Anelio Rodríguez Concepción
Historia ilustrada del mundo
Pre-Textos, Valencia, 2017
188 páginas, 15.60 €
La irrupción de la antropología moderna, con Lévi-Strauss a la cabeza, se hizo de diversos discursos para abordar cualquier tipo de circunstancia humana. Uno de ellos, aplicado a las realidades actuales y no a poblaciones que en el siglo xx pudieran mantenerse en la Edad de Piedra, llevó el nombre francés de récit de vie, que en traducción no tan afortunada podría equivaler a relato de vida. Pues, como primera impresión, he pensado en este término al leer esta Historia ilustrada del mundo de Anelio Rodríguez Concepción. Relato de vida, sí, pero mucho más que eso. Bajo este concepto, desde mediados del siglo pasado, comenzaron a escribirse y publicarse una serie de libros que, sobre todo en América Latina, retrataban episodios de vida desconocidos. El mexicano Ricardo Pozas, por ejemplo, nos reveló la historia de Juan Pérez Jolote, un representante de la etnia tzotzil que prácticamente fue el último hablante de una cultura que se extinguía. Luego el norteamericano Oscar Lewis nos revelaba en Los hijos de Sánchez la historia íntima de una familia mexicana de bajos recursos, extraviada entre la tradición y la modernidad. Más tarde, con libros como Cimarrón y Gallego, el cubano Miguel Barnet se remonta, primero, a períodos en que todavía existía la esclavitud en Cuba y, segundo, a la ola migratoria de gallegos que llegaron a la isla en los albores del siglo pasado.
Todos estos libros pueden leerse, repito, en nomenclatura antropológica, como relatos de vida, y ciertamente si ampliamos la mira el de Rodríguez Concepción también lo podría ser, pero no por afinidad genérica, que finalmente no la tiene, sino por expreso y transparente contenido. Historia ilustrada del mundo, sin duda, es, por un lado, un relato o cuerpo de relatos que, por el otro, trata de la vida o de unas vidas. Primer dilema o logro de este libro: su desfachatez genérica o, mejor dicho, su desenvoltura frente a los preceptos o corsés narrativos. No es una novela, tampoco lo que los franceses han dado por llamar una nouvelle, tampoco un libro de relatos, tampoco un conjunto de crónicas. Es un libro que discurre libremente por unos rostros, unos cuerpos, unos gestos. ¿Álbum de familia? Algo tiene de éste, aunque las fotografías se dispongan de manera caprichosa y las leyendas superen las imágenes. Los retratos son el accidente, o el pretexto, para escribir. Unos recuerdos se organizan en función de un chispazo, que viene dado por la imagen, pero luego la imagen queda sepultada por una escritura tórrida, abarcante, que es lo que nos queda de todo. Hay un aliento cosmogónico en todo esto: como si la invención del mundo (del mundo de Anelio) fuese un universo cerrado, propio, que se bastara a sí mismo. Me temo que los referentes de este libro, por más emotividad que haya, son trampolines para una hazaña mayor: la creación de una condición narrativa, de una verdadera narratividad que no cesa. Todo es molido por una apetencia que sólo quiere reseñar el cambio, condición que, según Lukács, era el mínimo requisito que le debíamos exigir a la función narrativa.
Así, por ejemplo, de la tía Julia sólo interesa reseñar las frases que repite, del tío Pepe Boniato, su nariz desproporcionada como un tubérculo, de la tía Pura, su «silueta desbaratada». Se trata de una pulsión narrativa que se detiene frente a lo que interesa: la comisura de una boca, por ejemplo, el tejido arterial de una mano, las formas rocambolescas de una oreja, el sonido de una frase. Aquí no es importante lo que se ve, sino el cómo lo vemos, pues el cómo es lo que hace la diferencia, y la diferencia se llama literatura. Me asombra el tono portentoso de un narrador que sólo responde a sus más íntimos intereses, que todo lo convierte en narrativa (hasta el pensamiento), que alarga las frases hasta volverlas serpientes de sentidos, que salta de una situación a otra sin perder la hilatura. Llega un momento en la lectura en el que sobrevolamos la anécdota y quedamos subyugados por la escritura: por su construcción, por su sonoridad, por su elegancia.
De lo anterior se deduce una condición esencial del autor: la del fabulador nato, que es capaz de traducir cualquier elemento de la realidad —desde emociones hasta pensamientos— a discursos narrativos. Ha sido una constante en su obra, pero en este libro se hace todavía más vigorosa, más luminosa. ¿Se deberá acaso a que los referentes de los que echa mano son esencialmente suyos? Partir de imágenes atesoradas —presumiblemente fotos que él mismo ha tomado a los suyos a lo largo de la vida— no es garantía de que se podrá hacer literatura, porque el sentimiento, al estar a flor de piel, generalmente traiciona. Pero lo que Rodríguez Concepción logra, precisamente sin traicionarse, es desprenderse de esas imágenes, sobrevolándolas, y construir una narración única, que funde en un solo tono recuerdos, perfiles, reflexiones, conjeturas, sospechas, presunciones. Ese mínimo distanciamiento frente a lo propio, milimétrico, es justamente lo que permite que la literatura fluya. Y cuando lo hace —otra característica peculiar—, reviste una cierta condición coral, pues va de un nosotros a otro.
Como pulsión esencial, nuestro autor parece registrar con absoluta naturalidad una especie de oralidad que, en términos de técnica narrativa, no es nada fácil de acometer. Se requiere para ello un pulso que, sin dejar de ser natural, también debe cautivar literariamente. Esto es, las frases están escritas como si fuesen habladas, como si alguien se hubiese impuesto la tarea de pescarlas en cualquier conversación. Ello quizás explique su largura, su ritmo, su respiración. Quien narra es un testigo más, como bien lo quería Horacio Quiroga en su famoso Decálogo. Esto permite que la narración fluya sin propósito de impostación, ajena a cualquier intención mayestática. Es la simpleza, la soltura, el comentario de ocasión, procesados hasta volverlos materia narrativa. Pero es también un reflejo de lo que, me parece, es constitutivo de la cultura canaria: hablar y contar todo el tiempo, en cualquier esquina, en cualquier circunstancia. La cotidianidad está llena de relatos (o es un sólo gran relato que se desmenuza entre hablantes). Y es esa trama continua, que no cesa, que no admite silencios, la que intenta intervenir Rodríguez Concepción para hacerla suya (o más bien de sus lectores). Me pregunto si la geografía escarpada del archipiélago, que históricamente imponía la incomunicación entre aldeas, se traducía en habla continua cuando se producía cualquier encuentro: quizás el relato incesante compensaba la desmemoria sembrada por el paisaje agreste. En todo caso, como antecedentes de ese tono oral, de esa llanura expresiva, al menos en nuestra tradición, tendríamos a Juan Rulfo, a Guimarães Rosa o al más desconocido autor venezolano Alfredo Armas Alfonzo, cuyo libro El osario de Dios (1969) transforma los diálogos de sus personajes en una voz omnisciente que pudiera ser la consciencia misma de una comunidad desaparecida.
Una lectura desatendida de este libro podría esgrimir que al referente popular le corresponde un enfoque narrativo tradicional, pero justamente sería una reacción que no ha sabido escarbar en la propuesta. En el fondo de este libro yace una pulsión que es la siguiente: las tradiciones culturales también merecen recursos novelescos modernos. Y Rodríguez Concepción los ha hallado con un instrumental novedoso: en primer lugar, tramando un discurso narrativo que equivale a un mainstream, especie de torrente medular que lo va absorbiendo todo; en segundo, fundiendo las formas dialogantes en una sola intención expresiva (lo que se dice, puede haber sido dicho por muchos, pero no importan los protagonismos); en tercero, sobreponiendo una mirada subjetiva (un solo hablante) para dar cuenta de una intencionalidad moderna (lo que importa es lo que veo o interpreto); en cuarto, una prosa que es deudora de la poesía, porque al describir con tanta minuciosidad llega un momento en que no nos importan tanto los hechos como la manera en que han sido expuestos o contados. En síntesis, todo es ganancia para la literatura, que no para la historia, porque si un personaje o una situación llegan a ser memorables, esto se debe a la calidad de la escritura, a ese ejercicio de elevación que abandona la anécdota y ensaya un amago de trascendencia: estos personajes están allí para dar cuenta del género humano, con sus tropiezos, hallazgos, hazañas, olvidos, obsesiones, fijaciones, deseos. Una humanidad más hermosa de lo que aparenta, una humanidad auténtica por lo que tiene de transparente, una humanidad que no percatándose de sí misma se hace más original, más curiosa, más entrañable. Seres que, como Adán y Eva, recorren el paraíso extasiados. Pero quien realmente experimenta éxtasis es quien narra, porque hace falta una mirada foránea para dar cuenta de lo que realmente son o hacen. Don Quijote no es consciente de sus fantasmagorías: sólo el lector lo es (el lector moderno) llevado por la mano de Cervantes.
Rodríguez Concepción ha viajado al referente del origen personal, familiar, para borrarse a sí mismo. Por eso su escritura podría ser una especie de epitafio, porque ya la vida se narra de otra manera, no con el reflejo fiel del realismo balzaciano sino con la experimentación azarosa o asociativa del discurso más libérrimo, que, lejos de cumplir con dogmas, responde a los dictados del alma. Los personajes que han sido progenitores o predecesores, a quienes debe su origen, generan impulsos de distinto tipo y el autor los recoge no como hijo, nieto o sobrino, sino como narrador que recrea sus circunstancias. Si hasta de su propia imagen se niega a hacer un autorretrato, ¿qué podríamos esperar de los otros tratamientos? En esta historia que deja de ser personal —y ya nos vamos acercando a una mejor definición genérica—, el apellido ilustrada viene a dar cuenta de la escritura, porque lo que verdaderamente ilustra o cambia esta historia es la manera en que está escrita para deleite de los lectores. Nuestro autor se ha desnudado como nunca y nos ha mostrado sus intimidades. No vayan a creer que son madres, tías o primos los que enhebran las secuencias. Esta historia más bien existe por la escritura que un probable niño de nombre Anelio fue amasando para que los suyos vivieran escondidos en sus palabras. No creo que su corazón lata tanto como su escritura a la hora de reconocer un patrimonio. Si sus antecesores siguen vivos, ello se debe al notable narrador que hoy nos envuelve con su personal Historia ilustrada del mundo.
La irrupción de la antropología moderna, con Lévi-Strauss a la cabeza, se hizo de diversos discursos para abordar cualquier tipo de circunstancia humana. Uno de ellos, aplicado a las realidades actuales y no a poblaciones que en el siglo xx pudieran mantenerse en la Edad de Piedra, llevó el nombre francés de récit de vie, que en traducción no tan afortunada podría equivaler a relato de vida. Pues, como primera impresión, he pensado en este término al leer esta Historia ilustrada del mundo de Anelio Rodríguez Concepción. Relato de vida, sí, pero mucho más que eso. Bajo este concepto, desde mediados del siglo pasado, comenzaron a escribirse y publicarse una serie de libros que, sobre todo en América Latina, retrataban episodios de vida desconocidos. El mexicano Ricardo Pozas, por ejemplo, nos reveló la historia de Juan Pérez Jolote, un representante de la etnia tzotzil que prácticamente fue el último hablante de una cultura que se extinguía. Luego el norteamericano Oscar Lewis nos revelaba en Los hijos de Sánchez la historia íntima de una familia mexicana de bajos recursos, extraviada entre la tradición y la modernidad. Más tarde, con libros como Cimarrón y Gallego, el cubano Miguel Barnet se remonta, primero, a períodos en que todavía existía la esclavitud en Cuba y, segundo, a la ola migratoria de gallegos que llegaron a la isla en los albores del siglo pasado.
Todos estos libros pueden leerse, repito, en nomenclatura antropológica, como relatos de vida, y ciertamente si ampliamos la mira el de Rodríguez Concepción también lo podría ser, pero no por afinidad genérica, que finalmente no la tiene, sino por expreso y transparente contenido. Historia ilustrada del mundo, sin duda, es, por un lado, un relato o cuerpo de relatos que, por el otro, trata de la vida o de unas vidas. Primer dilema o logro de este libro: su desfachatez genérica o, mejor dicho, su desenvoltura frente a los preceptos o corsés narrativos. No es una novela, tampoco lo que los franceses han dado por llamar una nouvelle, tampoco un libro de relatos, tampoco un conjunto de crónicas. Es un libro que discurre libremente por unos rostros, unos cuerpos, unos gestos. ¿Álbum de familia? Algo tiene de éste, aunque las fotografías se dispongan de manera caprichosa y las leyendas superen las imágenes. Los retratos son el accidente, o el pretexto, para escribir. Unos recuerdos se organizan en función de un chispazo, que viene dado por la imagen, pero luego la imagen queda sepultada por una escritura tórrida, abarcante, que es lo que nos queda de todo. Hay un aliento cosmogónico en todo esto: como si la invención del mundo (del mundo de Anelio) fuese un universo cerrado, propio, que se bastara a sí mismo. Me temo que los referentes de este libro, por más emotividad que haya, son trampolines para una hazaña mayor: la creación de una condición narrativa, de una verdadera narratividad que no cesa. Todo es molido por una apetencia que sólo quiere reseñar el cambio, condición que, según Lukács, era el mínimo requisito que le debíamos exigir a la función narrativa.
Así, por ejemplo, de la tía Julia sólo interesa reseñar las frases que repite, del tío Pepe Boniato, su nariz desproporcionada como un tubérculo, de la tía Pura, su «silueta desbaratada». Se trata de una pulsión narrativa que se detiene frente a lo que interesa: la comisura de una boca, por ejemplo, el tejido arterial de una mano, las formas rocambolescas de una oreja, el sonido de una frase. Aquí no es importante lo que se ve, sino el cómo lo vemos, pues el cómo es lo que hace la diferencia, y la diferencia se llama literatura. Me asombra el tono portentoso de un narrador que sólo responde a sus más íntimos intereses, que todo lo convierte en narrativa (hasta el pensamiento), que alarga las frases hasta volverlas serpientes de sentidos, que salta de una situación a otra sin perder la hilatura. Llega un momento en la lectura en el que sobrevolamos la anécdota y quedamos subyugados por la escritura: por su construcción, por su sonoridad, por su elegancia.
De lo anterior se deduce una condición esencial del autor: la del fabulador nato, que es capaz de traducir cualquier elemento de la realidad —desde emociones hasta pensamientos— a discursos narrativos. Ha sido una constante en su obra, pero en este libro se hace todavía más vigorosa, más luminosa. ¿Se deberá acaso a que los referentes de los que echa mano son esencialmente suyos? Partir de imágenes atesoradas —presumiblemente fotos que él mismo ha tomado a los suyos a lo largo de la vida— no es garantía de que se podrá hacer literatura, porque el sentimiento, al estar a flor de piel, generalmente traiciona. Pero lo que Rodríguez Concepción logra, precisamente sin traicionarse, es desprenderse de esas imágenes, sobrevolándolas, y construir una narración única, que funde en un solo tono recuerdos, perfiles, reflexiones, conjeturas, sospechas, presunciones. Ese mínimo distanciamiento frente a lo propio, milimétrico, es justamente lo que permite que la literatura fluya. Y cuando lo hace —otra característica peculiar—, reviste una cierta condición coral, pues va de un nosotros a otro.
Como pulsión esencial, nuestro autor parece registrar con absoluta naturalidad una especie de oralidad que, en términos de técnica narrativa, no es nada fácil de acometer. Se requiere para ello un pulso que, sin dejar de ser natural, también debe cautivar literariamente. Esto es, las frases están escritas como si fuesen habladas, como si alguien se hubiese impuesto la tarea de pescarlas en cualquier conversación. Ello quizás explique su largura, su ritmo, su respiración. Quien narra es un testigo más, como bien lo quería Horacio Quiroga en su famoso Decálogo. Esto permite que la narración fluya sin propósito de impostación, ajena a cualquier intención mayestática. Es la simpleza, la soltura, el comentario de ocasión, procesados hasta volverlos materia narrativa. Pero es también un reflejo de lo que, me parece, es constitutivo de la cultura canaria: hablar y contar todo el tiempo, en cualquier esquina, en cualquier circunstancia. La cotidianidad está llena de relatos (o es un sólo gran relato que se desmenuza entre hablantes). Y es esa trama continua, que no cesa, que no admite silencios, la que intenta intervenir Rodríguez Concepción para hacerla suya (o más bien de sus lectores). Me pregunto si la geografía escarpada del archipiélago, que históricamente imponía la incomunicación entre aldeas, se traducía en habla continua cuando se producía cualquier encuentro: quizás el relato incesante compensaba la desmemoria sembrada por el paisaje agreste. En todo caso, como antecedentes de ese tono oral, de esa llanura expresiva, al menos en nuestra tradición, tendríamos a Juan Rulfo, a Guimarães Rosa o al más desconocido autor venezolano Alfredo Armas Alfonzo, cuyo libro El osario de Dios (1969) transforma los diálogos de sus personajes en una voz omnisciente que pudiera ser la consciencia misma de una comunidad desaparecida.
Una lectura desatendida de este libro podría esgrimir que al referente popular le corresponde un enfoque narrativo tradicional, pero justamente sería una reacción que no ha sabido escarbar en la propuesta. En el fondo de este libro yace una pulsión que es la siguiente: las tradiciones culturales también merecen recursos novelescos modernos. Y Rodríguez Concepción los ha hallado con un instrumental novedoso: en primer lugar, tramando un discurso narrativo que equivale a un mainstream, especie de torrente medular que lo va absorbiendo todo; en segundo, fundiendo las formas dialogantes en una sola intención expresiva (lo que se dice, puede haber sido dicho por muchos, pero no importan los protagonismos); en tercero, sobreponiendo una mirada subjetiva (un solo hablante) para dar cuenta de una intencionalidad moderna (lo que importa es lo que veo o interpreto); en cuarto, una prosa que es deudora de la poesía, porque al describir con tanta minuciosidad llega un momento en que no nos importan tanto los hechos como la manera en que han sido expuestos o contados. En síntesis, todo es ganancia para la literatura, que no para la historia, porque si un personaje o una situación llegan a ser memorables, esto se debe a la calidad de la escritura, a ese ejercicio de elevación que abandona la anécdota y ensaya un amago de trascendencia: estos personajes están allí para dar cuenta del género humano, con sus tropiezos, hallazgos, hazañas, olvidos, obsesiones, fijaciones, deseos. Una humanidad más hermosa de lo que aparenta, una humanidad auténtica por lo que tiene de transparente, una humanidad que no percatándose de sí misma se hace más original, más curiosa, más entrañable. Seres que, como Adán y Eva, recorren el paraíso extasiados. Pero quien realmente experimenta éxtasis es quien narra, porque hace falta una mirada foránea para dar cuenta de lo que realmente son o hacen. Don Quijote no es consciente de sus fantasmagorías: sólo el lector lo es (el lector moderno) llevado por la mano de Cervantes.
Rodríguez Concepción ha viajado al referente del origen personal, familiar, para borrarse a sí mismo. Por eso su escritura podría ser una especie de epitafio, porque ya la vida se narra de otra manera, no con el reflejo fiel del realismo balzaciano sino con la experimentación azarosa o asociativa del discurso más libérrimo, que, lejos de cumplir con dogmas, responde a los dictados del alma. Los personajes que han sido progenitores o predecesores, a quienes debe su origen, generan impulsos de distinto tipo y el autor los recoge no como hijo, nieto o sobrino, sino como narrador que recrea sus circunstancias. Si hasta de su propia imagen se niega a hacer un autorretrato, ¿qué podríamos esperar de los otros tratamientos? En esta historia que deja de ser personal —y ya nos vamos acercando a una mejor definición genérica—, el apellido ilustrada viene a dar cuenta de la escritura, porque lo que verdaderamente ilustra o cambia esta historia es la manera en que está escrita para deleite de los lectores. Nuestro autor se ha desnudado como nunca y nos ha mostrado sus intimidades. No vayan a creer que son madres, tías o primos los que enhebran las secuencias. Esta historia más bien existe por la escritura que un probable niño de nombre Anelio fue amasando para que los suyos vivieran escondidos en sus palabras. No creo que su corazón lata tanto como su escritura a la hora de reconocer un patrimonio. Si sus antecesores siguen vivos, ello se debe al notable narrador que hoy nos envuelve con su personal Historia ilustrada del mundo.