Myriam Moscona
Tela de sevoya
Acantilado
280 páginas
POR DAVID ALIAGA

Me sucede con los estudios literarios que cada vez sostengo cualquier tesis con menor convencimiento, en ocasiones, incluso con cuestiones a las que he dedicado horas de lectura durante varios años. Al contrario, cuanto más me dedico a un ámbito, suelo tener menos certezas. O, para ser preciso, debería decir que las dudas crecen a velocidad mucho mayor de a la que yo soy capaz de despejar mis incógnitas. Por ejemplo, no sé si me parece más afortunado el modo de abordar los textos de Hans-Georg Gadamer o de Jean Bollack, al que preferí en el periodo de mi descubrimiento de Paul Celan. De un tiempo a esta parte, suele parecerme más enriquecedor poner en diálogo los modelos en disputa, intentar leer de distintas formas a la vez, y ver qué experiencia de lectura se deriva, qué conocimiento, se desprende de ello (me pregunto, de hecho, si no se trata entonces de que he renunciado a armar conocimiento sobre la literatura para privilegiar la experiencia del texto, que me obstino en preservar mi condición de lector después de haberla arriesgado con dos intentos de tesis doctoral. Debe de tratarse, en realidad, de la tensión entre ambas voluntades: ¿por qué escribo una reseña, si lo que quiero es ser lector?). 

Me sucede también con la cuestión de la Weltliteratur. No sé decidir si existe tal cosa como una literatura universal, como tampoco si la lengua, el territorio y la historia son suficientes para establecer el cercado de una literatura nacional. Para aderezar mi confusión, me veo constantemente empleando el sintagma «literatura judía». En alguna ocasión, me han descrito como un «autor judío» o como un «especialista en literatura judía», sin que mi interlocutor ni yo mismo nos sintiésemos incómodos con un operador que, después de todo, puede ser problemático. Autores como Jonathan Freedman (Klezmer America, 2008) y Benjamin Schreier (The Impossible Jew, 2015) han repensado el concepto desde una óptica postmoderna, que no da por válida la condición nacional del autor –y la de judío es, también, una condición nacional– o la lengua para afirmar la nacionalidad judía de una obra. Cuántas veces Cynthia Ozick ha rechazado la etiqueta de «American Jewish writer», a pesar de que es factualmente innegable que nació en Nueva York, escribe libros y asiste a los servicios de la sinagoga Anshe Sholom, en New Rochelle. 

Y, con todo, parece existir una inagotable relación de obras que gravitan en torno a una experiencia judía del ser. Una literatura ¿nacional? que no se erige sobre los cimientos habituales de una lengua común o un territorio compartido, en la que además han emergido géneros con características, hasta cierto punto, específicas. Quizá el más propio de principios del siglo XXI sea el de esa narrativa en torno a la reconstrucción de las raíces familiares truncadas por el antisemitismo. L’héritage de tante Carlotta (1990) de Paula Jacques, Out of Egypt (1995) de André Aciman, A chave de casa (2007) de Tatiana Salem Levy o la reciente Canción (2020) de Eduardo Halfon se emparentan a partir de la experiencia cruel del deslavazamiento familiar provocado por el nazismo, los pogromos en Rusia o el conflicto en Oriente Medio, de la interrupción del relato del apellido que completa el nombre y el esparcimiento del significado de sus sílabas aquí y allá, y que convierte en motor literario la necesidad de sus protagonistas –otro rasgo: a menudo, indistinguibles de sus autores– de emprender la reconstrucción de ese pasado quebrado para intentar comprender, no tanto reparar, las grietas en el propio rostro.

En esta tradición se enmarca Tela de sevoya, texto agradablemente inasible por el que Myriam Moscona recibió en 2012 el Premio Xavier Villaurrutia. El libro toma como pretexto el viaje que la narradora realiza a Bulgaria para tratar de componer un retrato algo más preciso de su pasado familiar –viaje que su autora realizó en 2006 en el marco de una beca Guggenheim. Caminamos sobre los pasos de la voz de Moscona por la calle Ekzarh Yosif de Sofia, nos asomamos a una de las sinagogas que sobrevivió a la guerra, a la casa de un viejo rabino, a la catedral de Aleksandr Nevski, cubrimos la distancia hasta llegar a Plovdiv… Pero en seguida la crónica de viaje comienza a resquebrajarse en recuerdos de infancia novelados, pasajes oníricos en los que el simbolismo reta la capacidad de comprensión del lector, kantikas en djudezmo y lecciones sobre esta rama sefardí del español casi extinta, para mostrarnos, a través de estas grietas, las vetas de significado que discurren bajo el asfalto autoficcional. 

Más allá de la belleza del lenguaje, de la sensibilidad de la mirada de la autora o de la ambición formal de la obra, la manera en que Moscona convierte el ladino en materia literaria es uno de los aspectos en que Tela de sevoya se singulariza. Ese español de que los sefardíes expulsados de la península en 1492 desarrollaron absorbiendo voces del griego en Salónica, del italiano en Venecia o Roma, del árabe en Alejandría, Damasco, El Cairo o Tánger, y del hebreo, claro, emerge en la novela como lengua de la memoria familiar para desanudarse también como centro de gravedad de una historia del pueblo judío y de Europa.

En riesgo de extinción desde que la mayoría de sus hablantes fueron asesinados en los campos de exterminio, la viveza que la autora mexicana comunica a partir del retrato del habla oral de su abuela contrasta con el tono melancólico que impera en la poética del ladino y que es al que el lector suele tener acostumbrado el oído. Más allá de la herida que le infligió el nazismo, ya en el siglo XV sus bardos componían desde la añoranza por la tierra de origen, anhelando el regreso con la patria transmutada en amada distante. En los recitales de poesía o música sefardí, se suelen repetir esos cantos de añoranza y despecho, quizá de luto por el destino de esa habla, en prejuicio de kantikas de celebración, de cotidianidad, del sentarse a la mesa, que remiten a una lengua viva, altamente expresiva, y que Tela de sevoya también contribuye a preservar.

La autora mexicana, además, entrevera con el retrato de la oralidad del ladino de su abuela y sus kantikas, la discusión académica en torno al idioma. Con herramientas de novela, Tela de sevoya informa sobre las posturas y querellas sobre la forma más apropiada de referirse al idioma (ladino, djudezmo, judeoespañol, espanyoliko…), por ejemplo, y levanta una pequeña crónica tanto del habla de los sefardíes como de su estudio.

«Entre lo estático y lo móvil, entre lo que ha permanecido y lo que se ha transformado, puedo seguir la huella de una lengua llena de ecos que me lleva a una zona del oído, a un lugar primitivo donde se dice que el tiempo puede escucharse. Es la misma sensación del espeleólogo que ha perdido a sus compañeros en la oscuridad. ¿Qué hace sino gritar sus nombres? Sabe que el sonido es la única linterna para iluminar su desamparo», escribe Moscona en un párrafo cuyo sentido ilumina el libro por completo. Así, también se emparenta con la literatura de la experiencia del ser judío que es propia de quienes no vivieron la Shoá, pero que son descendientes de sus supervivientes y de sus asesinados: el compromiso con la memoria. En palabras de la autora norteamericana Nicole Krauss, escribir como quien prende un yahrzeit. Solo que en Tela de sevoya, además de la voluntad de fijar el recuerdo, se aprecia la obstinación de Myriam Moscona, compartida con editoras como Pilar Romeu o investigadoras como Paloma Elbaz, de no permitir que el djudezmo se convierta únicamente en algo que recordar.