Gabriel Zaid
Cronología del progreso
Penguin Random House,
Ciudad de México, 2016
208 páginas, ebook 7.99€
En el panorama del ensayo hispánico moderno, México se ha destacado, entre otros factores, por haber perfilado y mantenido un patrón claramente montaigniano de entendimiento del género. De Reyes a Paz resultaría superfluo esbozar una lista de nombres demasiado conocidos, pero sí conviene apuntar que el montaignismo mexicano cuenta hoy con dos vertientes, la universitaria y la literaria. Con respecto a la primera, pienso en la labor colectiva de los grupos de investigación del cialc-unam encabezados por Liliana Weinberg, a quien específicamente debemos monografías imprescindibles que nunca eluden el examen de los Essais –cabría mencionar, como botón de muestra, El ensayo, entre el paraíso y el infierno (2001), Pensar el ensayo (2006) y El ensayo en busca del sentido (2014)–. Con respecto a la segunda vertiente, sería imposible soslayar a Adolfo Castañón, quien, en las sucesivas ediciones ampliadas de Por el país de Montaigne, ha levantado desde 1995 hasta 2015, con virtuosismo, una memorable «torre» ensayística personal inspirada en aquella en la que el clásico francés se entregó a la escritura.
En el marco de tal tradición se aprecia a cabalidad la posición central de la extensa y sostenida obra de Gabriel Zaid. En varias oportunidades su montaignismo se ha manifestado, por supuesto, con remisiones al escritor renacentista, al que esta Cronología del progreso considera uno de los adalides de la «cultura libre» de la humanidad. Pero mucho más se percibe dicha filiación en su práctica del género. «La autoridad del ensayo no está en la prueba, como en la memoria científica, sino en el autor […]. Nos propone algo discutible, en un discurso del autor como desdoblamiento de la conciencia crítica del lector», ha aseverado en otro de sus libros, Ensayos sobre poesía (1993), lo que sugiere que la poética de Zaid, aun cuando lo haga de modo tácito, arraiga plenamente en la de Montaigne.
Mejor evidencia no hay que el volumen que aquí comento. En primer lugar, por entronizar un sustrato dialogante afín al de los Essais, construidos gracias a la relación entre una primera y una segunda persona a partir del aviso introductorio «Au lecteur». Para ello, Zaid echa mano de un nosotros ni mayestático ni científico que insinúa la cercanía de quien escribe y quien lee: «El fuego, la cocina, la agricultura, la vida sedentaria, nos permiten producir y consumir más, pero el progreso nos vuelve arrogantes […]. No estábamos tan mal en la vida nómada, cuando andábamos de vagos por el Paraíso»; «Hoy, si podemos elegir entre tener más tiempo o más cosas, preferimos más cosas. Y no entendemos a los que quieren limitarse a producir para vivir». El pasaje precedente introduce uno decisivo para vislumbrar la totalidad del proyecto pensante de Cronología del progreso: «Hay algo absurdo en la obsesión de producir por producir […]. Producir es producirse: como creador, como hacedor de cosas. Producir es realizar lo imaginable. Producir es ser más […]. Producir es una conversación entre las manos, la imaginación y la materia». El postulado se remata constatando que esa conversación de las manos –alegoría solapada de la propia escritura zaidiana– se inserta en una fusión de los dominios del arte y la ética: «La más alta producción, la que rebasa la vida vegetal y animal, es el arte y la conversación: la producción de una vida comunicante en una “ecología” antes desconocida».
Abundan las tesis en estas páginas; la principal sería que el progreso es «anterior a la mentalidad progresista […]. Hay progresos de la materia, de la vida, de la libertad, de la crítica, del amor. Progreso es toda innovación favorable de la vida humana». La argumentación, no obstante, jamás oscurece o relega a un segundo plano los impulsos verbales. El más fascinante de estos lo constituye la cristalización sutil de un personaje ensayístico, fruto del elaborado yo del modelo montaigniano –que a lo largo de la historia ha sido capaz de intensificarse y dar pie incluso a entidades semificticias como el Elia de Lamb, el Zaratustra de Nietzsche, el Próspero de Rodó, el Luder de Julio Ramón Ribeyro o el Blas Coll de Eugenio Montejo–. En lo que atañe a Zaid, su hablante suele estar dotado no sólo de sagacidad, sino de una risa que consigue poner en perspectiva asuntos para nada extraños. Ocurre, para no ir lejos, con las ejemplificaciones imprevistas y el diestro uso de paralelismos que dinamitan la solemnidad disertante: «Durante milenios la energía externa aprovechada provino esencialmente de recursos vivos: de las plantas (comidas o quemadas); de los animales (comidos o domesticados […]); de los seres humanos (comidos o esclavizados)». En otras ocasiones, la distonía se logra con la introducción repentina de lo coloquial: «Las siguientes cifras, tomadas del mismo libro y de la web, están sujetas a muchos asegunes, pero son indicativas». O, también, con la recuperación del tono mesurado luego del gracejo: «La simbolización fue mejorada por los fenicios […] sustituyendo los pictogramas por rasgos breves que representaran las consonantes (como p). Ya no hacía falta un millar de pictogramas: bastaban dos docenas de letras; aunque con cierta ambigüedad, porque no se escribían las vocales: parra, perra, perro y porro se escribían igual (prr). Lo cual se prestaba a titubeos y confusiones». No falta, desde luego, la sabia aplicación de estrategias irónicas que tienen en Jonathan Swift, con A Modest Proposal (1729), un maestro moderno: «Llegará el día en que los pobres sean protegidos como una especie en extinción. Habrá zonas de veda, parques turísticos y hasta aldeas más o menos auténticas que ilustren cómo vivían. Quizá los visitantes admiren la inteligencia y dignidad con que se puede vivir estrechamente. Pero será difícil explicarles cómo pudo haber pobres en medio de la abundancia».
Me he referido a una novedosa puesta en perspectiva de los temas abordados. El calculado extrañamiento se suscita con desparpajo cuando en una lista de progresos de la humanidad vemos, a poca distancia, en 1550 la aparición de las comillas para citar y, en 1552, los esfuerzos de Bartolomé de las Casas por promover los derechos humanos de los indios; la publicación de los Ensayos de Montaigne en 1580 y la invención del tequila en 1600; que Witold Lutosławski compusiese Cadena 2 para violín y orquesta en 1985 y que, en 1986, comenzara a emitirse The Oprah Winfrey Show. En esta singular lista de casi setenta páginas, precisamente, hallamos una performance detenida de las consecuencias que tiene la concepción zaidiana de un progreso independiente del progresismo. Sobre el lector se cierne, además de la certidumbre de que el ser humano es heterogéneo y contradictorio, la sospecha de que la prosa de este libro está en deuda con los Wunderkammern, los gabinetes de rarezas y maravillas del Renacimiento tardío y el Barroco, cuyo equivalente verbal aproximado son las protoenciclopedias medievales o colecciones como la Silva de varia lección de Pero Mexía (tan influyente en Montaigne, por cierto). En efecto, uno de los procedimientos probatorios predilectos de Zaid es el acopio de curiosidades, de datos a primera vista no relacionados, relativamente autónomos, como fenómenos dignos de nuestra atención que a la larga revelan una trama secreta de afinidades. El resultado es el de realzar el poder de la óptica del sujeto que colecciona conocimientos. En ese sentido, la voz zaidiana, aunque nunca estentórea, es innegablemente moderna, de cariz renacentista. La mayoría de los capítulos de Cronología del progreso se atienen a la técnica de la amplificación acumulativa; daremos con una sucinta ilustración en la apertura del titulado «Señales»: «Los peces de un cardumen cambian de rumbo simultáneamente. Las orcas (los leones, los chimpancés) cooperan para atacar. Las abejas y las hormigas emiten señales de orientación para el enjambre. La coordinación entre individuos de la misma especie es, al menos, tan antigua como los peces: 500 millones de años». Más adelante, en el mismo ensayo, las agregaciones no dejan de recordarnos el empleo de exempla estipulado por la antigua retórica y diestramente replanteado por Montaigne para erigir un muestrario de su subjetividad, regida no tanto por principios morales o sapienciales como por el gusto, la intuición o la inmediatez afectuosa. Leeremos, así, que, en su ansia de registrar la oralidad, la escritura ha propiciado, uno tras otro, sistemas o artilugios tan diversos como la taquigrafía usada por Jenofonte para apuntar lo que decía Sócrates, la máquina de escribir al tacto inventada por Pellegrini Turi para su amada ciega, la más prosaica máquina de Gutierre Tibón y, finalmente, el procesador de textos ideado por los Laboratorios Wang. Lo cierto es que la tendencia ensayística a lo misceláneo y a las aproximaciones flexibles al mundo, palpable en el género desde su fundación –piénsese no sólo en Montaigne, sino en Francis Bacon o William Cornwallis–, se manifiesta en la visión que ofrece Zaid de un problema que lo apasiona, el progreso, y le allana el camino para articular un humanismo donde lo divergente o conflictivo se diluyen en comunión universal.
Ello explica que la risa de sus meditaciones vaya siempre de la mano con la profundidad, o que uno de los motores constantes de sus propuestas sea lo paradójico: «Con el progreso nace la crítica del progreso»; «La especie humana tardó mucho en dedicarse a producir. Hasta hace poco, se dedicaba a vivir»; «La conciencia moral también progresa, aunque se hable de retraso y hasta de degradación frente al progreso material». Y no podía ser de otra manera: en el buen ensayista la sustancia de las ideas acaba siendo indisociable de la expresión, de la poesía de un sujeto para quien el pensamiento, cualquiera que éste sea, se carga de voluntad estética.