Desde la rue Vignon, tras cruzar la plaza de la Madeleine, deambulando sin prisa por los bulevares, se puede continuar paseando por la avenida de la Ópera, hasta cruzar el Sena y llegar a la rue des Saints-Pères. En el número 6 de esa calle se encontraba a finales del xix la editorial Garnier, donde trabajaron no pocos españoles, de Antonio Machado a Eduardo Zamacois, muy cerca, en la misma calle, del hotel donde don Antonio enterró su condición de afrancesado jacobino, tras la crisis de hemoptisis de su joven esposa, Leonor, que terminó teniendo consecuencias fúnebres. Machado había vuelto a París en 1911 con el gran amor de su vida, gracias a una beca de la Junta para la Ampliación de Estudios de la Institución Libre de Enseñanza. Aprovechó para seguir algunas lecciones de Henri Bergson, en el Collège de France. La pareja Leonor-Machado pudo intimar con la pareja Rubén Darío-Francisca Sánchez. Pero el aura mítica del París de su primer viaje (1899) terminó transformándose para don Antonio en una pesadilla atroz de la que nunca se repuso. Entre el hotel de la rue des Saint-Pères, donde se hospedó con Leonor, y el centro médico del Faubourg-Saint-Denis, donde nadie pudo curar a la jovencísima recién casada, Machado perdió y no recobró nunca su fe jacobina. Quedaba una huella mucho más honda: sus relaciones no sólo amistosas con Rubén Darío, forjadas en París, una de las encrucijadas mayores de las poesías españolas y americanas.

Entre 1899 y 1910, Antonio Machado descubrió en París a Verlaine, Oscar Wilde y Jean Moréas, entre muchos otros autores, claro está. Pero fue su diálogo no sólo amistoso, creativo, con Rubén Darío, el que contribuyó a cambiar los rumbos de las poesías españolas de tres mundos (Juan Ramón dixit). ¿Queda alguna duda de que Darío fue el poeta más influyente del siglo xx, en lengua española? ¿Cómo olvidar que la influencia de esa alquimia verbal cristalizó en bastante medida en París, a través de la lectura de Víctor Hugo y Verlaine?

Pero vuelvo de nuevo a Azorín, referencia indispensable, en este terreno, para recordar las influencias mucho más que literarias que cristalizaron en París, ca. 1898, y él resume de este modo (ABC, «La Generación de 1898», IV y último, 18 febrero 1913):

«Indiquemos las diversas influencias que han obrado sobre las modalidades literarias de tales escritores:
Sobre Valle-Inclán: D’Annunzio, Barbey d’Aurevilly.
Sobre Unamuno: Ibsen, Tolstoi, Amiel.
Sobre Baroja: Dickens, Balzac, Gautier.
Sobre Rubén Darío: Verlaine, Víctor Hugo.»

 

Un siglo más tarde, las influencias avanzadas por Azorín quizá estén necesitadas de indispensables matizaciones.

Sin duda, Barbey d’Aurevilly y D’Annunzio están presentes en Valle-Inclán. Pero las Sonatas (1902-1905) son incomprensibles sin los cisnes parisinos y americanos de Rubén Darío. En El Ruedo Ibérico, las Comedias bárbaras y los esperpentos, la finísima orfebrería verbal del primer Valle-Inclán se ha enriquecido con muy otras y muy mayores alquimias, americanas y europeas. La lámpara maravillosa (1922) tiene muchas cosas en común con el Heinrich von Ofterdingen (1800) de Novalis. Las influencias parisinas en Valle Inclán también pudieron ser indirectas: traducciones francesas y americanas, que el frondoso verbo valleinclanesco transmuta en una prosa propia más próxima a las blaue blumen de Novalis que el decadentismo parisino de Barbey d’Aurevilly.

En el caso de Unamuno, parecen más o menos evidentes las influencias de Ibsen, Tolstoi, Amiel (¿a través de traducciones parisinas?). Sin embargo, el destierro parisino (1924) de don Miguel tiene otras dimensiones. Mal avenido en apariencia con París –«ciudad lumbre que alumbra mi pasado»–, víctima muy frecuente de los malhumores unamunianos, en París escribirá poesías que Jean Cassou tradujo al francés; en París redactará Como se escribe una novela (1925), un texto íntimo, que resume de este modo en una carta a Cassou:

«Entre ayer y hoy, de tres tirones, la he hecho y he quedado aliviado del parto. Y ¡qué parto! ¡Y qué criatura de dolor! Allí andan Mazzini, el Dante, Lamartine, Víctor Hugo, Balzac, Proust –¡hasta Valery Larbaud!–, mi mujer, mis hijos, el Rey, Primo de Rivera, M. Anido, Francos Rodríguez, Cristo y Dios. ¡Una tragedia! Y a pesar de estos hombres casi ninguna cita. Solo el proscrito Mazzini, de sus cartas de amor a Judith Sidoli. Creo que, a ratos, leyéndolo, el corazón del lector sentirá caer el cielo sobre las nubes aborrascadas, el grito de un águila herida en su vuelo se baña en sol. Y en justo 44 cuartillas de las mías, no mucho más que 22 hojas como ésta, creo haber hecho algo…».

 

Unamuno todavía «olvida» otra relación y diálogo quizá esencial con Jean Baruzi, el gran especialista en San Pablo, Angelus Silesius y… San Juan de la Cruz. Quizá no sea un azar que don Miguel también redactase en París su Agonía del Cristianismo (1925), fruto de prolongadas crisis íntimas que también tuvieron como escenario ocasional algunas iglesias parisinas (St. Étienne-du-Mont, St. Germain l’Auxerrois, St. Julien-le-Pauvre, de la que Azorín habla con mucho cariño en varias ocasiones).

Cuando Azorín subraya la influencia de Dickens, Balzac y Gautier en Baroja recuerda una evidencia. Quizá fuese imprescindible recordar igualmente a Victor Hugo, Alexandre Dumas, Paul Féval y Eugène Sue, entre otros. Don Pío fue un viajero empedernido. Pero sus relaciones con París y la cultura francesa son por sí solas un capítulo entero de las relaciones hispano-francesas, incluso más allá del 98, sin duda.

Otro tanto pudiera decirse de Rubén Darío, para seguir «matizando» las influencias azorinianas: Verlaine y Victor Hugo. Rubén fue él solo una encrucijada humana y literaria por donde se cruzaron todos los grandes personajes americanos y españoles de su tiempo. «Puente» esencial entre el 98 y el Modernismo, Rubén fue una suerte de continente literario. A su vera florecieron vocaciones, escuelas y pasiones, no solo literarias. Su reflexión cruel sobre don Pío («un escritor de mucha miga; se nota que es panadero») tuvo la incisiva respuesta barojiana: «¿Rubén? Tiene mucha pluma. Se nota que es indio». Anécdota repetida en incontables ocasiones, reflejo fiel y canónico de una atmósfera humana y literaria, indisociable de las bohemias parisinas y madrileñas del fin de siglo.

Tras la estela de Rubén, pero con el más puro y poderoso brío propio, el Antonio Machado parisino es el origen último de varias de las más decisivas metamorfosis literarias que vendrían. Tras la publicación de sus Soledades (1903), don Antonio analizaría ese libro de este modo:

«Las composiciones de este primer libro, publicado en enero de 1903, fueron escritas entre 1899 y 1902. Por aquellos años, Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría. Yo también admiraba al autor de Prosas profanas, el maestro incomparable de la forma y de la sensación, que más tarde nos reveló la hondura de su alma en Cantos de vida y esperanza. Pero yo pretendí –y reparad en que no me jacto de éxitos, sino de propósitos– seguir camino bien distinto. Pensaba yo que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo. Y aun pensaba que el hombre puede sorprender algunas palabras de un íntimo monólogo, distinguiendo la voz viva de los ecos inertes; que puede también, mirando hacia dentro, vislumbrar las ideas cordiales, los universales del sentimiento. No fue mi libro la realización sistemática de este propósito; mas tal era mi estética de entonces».

 

Casi todo lo esencial está dicho.

Antonio Machado consuma una síntesis seminal entre los simbolismos franceses, los modernismos americanos y el gran estilo castellano (el Romancero, Jorge Manrique, Bécquer, etcétera). Él consumará una síntesis todavía muy viva y fructífera un siglo más tarde, sirviendo de «puente» entre Rubén y Juan Ramón Jiménez.

Pensionado por la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, Machado vuelve a París (1911) para cursar estudios de filología francesa acompañado de Leonor. Asistirá a los cursos de filología de Bédier y el curso de filosofía moderna de Henri Bergson. Seis meses antes de que se descubriese la tuberculosis de Leonor, Rubén Darío publicó en la revista parisina Mundial Magazine el relato en prosa «La tierra de Alvargonzález» (1911). Entre el poeta de Soledades, heredero de Verlaine y Rubén, y el autor del relato y romance «La tierra de Alvargonzález», parte esencial de Campos de Castilla (1912), la poesía escrita en lengua castellana sufre una evolución histórica capital, consumada en París en bastante medida; y a través de las lecturas e influencias parisinas. El castellano más puro del poeta español más puro florece en un destierro parisino y francés que comenzó siendo muy feliz para culminar en la más angustiosa desolación íntima.

En el prólogo de 1917 a sus ginas escogidas, escribe Antonio Machado:

«Pensé que la misión del poeta era inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen, no obstante, por sí mismas. Me pareció el romance la suprema expresión de la poesía, y quise escribir un nuevo Romancero. A este propósito responde «La tierra de Alvargonzález». Muy lejos estaba yo de pretender resucitar el género en su sentido tradicional. […] Mis romances no emanan de las heroicas gestas, sino del pueblo que las compuso y de la tierra donde se cantaron; mis romances miran a lo elemental humano, al campo de Castilla y al libro primero de Moisés, llamado Génesis».

 

Ahí es nada. Los cisnes modernistas caen en el polvo popular, épico y trágico del Romancero, releído a través de la Biblia y las grandes convulsiones históricas que precipitarían las dos grandes guerras civiles europeas del siglo xx.