extensión que el soliloquio final de Molly Bloom en el Ulises de Joyce- es un homenaje a la «independencia del trozo» que sirve para que la autora exponga sus conclusiones.

La primera, que los finales son necesarios o, al menos, inapelables: «La anarquía total del texto es inviable, no funciona». La novela hace lo que puede por modernizarse pero «sigue reinando el final».

La segunda, que la frase final convierte la obra en obra: «La obra muere, queda terminada, determinada y es entonces cuando nace». La novela nace cuando se cierra, cuando «lo provisional se vuelve definitivo».

La tercera, que la obsesión pavorosa por el final, por el «instante irreversible», es intrínsecamente humana.

Una muerte más sutil se prepara.

Cañeque es consciente de que, en la vida y en la literatura, todo se encamina hacia el final, a veces poco a poco, como en esa última frase de El niño criminal, de Jean Genet. También lo hace su propia obsesión. La autora cuenta que pasó unas vacaciones de verano en la terminal de salidas del aeropuerto de Barcelona, viendo despedidas. También narra sus visitas al cementerio parisino de Père-Lachaise, donde se quedaba fascinada por los entierros: «Se producía una transferencia de algo, una sensación de triunfo por seguir formando parte del bando de los vivos. Era una superviviente». Pero todo se encamina hacia el final. En la solapa del libro, la biografía de Cañeque contiene, a su vez, su última frase: «Falleció de muerte súbita mientras dormía, muy poco antes de publicarse La última frase, su primer libro».

«La última frase es la antesala de la noche del libro, una envolvente magic hour situada antes de lo que viene después, que será ilegible y donde no habrá rastro de luz». Después de la frase final, del instante irreversible, «el lector penetra en la oscuridad del no libro» y, después, no hay más.