ERNESTO PÉREZ ZÚÑIGA
Eduardo Calvo:
Los héroes están lejos
Editorial Nazarí, Granada, 2018
255 páginas, 18.00 €
Es poco frecuente hallar entre las novelas de hoy una tan bien escrita y arriesgada como ésta, con un mundo tan trenzado a su lenguaje que es imposible despegarlos uno de otro por ranura alguna. Su autor es Eduardo Calvo (Madrid, 1949), narrador y poeta, con una obra dispersa entre distintas editoriales a lo largo de los años, dispersión que quizá haya facilitado el escondite de este autor que, sin embargo, al principio de la década del setenta, fue presentado por Vicente Aleixandre como uno de los representantes de la poesía última en aquella antología (Espejo del amor y la muerte) donde también aparecían Lostalé, Luis Alberto de Cuenca, Ramón Mayrata y Luis Antonio de Villena. Ésta sería la generación de Eduardo Calvo, a la que, en narrativa, se podría añadir a Javier Marías, a quien está dedicada esta novela, o Vicente Molina Foix. Es posible que accidentes biográficos y geográficos hayan facilitado la penumbra crítica sobre este escritor que publicó hace diecisiete años Desde la isla, una novela que fue saludada por Emilio Peral, en Revista de Libros, de esta manera: «Tras dieciséis años de silencio, Eduardo Calvo regresa a la palestra literaria con una atípica novela que suscita un enjuiciamiento crítico de vertientes encontradas. De un lado, Desde la isla cabe ser elogiada en tanto que arriesgada apuesta, al margen, por completo, de las tendencias narrativas en boga. Cualquier veleidad costumbrista es desterrada en virtud de una pretensión lírica que unifica la práctica totalidad de la obra».
Casi palabra por palabra se podría repetir hoy el mismo juicio. Y, si cito precisamente Desde la isla, es porque está emparentada con Los héroes están lejos, de la que ésta sería su precuela, y porque da idea de los años que el autor dedica a escribir y a publicar su obra, con el paréntesis, en 2008, de Al final del fuego, novela de aire mefistofélico en las calles del Madrid de la movida.
Tanto Desde la isla como Los héroes están lejos narran un mundo en que, como diría Simone Weil en un ensayo sobre la Ilíada, «sólo pueden elevarse en apariencia por encima de la miseria humana los hombres que disfrazan a sus propios ojos el rigor del destino mediante el recurso a la ilusión, la embriaguez o el fanatismo». Esta referencia a la Ilíada es justa porque, sin duda, Los héroes están lejos es una novela preñada del canto homérico, en buena parte desde el planteamiento de un escenario en batalla viva, continua; en la descripción de las genealogías de los guerreros, en el punto de vista del narrador, que desciende a los detalles invisibles (allí donde está la poesía de la sangre), y, desde luego, en el tono épico del relato. Aunque la cita que encabeza el libro («Arma virumque cano…») es de La Eneida, la crudeza estetizante de las escenas de guerra tiene referentes más arcaicos. Homero, sí; pero hacia un primitivismo con aire de distopía (muchas de las armas son modernas), que homenajea al cómic de Conan el Bárbaro. Eduardo Calvo logra transmitir un efecto de intemporalidad propio de los frisos de la columnas romanas, aunque con dibujos contemporáneos, al estilo de Jünger en Los acantilados de mármol. Como en el autor alemán, la fábula de la guerra, la recomposición de los valores en la victoria de los bárbaros, está cincelada en el lenguaje.
Hay influencia romana. Pero, más que Virgilio, nace de Suetonio, de su Vida de los Césares, pues gran parte de la narración está destinada a la descripción física y moral de los guerreros que combaten en una tierra de pesadilla, en un estilo conciso, concreto, que no reprime ni la opinión ni la síntesis y que, en su adjetivación, busca la sinceridad y la crudeza. No quiero dejar de mencionar aquí que esa adjetivación, e incluso la cadencia del juicio, en lo que tienen de sorprendente, recuerdan, asimismo, a los modos de aquel Borges de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius».
Escribir con tales referentes en nuestra actualidad rampante (la rampa ramplona del éxito) ya supone una originalidad escasa en nuestros días: sublimar las mencionadas tradiciones. Pero, además, hay en la novela de Eduardo Calvo una idiosincrasia literaria que se concreta en la creación de turbulentos personajes, cuajados de paradojas físicas y psicológicas, como si en el universo de Los héroes están lejos los seres humanos hubieran amalgamado una personalidad a menudo salvaje y estoica, filosófica y despiadada, violenta y generosa, llena de ferocidad y también de virtud. Regsor André, Mateo Valdés, Bering, Mucio Campana, los hermanos Salas, enemigos entre sí, los Klebb, hombres del poder y de la guerra, heridos y hermosos, descritos a la manera sobria y detallista de Suetonio, configuran un grupo humano que dejaría en pañales a algunos personajes de Juego de tronos. En el mundo donde habitan, confinado entre las montañas y el mar, todos están obligados: o son guerreros o están muertos. Todos van armados: el muchacho Kiram, o la chica llamada Rabo de Lagartija. Quien no maneja el cuchillo es experto en venenos. O en magia.
Frecuentemente, se utilizan los conjuros o los sacrificios con sangre, un poco al modo de la religión politeísta y ritual de la antigua Roma, pero también de la tradición celta y aquella otra con la que sólo conecta la mente del autor. Hay pueblos de magos y otros de razas concentradas en sí mismas, ciudades devastadas, campos sembrados de fantasmas. Calles y casas que todavía permanecen en un territorio de paz, aunque siempre amenazado por el destino, dispuesto a rebanar la vida. Hay mucha muerte y conciencia de muerte en esta novela, y un retrato agudo de la sed de poder de los seres humanos, y también de su condición fugitiva.
La novela se divide en tres partes. La primera, «La batalla mutilada», título de resonancias homéricas, nos lleva directamente a la guerra. Una bengala cruza el cielo, una luz, un momento de pausa y de espejismo de paz, antes de que vuelva la oscuridad y, entonces, se reanude la acción enfocada in medias res. Los guiños homéricos se suceden, asimismo, en la forma de algunas descripciones: «Como cuando el tigre ha tumbado a su presa y la ha desvanecido con la ira de sus mandíbulas […], al final de la batalla unos se descubren vencedores y otros vencidos». O también: «Hizo un esfuerzo por afianzarse en el barro, que enrojeció bajo sus pies. Por fin se torció hacia adelante y se sumió en la ruindad». Este impulso de renovar la ficción al estilo clásico hace despertar un extraño entusiasmo estético.
El retrato, por ejemplo, del tirano, redunda en las mismas sensaciones: «De pie junto a una chimenea balbuciente que alimentaba con un puñado de folios manuscritos, Magnus Ergon Bering ofrecía su perfil de rasgos todavía firmes, de trazo recto y claro, que ya se anunciaba como la máscara de una ilusión antigua». La descripción posterior de un barrio lleno de antiguos cinematógrafos, habitados por los fantasmas de los que murieron en una tarde de ocio aprovechada por el enemigo, nos hace pensar que, como en aquella película, hemos regresado hacia el futuro, y que nos hallamos en una Roma futurista.
En la segunda parte, «Corazón de príncipe», el lector está inmerso en un mundo del que se le hace cómplice absoluto. El narrador se va desarrollando como un cronista que indaga en las informaciones misteriosas dirigidas a un público avisado. Es decir, el narrador deshoja un mundo mítico que el lector presuntamente conoce; un mundo mítico que es un mundo histórico a la vez: los hechos de armas en la República. De este modo, por ejemplo, el cronista, en un tono que busca la objetividad y el análisis, nos proporciona distintas versiones de la muerte del tirano. Este método, que se irá sucediendo a lo largo de la novela con diferentes personajes, proporciona a la lectura una contundente ilusión: la verosimilitud de un sistema bárbaro, anterior o posterior al cristianismo, donde el amor no existe, pero sí otras virtudes primitivas, que se resumen en el lema de uno de los bandos: «mi honor, la lealtad». Y, asimismo, en la afirmación de uno de los grandes protagonistas de la novela, Regsor André: «Cambiamos de piel y de reglas, y también cambiamos de ambiciones», que resuena fuertemente como una esencia de la ética de nuestra sociedad contemporánea.
Como muestra del estilo rico en sutilezas y conocimiento del ser humano, cito sendos ejemplos de etopeya y topografía. La primera, referente a Regsor André: «Rio con esa risa larga y generosa, común a los hombres desdichados». La segunda, del campo después de la batalla, cuajado de muertos: «Sólo se escuchaba el crujido de los moscardones, el malestar de la mula, el fisgoneo de los profanadores, el vuelo meditado de los buitres».
La tercera parte, «Mi honor, la lealtad», desenlace y final de los trabajos de la guerra, es también el lugar del narrador. Como los clásicos romanos, el cronista utiliza la hipótesis, el presente histórico y la sentencia para enunciar y juzgar los hechos. Hay en su discurso fatalismo y determinación: «La guerra los regresó a su naturaleza, que habían rechazado por olvido o por desánimo, o por anhelo de sobrevivir. […] No hay ocasión para la verdad en tiempo de paz». Cuestión que el narrador desarrolla más adelante, al describir la crueldad de otro de los guerreros, Mateo Valdés: «La guerra le habría permitido desnudar su naturaleza, sin posible disfraz y comedimiento».
Esta visión del ser humano no se ve atenuada por la existencia de los dioses («los inmortales»), que, aun existiendo, se limitan a ser espectadores del movimiento de unos seres sin más virtud que el valor. La voz narradora asume y sintetiza el universo y se va descubriendo como testigo de los sucesos: «Estuve allí y sé de lo que hablo».
Entiendo que la apuesta de Eduardo Calvo es doble. Analizar la naturaleza humana en un mundo (el nuestro) donde los principios éticos se han desmoronado, situándola en el laboratorio de la guerra. Recuperar para la literatura contemporánea la dicción de los clásicos latinos, actualizando su registros y anclándolos en un tiempo estético novedoso. El género seguiría siendo el de la épica, pero proyectado en una distopía futurista. Y el canto, el mismo y resignado canto sobre la ineptitud violenta de los seres humanos.
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