Miguel Ángel Ortiz Albero
Un andar sosegado. Paseos con Peter Handke
Fórcola, Madrid, 2020
222 páginas, 17.50 €
POR ELOY TIZÓN

 

Caminar es un juego completamente serio. No se trata de una broma, ni de un chiste, ni de una boutade. Caminar es una empresa arriesgada, que compromete el cuerpo y la mente. Un paso y otro y otro. Se trata de eso. Se camina con lo que se es, igual que se escribe con lo que se es. Ni más ni menos. «Es necesario abandonar el viaje, maldita necesidad, para volver al paseo».

La escritura no sirve de atajo para llegar puntual a una cita urgente, sino que más bien es un rodeo de aire, un arte de la circunvalación y la metáfora. Se escribe como se camina: para aplazar, para dilatar el tiempo y sus rigideces y tentaciones. Escribir –caminar– no resuelve nada (Solvitur ambulando, decían los antiguos: «Se resuelve andando»), sino que ambas actividades más bien favorecen la circulación de ciertas resistencias mentales, algunos nudos internos; sirven para abrir, para desatascar, para remover, a la manera de nuestra María Zambrano, claros del bosque.

Caminar y escribir son dos de las grandes pasiones del austríaco Peter Handke, desplegadas a lo largo de una obra narrativa intensa y amplia, merecedora de recibir el Premio Nobel de literatura. Y ahora, otro escritor, el aragonés Miguel Ángel Ortiz Albero (Zaragoza, 1968), ha decidido lanzarse en busca de sus huellas, rastrear sus desplazamientos –físicos, morales–, bien sea cubriendo las etapas del Camino de Santiago o de la sierra de Gredos, con el propósito de compartir con los lectores una especie de antimapa de lugares, que no sirve para orientarse, sino tal vez para perderse con mayor consistencia.

Ortiz Albero insiste mucho desde las primeras páginas de su ensayo en que «aquí no va a pasar nada». Su advertencia constituye una forma lícita de desinflar las expectativas demasiado ampulosas de posibles lectores ante la figura –frágil pero a la vez intimidante– del peregrino Handke, sin necesidad de establecer conclusión alguna ni alcanzar un descubrimiento definitivo, de validez universal.

Lo mejor que puede decirse de este precioso ensayo, Un andar sosegado. Paseos con Peter Handke, es que Ortiz Albero se ha dejado llevar. No se ha impuesto limitaciones ni horarios, ni ha reprimido su instinto nómada ni su avidez lectora. El suyo es un paseo estimulante y gozoso a través de un jardín de senderos que se bifurcan, entre hojas caídas y cortezas de abedules, «en ese trayecto que va del caminar a la escritura, o desde el que se construye una escritura del caminar».

No se trata, desde luego, de un acercamiento erudito a la obra, vasta y versátil, de Peter Handke, sino más bien de una libérrima conversación de años con sus libros, sus entrevistas, sus manías, sus formas y repeticiones, hasta ir entrando poco a poco en su ritmo y sus silencios, adentrándose en su espesura (Handke como bosque), mimetizándose con el escritor amado en un intercambio amistoso que solo vale calificar de espiritual.

Esta voluntad de anteponer la subjetividad, la fe en el paseo como ejercicio de subversión que no puede –no debe– ser sometido a normas ni restricciones es lo que personaliza y diferencia este ensayo de Ortiz Albero y lo aleja de esos otros tratados del caminar –también valiosos–, que tanto han proliferado en los últimos años en las editoriales españolas: desde Andar. Una filosofía, de Frédéric Gros, al Caminar, de William Hazlitt y Robert Louis Stevenson; Elogio del caminar, de David Le Breton; Del caminar sobre hielo, de Werner Herzog, o incluso el álbum ilustrado Manual del buen paseante, de Raimon Juventeny. Y podría citar unos cuantos más.

Conocedor profundo de la obra del nobel austríaco (de eso no cabe la menor duda), Ortiz Albero ha preferido, en cambio, huir de lo sistemático y de la ortopedia enciclopédica –que muy bien podría haber escrito, pues está capacitado de sobra para ello– para, en su lugar, deleitarnos con un ensayo también deambulatorio, antiacadémico, muy literario, azaroso, por momentos lírico, laberíntico en el mejor sentido, lo cual le permite desplazarse con entera libertad y un punto de capricho (¿por qué no?) a través de toda la producción artística de Handke barajando citas, referencias, escenas y personajes.

Se diría que, más que analizar los textos del autor de La mujer zurda, La tarde del escritor, El miedo del portero ante el penalti o Historia del lápiz (entre muchos otros títulos), Ortiz Albero los camina, los trastea, los transita con delectación y calma, pero también con la urgencia apasionada del merodeador o wanderer. «El libro –dice Ortiz Albero que dice Handke– debe ser una iluminación, debe permitir que lo conocido se aparte, que cambie de lugar, que los caminos conduzcan a lugares desconocidos por rutas desconocidas, que el lector pueda ubicar la historia allí donde desee».

No todo, por supuesto, es beatitud zen. También hay rabia e impaciencia ante este mundo rebosante de estupideces y signos. Ortiz Albero enfoca con su linterna la imagen poderosa y sorprendente de Peter Handke de mal humor, dominado por la ira, irritado ante la saturación de postes indicadores en los caminos que impiden ver nada, letreros por todas partes que llega a arrancar provisto de unas tenazas, «aunque los clavos estuviesen oxidados y profundamente hundidos en los árboles. ¿Qué necesidad hay de esos artefactos ridículos?».

La materialidad física del mundo no es algo desdeñable. Basta con recordar que Handke urdió el guion que sirvió de base literaria para el vuelo majestuoso que su amigo Wim Wenders filmó bajo el título de Cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987). En esta película inolvidable, el ángel interpretado por Bruno Ganz reniega de su condición etérea, no por razones teológicas, sino por el simple deseo de abrazar y fundirse con lo prosaico, de sentir la animalidad del hambre y la sed: «No es que quiera tener un hijo ni plantar un árbol, pero qué agradable debe de ser volver a casa después de un largo día de trabajo y dar de comer al gato como Philip Marlowe, tener fiebre, mancharme los dedos con la tinta del periódico, emocionarme no solo por asuntos espirituales, sino por la comida, por el contorno de una nuca, por una oreja».

Entre lo sagrado y lo profano no media más que una taza de café, un periódico que cruje, el olor de una tostada recién hecha. De albergue en albergue, desprende un eco medieval esta andadura de Handke recreada por Ortiz Albero, algo que se sitúa entre el voto de silencio y el de pobreza, que termina desembocando en una postura política, de alergia a las aglomeraciones, a la contaminación del ruido y al consumismo influencer.

Lejos tanto de la avidez coleccionista del viajero como de la fogosidad épica del deportista –ni ángel ni cicerone–, el caminante sin rumbo desafía la lógica mercantil de la rentabilidad y el aprovechamiento máximo. El tiempo, para él, no es oro. Desde ese andar improductivo, alejado de cualquier afán utilitario, al menos temporalmente, se sitúa fuera del mercado, fuera de cobertura, sin la menor pulsión dramática de poder ni ánimo competitivo con nadie, ni siquiera consigo mismo.

La relación de Handke con el espacio, cómo no, determina su relación con la narrativa. Contar historias, a Handke, le interesa muy relativamente. Su aproximación al tiempo del relato suele ser elusiva, indirecta, reticente, como quien pasa de refilón por un resquicio angosto. Handke prefiere, con diferencia, los alrededores de las historias a las historias mismas, los descampados, las afueras del acontecimiento y de la ciudad letrada. Por eso camina a solas y en silencio, sostiene Ortiz Albero: para purificarse, para ausentarse, que es otra manera, la suya, de estar presente en zigzag; ya no lo vemos. «Narración y estepa pasan a ser una misma cosa».

Tras leer Un andar sosegado, queda claro que Handke está lejos de ser un flâneur. Se parece, pero no es lo mismo. La estrategia del flâneur se presenta vinculada al desarrollismo urbano, discurre en paralelo al estallido de la publicidad, de los medios de comunicación y el crecimiento del capitalismo a gran escala en las principales metrópolis. Todo flâneur tiene algo de grafitero (aunque no pinte grafitis), a la manera de Baudelaire o Walter Benjamin. Handke da la espalda a la ciudad, se encamina al campo, se recrea en parques mustios del extrarradio (el llamado terrain vague) y su vagabundeo lo emparenta más bien con esos eternos aprendices huidizos del suizo Robert Walser –y, más atrás, con aquellas Ensoñaciones de un paseante solitario, de Jean-Jacques Rousseau–: las manos en los bolsillos, la mirada perdida en la lejanía, el estómago que ruge.

Walser como referente último de desposesión y lejanía. El paseo de Walser arranca una hermosa mañana, en el momento en que el narrador se ve dominado por el impulso, según declara en la primera frase, de «abandonar el cuarto de los escritos o los espíritus». ¿Será ese el motor último del vagabundear eterno?, ¿escapar de los fantasmas de nuestro escritorio?

Los caminantes sin brújula tienen uno de sus faros ineludibles en las transcripciones que realizó Carl Seelig de sus Paseos con Robert Walser. Allí Seelig da cuenta de sus excursiones, charlas y merodeos con el narrador helvético –antepasado literario de Handke–, cuando ambos recorrían a pie la región en los días libres que le permitían abandonar por unas horas el sanatorio psiquiátrico en el que Walser se encontraba internado. Allí se lo encuentra Seelig, bajo una ligera nevada, «sin gabán, pero con un paraguas cerrado que se asemeja a una salchicha».

Se trata, pues, de permeabilidad. De vivir el paseo y la escritura a la intemperie como rituales de meditación y olvido, la mente en calma, porosa. Y de asumir el riesgo de perder el hilo, de extraviar el Norte y encontrarte ante un callejón sin salida, frente a una no-historia, las suelas de las botas desgastadas, con tus tenazas de arrancar carteles inoportunos. ¿Qué hacer entonces? Uno puede equivocarse. Quedarse sin sendero, sin discurso, en la inopia, con la palabra esquiva en la boca a punto de ser pronunciada. No importa. Miguel Ángel Ortiz Albero nos recuerda que «es necesario olvidarse de sí, callar dentro de uno. Ahí estará el hallazgo». El tesoro es regresar a casa con las manos vacías.

Andar es lo contrario de desfilar. No se trata de obedecer órdenes y marcar el paso, sino de refutarlas. Ni consignas, ni himnos, ni banderas. Aquel que camina baila solo, siguiendo un acorde que nadie más escucha y que nadie más comprende. Al final de la tarde no hay premios, no hay castigos, no hay medallas ni bendiciones. Gana el más lento.