Alfonso Alegre Heitzmann
Días como aquellos: Granada, 1924: Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca
Fundación José Manuel Lara
208 páginas
Ya se conocían. En 1919 el veinteañero Federico García Lorca llegó a Madrid con una carta de presentación de Fernando de los Ríos dirigida al ya consagrado Juan Ramón Jiménez, quien lo recibió con «una bata negra con cordones de plata en una butaca estupenda», según recuerda Lorca. Juan Ramón supo intuir desde el principio quién era el poeta que acababa de conocer, o al menos qué vibraba dentro de él: «Se sentó pálido, chato, lleno de lunares, en mi sofá y hablamos mucho de todo y de todos. Él miraba estático, con algo, mucho de luna realista, “un niño sin pies”, muchacho de la luna, mate y un poco frío. Sus lunares eran sus volcanes apagados. Traía muchos versos y no traía muchos que su madre guardaba en los cajones». El afecto y la admiración fueron mutuos desde entonces.
Ya se conocían, pero cinco años después, en 1924, se vieron del todo, en uno de esos viajes en los que no ocurre nada porque ocurre todo: el asombro, la nostalgia anticipada, la poesía. Invitados por Lorca y su familia, Juan Ramón y su mujer, Zenobia Camprubí, llegaron el 21 de junio a Granada. Uno de esos momentos en los que el tiempo, entendido como esa convención sucesiva y horizontal que domina nuestras vidas, se transforma en otro tiempo, en el tiempo que se detiene: el tiempo vertical.
Lo resume Juan Ramón en esta carta no enviada a Isabel García Lorca, la hermana menor de Federico, después del viaje: «Granada me ha cojido el corazón. Estoy como herido, como convaleciente. Ahí no me daba tanta cuenta […]. La luz y el agua forman en mis fondos los laberintos más prodijiosos —cielos bajos, delirantes Generalifes—. El sol me tiñe de una pena prodijiosa, y el agua me suena como si fuera mi propia sangre. A veces, el ruido de esta agua-sangre de ensueño es tal que me despierta acongojado, con el corazón hecho una torre. Sí, la impresión de tu maravillosa Granada es en mí triste, tristísima, pero de una tristeza tan atraedora que me trae y me lleva como una aguja en ella».
Con una estructura sinuosa, Alfonso Alegre Heitzmann nos guía a través de cartas y poemas por aquellos días del verano de 1924. También, desde el dolor del exilio, nos cuenta la reacción de Juan Ramón a la noticia del asesinato de Lorca e incluso a la muerte del padre de la familia, Federico García Rodríguez, casi una década después. Pero ante todo arroja nueva luz sobre la obra de ambos poetas. Se sabe que Juan Ramón escribió a raíz de aquel viaje Olvidos de Granada, que no fue publicado hasta después de su muerte. Allí está el romance «Generalife», dedicado a Isabel García Lorca, «hadilla del Generalife». Nos obliga Alegre a leer y releer, y allí sentimos el sufrimiento del agua, allí vemos un lorquiano laberinto de pena. Hay ecos, secretas acequias, ósmosis. El mismo Juan Ramón recuerda que por aquel entonces no escribía romances, pero que se vio empujado a ello. Lorca, precisamente, está empezando a escribir un libro esencial de la literatura española: el Romancero gitano. Aquel mismo mes de junio estaba escribiendo el «Romance sonámbulo».
Se dicen algunas cosas, pero se sugieren muchas más. Este es un libro lleno de intuiciones, a caballo entre la biografía y el ensayo. Alejado de la academia pero haciendo gala de una deliciosa erudición, Alegre nos divierte y nos asombra con este paseo junto a dos de los grandes poetas de todos los tiempos. Días como aquellos, obra galardonada con el Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías 2019, nos ofrece una visión inédita de la relación entre Juan Ramón y Lorca, y es también un soplo de aire fresco en una historia literaria, la centrada en la llamada Edad de Plata, demasiado obsesionada con las riñas, las rupturas y los desencuentros, como el mismo autor recuerda.
Tenemos suerte de que haya sido un poeta quien se haya animado a evocar —que no reconstruir— aquella excursión de Lorca y Juan Ramón a la hermosa Granada. Alfonso Alegre Heitzmann (Barcelona, 1955) dirigió junto a Victoria Pradilla la revista de poesía Rosa Cúbica, editó la poesía última de Juan Ramón en Lírica de una Atlántida —un volumen fundamental para sumergirse en la obra escrita por el poeta de Moguer desde el exilio, que apareció primero en Galaxia Gutenberg y ha sido reeditado recientemente por Tusquets—, publicó su epistolario —nos falta aún el tomo más esperado, el último— y escribió una crónica sobre la concesión del Premio Nobel de Literatura a Juan Ramón que relata sus últimos años en el exilio. Pero, sobre todo —Sombra y materia, El camino del alba…—, Alfonso Alegre Heitzmann es poeta.
Lo comprobamos en los detalles. El autor se obsesiona con «El ladrón de agua», uno de los textos «más intensos y secretos que Juan Ramón escribió a raíz de su viaje a Granada». Adonde no llega el enfoque filológico sí llegan el periodismo y la intuición, así que Alegre se lanza a una búsqueda detectivesca —llamadas telefónicas incluidas— de ese ladrón de agua, cuyo referente real acaba encontrando: un cubo de agua en un aljibe que después él mismo nos convence de que no es solo eso, porque la poesía no es una aburrida representación de la realidad, sino una búsqueda de sus misterios. Otro hallazgo —este más insospechado— tiene que ver con la novela Bajo el volcán de Malcolm Lowry, pero será mejor que eso lo descubra quien se anime a abrir estas páginas.
Juan Ramón se quedó en Granada hasta la mañana del 3 de julio. Fue un viaje corto pero que el mismo poeta describió como «decisivo». Camprubí, que se fue de Granada unos días antes que su marido, escribió una carta a la familia García Lorca que tiene forma de crónica certera: «Me acuerdo de Granada y me parece un sueño. No parece posible que esté sólo a unas horas de distancia y que si el lunes a las diez me metiera en el tren, por la noche estaría oyendo otra vez la campana de La Vela y la de la Catedral. Estoy segura de que ha sido todo una especie de encantamiento; la tarde que vimos ponerse el sol desde la torre de La Vela, y el paseo de las Torres, el olor de los arrayanes, la primera noche en el patio del Palacio de Carlos V, y la voz del niño Maceo cantando sus cantares tristes en el jardinito de H[ermenegildo] Lanz. La verdad es que se pregunta una por qué se pasa tanta parte de la vida haciendo cosas que no le gustan, cuando hay otras que le gustan tanto».
Nosotros también nos lo preguntamos. Por eso es tan reconfortante asomarse a este viaje vertical en el que corre el agua —tema inagotable en la obra de ambos poetas—, brillan las luces del barrio de Albaicín como un cielo bajo —firmamento vuelto del revés— y acaba apareciendo Manuel de Falla y hasta un cónsul inglés. No es esta una guía de viajes de Granada, una revista de chismes o un inventario de lugares comunes sobre el duende de Lorca o la hipocondría de Juan Ramón. Al autor le importa —¡y de qué manera!— la exactitud de las fechas, de las correspondencias literarias, de los detalles invisibles a otros ojos. Pero no busca una verdad histórica o biográfica, sino la misma que buscaron Lorca y Juan Ramón: la verdad poética.
Aquello, al fin y al cabo, solo fue un viaje de amistad y poesía.