Azorín no estuvo solo en ese largo proceso de descubrimiento de España, deambulando por París. Más allá de sus compañeros de viaje y amigos (Baroja, sobre todo, con quien llegó a coincidir en el parisino Colegio de España), Azorín se cruza en la capital francesa con Ignacio Zuloaga (autor del legendario retrato azoriniano), Sebastián Miranda, Menéndez Pidal, Ortega, Marañón, Pérez de Ayala, Miguel Pérez Ferrero, entre muchos otros, sin olvidar una o dos generaciones de grandes hispanistas, como Baruzi, Cassou, Marcel Bataillon, Marcelle Auclair. Mucho más… cuando Azorín escribe Españoles en París. Pensando en España, los artículos de Trasuntos de España, recuerda el destino muy semejante al suyo de otros españoles desterrados, voluntaria o involuntariamente en París, insistiendo en la continuidad y los paralelismos: «¿Y es que tú, Juan Luis Vives, no vas a volver más a España? ¿Y es que tú, Fernán Pérez de Oliva, no te acuerdas de Córdoba? Por lo bajo digo para mí que yo, en este austero patio de la Sorbona, sí que estoy sintiendo vivamente a España».
El París de Azorín es el escenario de sucesivos viajes y destierros, entre dos grandes crisis históricas, el Desastre del 98 y la Guerra Civil de 1936. El hundimiento del Maine en puerto de La Habana y el patético envío del crucero Vizcaya a Nueva York fueron dos símbolos atroces del hundimiento no sólo moral de la nación española. El Guernica picassiano y las fotografías de Robert Capa de las columnas de refugiados españoles en Francia son dos imágenes emblemáticas, entre muchas otras, claro está, de la inmensa tragedia colectiva que la élite intelectual española contempló masivamente desde el destierro, europeo o americano.
La luminosa tarde del 13 de octubre de ¿1899? Rubén Darío se tropezó con don Gaspar Núñez de Arce, no sé si casualmente, en la librería Fe de la madrileña Carrera de San Jerónimo, y «el primer poeta de España» (así califica el joven nicaragüense a un hombre que había alcanzado, con creces, la gloria nacional propia de esa condición) invita a su joven amigo a dar un paseo, juntos, hasta el Prado. Rubén, visiblemente emocionado, ante un monumento que camina con bastón y paso vacilante, aprovecha la ocasión, nada frecuente, para intentar hablar de las más graves cuestiones, la poesía, el arte, la cultura, la historia, España. Desencantado, Núñez de Arce no cree en las Musas, no cree en la Ciencia. Todo es vano, ilusión y muerte. ¿El arte? Un campo de ilusiones. ¿España? Una ilusión. «¡La nacionalidad española!, un sueño», declara Núñez de Arce a Rubén, intentando hacerle comprender la realidad de ese espejismo cruel: «Al primer cañonazo que se oiga en la Península ya verán cómo se deshace la nacionalidad española…». Tres décadas más tarde, desterrado en el Reino Unido, Luis Cernuda escribe: «¿España? España ha muerto».
Desde París, en el 98 y en el 36, más tarde, la generación de Azorín y Baroja intentó comprender los males de la patria que habían atormentado de manera tan dramática no sólo a Núnez de Arce y Cernuda. A caballo entre el 98 y el Modernismo, Ruben Darío dio a tales agonías la dimensión trasatlántica que más tarde prolongarían Juan Ramón Jiménez y Lezama, a través de la generación de Orígenes. Baroja, como Azorín, se «sirvió» de París para interrogarse por el puesto de España en Europa en una de sus novelas capitales, El árbol de la ciencia (1911):
«El estudiante culto, aunque quisiera ver las cosas dentro de la realidad e intentara adquirir una idea clara de su país y del papel que representaba en el mundo, no podía. La acción de la cultura europea en España era realmente restringida, y localizada a cuestiones técnicas, los periódicos daban una idea incompleta de todo; la tendencia general era hacer creer que lo grande de España podía ser pequeño fuera de ella y al contrario, por una especie de mala fe internacional.
»Si en Francia o en Alemania no hablaban de las cosas de España, o hablaban de ellas en broma, era porque nos odiaban; teníamos aquí grandes hombres que producían la envidia de otros países: Castelar, Cánovas, Echegaray… España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo. Todo lo español era lo mejor.
»Esa tendencia natural a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aísla, contribuía al estancamiento, a la fosilización de las ideas».
A partir de tal convencimiento íntimo –que Baroja expresa a través de uno de sus grandes personajes, Andrés Hurtado–, para el novelista, «vivir en París para mí era darme cuenta de lo que podía ser un español ante el mundo europeo».
Quede constancia, pues. Para Baroja, vivir y escribir en París, escribir sobre París, es su manera más íntima y profunda de intentar comprender qué «puede ser» un español en Europa. Baroja descubrió a Nietzsche en El Paular, a través de su amigo Paul Schmitz, uno de los primeros traductores al español del filósofo alemán, entre otras amistades y lecturas. Pero las traducciones francesas de Nietzsche y Schopenhauer permitieron profundizar cuestiones importantes. A través de París –encrucijada histórica y urbana– los héroes barojianos descubren buena parte de las revoluciones y estallidos sociales que influyen de manera capital en España. La serie de Aviraneta reconstruye incontables tramas e intrigas franco-españolas, al filo de la invasión napoleónica. París es el balcón desde donde don Pío contempla la pavorosa tragedia de la Guerra Civil, tras haber seguido con el mismo e insondable desencanto los espasmos del Desastre del 98.
A finales del xix y primeros del xx, Baroja viajó por España y el norte de África (Tánger). Solo o acompañado de su hermana Carmen viajó por Londres, Roma, Bélgica, Suiza, Alemania, Noruega, Holanda y Dinamarca. Hay muchas huellas de esas idas y venidas barojianas. Pero es en París donde su obra echa sus raíces más hondas. París es el escenario de una veintena corta de libros: Los últimos románticos (1906), Las tragedias grotescas (1907), La sensualidad pervertida (1920), El amor, el dandismo y la intriga (1922), Las veleidades de la Fortuna (1926), El gran torbellino del mundo (1926), Todo acaba bien a veces (1937), Susana y los cazadores de moscas (1938), Ayer y hoy (1939), Laura o la soledad sin remedio (1940), Canciones del suburbio (1944), El hotel del Cisne (1947), Desde la última vuelta del camino (1948), Los enigmáticos (1948), El cantor vagabundo (1950), Paseos de un solitario (1955), Aquí París (1955), Desde el exilio (1999) –artículos de 1936-1943–, Los caprichos de la suerte (2015). París está igualmente muy presente en muchos otros libros: Silvestre Paradox (1901), La dama errante (1906), César o nada (1910), Los caminos del mundo (1914), Con la pluma y con el sable (1915), La Isabelina (1919), El sabor de la venganza (1921), El nocturno del hermano Beltrán (1929), La familia de Errotacho (1932), Crónicas escandalosas (1935), Desde el principio hasta el fin (1935), El cura de Monleón (1936), Locuras de Carnaval (1937), Las veladas del chalet gris (1952). Enumeración evidentemente incompleta, a título de apresurado recuerdo provisional.
París ocupa en las memorias barojianas de Desde la última vuelta del camino (1948) un puesto esencial, encrucijada urbana, cultural e histórica. De Vidas sombrías –uno de los libros de cuentos más importantes de la historia literaria española– a El hotel del Cisne –que yo mismo califiqué de novela «surrealista»– el arte novelesco de Baroja posee una riqueza inusitada de «tonos» y recursos, unidos, sin duda, a través de la gracia de su reflexión íntima –el desencanto barojiano puede entenderse como un don único en el arte de usar los adjetivos calificativos– sobre dos siglos cortos de cultura española: de Aviraneta a Cipriano Mera, de la resistencia contra la soldadesca napoleónica a la Guerra Civil, en Madrid, Baroja revisa y reescribe, a su manera, en cierta medida, muchos de los jalones y tragedias de la historia moderna de España, desde una óptica crítica, desencantada, feroz, indispensable para comprender el reverso de las historias oficiales. Esa gigantesca reflexión novelesca se forja en bastante medida en París, a través de lecturas parisinas, a través de personajes que se cruzan en París durante dos siglos cortos y medio centenar de libros (novelas, artículos periodísticos, poesía, etcétera).
Del folletín decimonónico –donde Baroja toma parte de sus fuentes sobre las guerras napoleónicas, sobre las revoluciones parisinas del xix, sobre sus anarquistas reciamente españoles iluminados a través de las farolas de la Comuna parisina– a los fragmentos oníricos de El hotel del Cisne, la historia del relato y la novela española también sufren metamorfosis mayores.
Comentando en ABC –23 de junio de 1946– la primera edición de El hotel del Cisne, M. Fernández Almagro afirmaba: «[En esa novela] constituida de muchas novelas que huyen, hallamos un Baroja confirmado y superado. Se le podría explicar, en parte, por la influencia del llamado “vanguardismo”, y, concretamente, del “surrealismo”». Aterrado ante semejante afirmación, el crítico se desdice inmediatamente: «¡Bobada insigne! El hotel del cisne es clásico en la ciudad que Baroja continúa levantando, abierta a todos los vientos de una inspiración que es así: como la vida y como el sueño». Tras denunciar la «bobada» del «vanguardismo» y el «surrealismo», el crítico de ABC se inclina ante la evidencia: relato «inspirado» en los sueños.
Mi Baroja. Surrealismo, terror y transgresión se publicó en 1974. Sally W. Thornton publicó en 2005 (Hispanic Journal, vol. 26, nº 1-2) su ensayo «Pío Baroja and Procopio Pagani in Paris. Surrealist images of a World Gone Mad». Antonio Regalado escribía en Leyendo a Baroja, en 2012: «Baroja no tuvo mucha estima por el surrealismo, aunque algunos de los sueños de Pagani hubieran podido pasar en aquel momento por textos surrealistas…». A partir de ahí, Regalado evocaba el paralelismo de El hotel del Cisne barojiano con el hotel y las cofradías de El Bosco, en El carro de heno… Paralelismos que fui el primero en subrayar, por extenso, en mi locura personal de 1974. Entre mi primera provocación y el ensayo de Antonio Regalado, la novela barojiana transcrita/mecanografiada por Miguel Pérez Ferrero –¿pudo influir de alguna manera en la redacción final del libro?– con fragmentos oníricos, surrealistas, ha sido incluida en sucesivas antologías del relato fantástico español.
¿Es necesario recordar que don Pío no fue un escritor surrealista? Calificativo que le hubiese horrorizado, claro está. Queda lo esencial. El más grande, quizá, de los novelistas españoles del siglo xx comenzó escribiendo relatos cortos de una factura clásica ejemplar, escribió novelas de la más diversa factura, y terminó transcribiendo fábulas oníricas de este tipo, en El hotel del cisne:
«Saco un cigarro, enciendo una cerilla y la tiro con desdén a un automóvil viejo próximo. Al choque de la cerilla, el automóvil presenta primero un punto brillante, va éste aumentando de tamaño y después se extiende a todo el coche, que inmediatamente queda rojo como un ascua. El automóvil baja la cuesta del monte incendiando cuanto encuentra a su paso. La mujer que dirige la fila de vagoneta hace marchar su aparato con habilidad y va detrás del automóvil incandescente. Por en medio del campo cruzan ahora grandes trenes, entre llamas, a gran velocidad. El lago se ilumina con las luces rojas».
El narrador que contempla esa escena alucinante se pregunta: «¿Qué va a pasar aquí?». Y se responde: «¡Esto es algo del Apocalipsis!».
Baroja sitúa su hotel del Cisne en la parisina rue des Solitaires, en el barrio de Belleville, tan próximo del cementerio del Père-Lachaise y el Mur des Fédérés, tan esenciales en el desenlace trágico de la Comuna de París, a la que don Pío consagró tantas páginas y varias novelas. Hacia 1945-46, los años de los sueños y visiones oníricas transcritas en El hotel del Cisne, ese automóvil y trenes en llamas corriendo por un paisaje en ruinas nos habla de los campos de batalla ensangrentados y las ciudades devastadas por los bombardeos estratégicos de la segunda guerra civil entre los pueblos europeos (1939-1945), prolongación de la Guerra Civil española de 1936-1939, a la que Baroja consagró varias novelas, alguna de las cuales culmina en el París de El hotel del Cisne. Cuando el narrador de esa novela exclama «¡Esto es algo del Apocalipsis!», la fábula onírica y la transcripción de un sueño surrealista nos hablan de la bíblica tragedia europea, a través del prisma de una metamorfosis capital de la novela española, en París.