Jorge Bustos
Asombro y desencanto
Libros del Asteroide
224 páginas
POR CRISTINA COLMENA

Decía Fernando Pessoa que los viajes son los viajeros y que lo que vemos no es lo que vemos sino lo que somos. Quizás este adagio podría resumir el libro de Jorge Bustos, en el que más allá de los itinerarios castellanos y franceses por los que transitan estas páginas descubrimos también la mirada de ese viajero que como en un selfi se cuela necesariamente en cada uno de los paisajes que retrata. Mira y se mira a la vez, así como nos deja observarlo no solo en sus periplos geográficos, sino también en los mentales. Sus digresiones a lo largo del camino nos llevan a territorios de la literatura y el arte, la filosofía o la reflexión histórica. En sus itinerarios nos cruzamos con Flaubert y con Leonardo, con María Antonieta, Montaigne, De Gaulle y Quevedo. Bustos es el perfecto compañero de viaje, locuaz y entretenido, con el que no falta nunca la conversación ni la anécdota curiosa, pero tampoco el humor que deposita sobre rotondas y catedrales y también sobre sí mismo, reconociéndose como un turista que no acaba de ser del todo Ulises.

El libro se divide en dos geografías y dos tiempos: La Mancha de 2015 y la Francia occidental de 2019. Entre ambos viajes han pasado cuatro años en los que percibimos también en la mirada de este viajero una transformación, lo que el mismo llama cierto «afrancesamiento». El asombro y la exuberancia barroca desde los que contemplaba la meseta castellana dan paso a una contención más escéptica y también más desencantada. Los viajes nos transforman, ¿para qué, si no, viajamos? El autor concluye «para volver de nuestro destino con alguna prueba en contra de aquel que éramos antes de nuestra partida». 

El primer viaje surgió del encargo de El Mundo de seguir las huellas del Quijote por tierras castellanas para conmemorar el cuarto centenario de la segunda parte de la novela. Es este un ejercicio meta-literario en el que el autor recorre la misma ruta que trazara Azorín en 1905 en sus crónicas para El Imparcial y que publicaría después en La ruta de Don Quijote. Así mismo Bustos retoma y amplía los textos escritos para su periódico recogiéndolos en este libro donde relata su particular «road movie cervantina» como él mismo la llama. A diferencia del hidalgo manchego nuestro héroe cabalga ahora un volkswagen y esgrime una afilada ironía para capturar, cuatrocientos años después, esos lugares que aparecen en la novela y que ahora se han convertido en pasto de turistas japoneses y de merchandising del caballero de la triste figura. 

Bustos contempla con estupor tanto la abundancia de rotondas dedicadas al hidalgo y a su escudero como las ventas que en sus reclamos aseguran que allí pernoctó Don Quijote. Concluye que en estas tierras manchegas se diluyen las fronteras entre realidad y ficción y así uno puede alojarse en la casa de Dulcinea, pero también visitar la cueva donde Cervantes estuvo cuatro meses preso y probablemente escribió parte de la novela. Rastrea también el periodista las leyendas y los seres reales que dieron lugar a algunos de sus personajes, como aquellos dos locos que vagabundeaban por la región armados de ballesta y espada a finales el siglo XVI y de los que muy probablemente oyera Cervantes. 

También tropieza el autor en su andadura con personajes quijotescos que, aunque reales, parecen salidos de la novela. Conversa con un Alonso Quijano del siglo XXI, derrotado por la vida y la silla de ruedas en la que desde hace 57 años está atrapada su hija, y que maldice al vecino que pretende echarlos de su casa para ampliar sus posesiones, así como a los políticos que siguen el juego a los poderosos. ¿Quizás los molinos fueran en realidad gigantes? 

Como en una conversación con más de un siglo de intervalo, Bustos también dialoga con el Azorín de 1905 y sus reflexiones sobre la sociedad española de entonces y la de ahora se entrecruzan. Ambos observan La Mancha como una sinécdoque que les lleva a otras épocas y otros territorios. Retoma así Bustos esa idea noventayochista de identificar «la campal desolación» castellana con la esencia española y de ahí el título de esta primera crónica: «Honda es Castilla». Haremos espeleología en esas infinitas capas de historia de las que acabarán aflorando a la superficie de algunos párrafos abundantes reflexiones sobre el país en el que ahora vivimos. 

Cuando en la segunda parte del libro Bustos cruza la frontera con Francia, tampoco pierde de vista a España como un horizonte con el que no deja de comparar al país vecino. Si en La Mancha se preguntaba si quizás nos habían sobrado aventureros y faltado pensadores, porque el prestigio «aquí lo dieron antes los cojones que los sesos y la posición antes que la cultura», en tierras galas contrapone el patriotismo francés al individualismo de Don Juan y del Quijote, como los mitos que mejor definen el carácter español, ya que ambos «pretenden imponer su yo irreductible por la fuerza». 

Otro de los protagonistas del libro es también sin duda la escritura, sobre la que Bustos reflexiona abundantemente, abordando tanto el significado del periodismo y de la columna de opinión en estos tiempos de twitter y noticias que se convierten en shows televisivos como, en un contexto más amplio, reivindicando la palabra frente a la omnipresencia de las imágenes. La literatura es por tanto objeto de disquisición constante a lo largo de estas páginas mientras acompañamos al autor por los parajes manchegos y nos deslumbramos junto a él por los castillos del Loira y el sabor -y los precios- de las ostras. Nos cruzamos así en estos dos viajes con Borges, Nabokov Goethe, Galdós, Keats o Hemingway y nos detenemos un rato a conversar con ellos con la excusa de la influencia que Cervantes dejó en su obra. Así Bustos alude al texto de Kafka en el que Don Quijote surge de la mente de Sancho o al parentesco entre Emma Bovary y el ingenioso hidalgo, ya que, ya fuera el melodrama romántico o las novelas de caballería, fue la literatura la que les hizo perder el juicio a ambos y perseguir aventuras más o menos domésticas.

Insiste también el autor en hacer de su libro un compendio de las leyes fundamentales del «turista filósofo» que, frente a la imposibilidad de ser viajero a falta de años sabáticos con los que recorrer el mundo, se resigna estoico a acudir a lugares invadidos por las hordas de visitantes que fotografían la Mona Lisa o recorren las abarrotadas callejuelas del Mount Saint Michel. «Toda belleza que en tiempos de internet permanece ignota es que no es tal belleza» sentencia el autor, mientras disecciona con sarcasmo a las criaturas que se encuentra a su paso, desde los influencers que se fotografían bajo aguaceros con la urgencia de alimentar su Instagram a «los chirucos que calzan botas de montaña y viven adheridos a su mochila como caracoles bípedos comprometidos con el cambio climático».

Estas reflexiones en torno al turismo acaban irónicamente en una coda nostálgica, escrita ya en agosto de 2020, cuando el panorama apocalíptico de la pandemia nos hace añorar aquellos tiempos donde no hacía falta pasaporte COVID, ni mascarillas, y las bullas de turistas no significaban una amenaza letal. Bustos se pregunta melancólico -como todos hacemos- si alguna vez podremos volver a viajar «sin más prevenciones que las impuestas por el presupuesto y por las entrañables trampas de la publicidad hotelera». Su libro es sin duda una celebración de aquellos viajes en los que el asombro y el desencanto, frente a lo que vemos pero también frente a lo que somos, nos transforman, nos convierten en alguien un poco distinto. Como Ulises y como el Quijote uno viaja para volver descreído y sabio a casa.