Michel Houellebecq
Serotonina
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama, Barcelona, 2019
288 páginas, 19.90 €
POR EDUARDO LAPORTE 

 

Ampliación del campo de batalla (1994) fue la primera novela de Michel Houellebecq (1958), pero con la que alcanzó verdadera repercusión fue con Las partículas elementales, que llegó a España en 1999 de la mano de Anagrama y empujada por un vendaval mediático. Su retrato entre nihilista, pesimista, descarnado y poéticamente lúcido al describir la decadencia moral de Francia caló entre los lectores y lo colocó en la posición de escritor con mayúsculas. Aquel que, a diferencia de un publicista, señala verdades incómodas y, como animaba María Zambrano, escribe de lo que nadie habla.

Tocaba a su fin el periodo de mayor prosperidad, paz y bienestar del que probablemente ninguna sociedad se hubiera beneficiado antes con tanta holgura como la francesa. Tras el vapuleo de dos guerras mundiales, la recuperación económica que se coció en la posmodernidad generó un músculo burgués tan sólo amenazado durante unos efímeros días de mayo, los del 68, para seguir su curso inquebrantable. Pero algo se iba pudriendo en la sociedad del bienestar, de los Carrefour, Casino y Monoprix, y Michel Houellebecq ponía el dedo en la llaga del materialismo, de la soledad, del descreimiento, como ninguno. Las partículas elementales. ¿Artista de una sola obra?

El autor de Serotonina se encargaría de demostrar con otras novelas que no era un bluf, tejiendo un universo propio que, si bien resultaba coherente y reconocible, corría el riesgo de sonar repetitivo. No se puede ser sublime sin interrupción, pero tampoco un constante enfant terrible. Así, Lanzarote, Plataforma y La posibilidad de una isla podrían verse como parte de una trilogía que celebra lo dionisiaco como principal apuesta de una sociedad que tras matar a Dios ha convertido el dinero y el sexo en el principal objeto de adoración. Se ve una tenue esperanza, como indica el título, y es ahí donde parece avanzar, quizá sin saberlo, un Houellebecq que muta de enfant terrible a algo más profundo.

Así lo vemos en El mapa y el territorio, donde la relación padre-hijo, de inusual intimidad, impregna todo el texto de una hondura considerable. Llegaría después una Sumisión en que la provocación, el épater le bourgeois seguiría siendo uno de sus motores principales, con esos recursos a felaciones varias a la mínima ocasión, y un planteamiento temático más gamberro que realmente profético. Como era la posibilidad de un ascenso tal de la masa social musulmana como para hacerse con el poder, cosa del todo insostenible más allá de la ficción en un país donde la integración de dicho colectivo, según diversos estudios, deja bastante que desear.

Con más gloria que pena, Houellebecq cumple más de dos décadas siendo el novelista —con permiso quizá del Nobel Patrick Modiano o de la muy leída Anna Gavalda— más seguido, admirado y comentado, aunque también el más controvertido de Francia. Tanto como para parodiar su propio rapto en la divertida película El secuestro de Michel Houellebecq, donde realiza un ejercicio de autoparodia sólo comparable a su autorretrato cáustico, con nombre y apellidos, de El mapa y el territorio, donde recrea su propia muerte.

Decían de Roberto Bolaño que era mago de un solo truco. Algo de eso se le podría achacar a Houellebecq, que llega a esta fase de su trayectoria con una mezcla de expectación pero también de sensación de déjà lu. Quizá consciente de haber explotado sus viejos trucos, Houellebecq debía ofrecer algo más en esta última entrega para no caer en el saco maldito de los escritores predecibles. Y, en una vuelta de tuerca sorprendente, lo logra. Abriendo, de paso, una nueva dimensión a su obra que supone un renacer literario.

Empieza fuerte Serotonina, con un protagonista, alter ego, sin censuras de lo políticamente correcto, hasta las narices de su pareja, la japonesa Yuzu. A la manera del Pasavento de Vila-Matas, lo que quiere Florent-Claude Labrouste es escapar, no sólo de su amante superficial y adicta a orgías que incluyen perros como dadores de placer, sino de su trabajo, de su vida vacía, fracasada. Esas primeras páginas son vibrantes, no sólo por su capacidad para bordear una provocación que en la era de los ofendiditos quizá tenga una nueva razón de ser, sino por la cohesión narrativa con la que se arranca. El deseo de huir, de construirse de nuevo, aunque sea desde una anodina habitación de un hotel Mercure, sumado a esa lengua viperina en la época del linchamiento a todo lo que suene machista regalan unas páginas jugosas en el primer tramo de la novela. No faltan eso sí, alusiones a glandes ensalivados y mamadas playeras, que luego contrapone con diversos ataques de disfunción eréctil, en buena medida provocados por los antidepresivos recetados por el psiquiatra (quizá el personaje más bien dibujado de la novela, cómico en su capacidad para saltarse los protocolos, hasta el punto de recomendar a su paciente pasarse «a las putas», a las que ahora llaman «escorts», le detalla).

Mientras, algunas digresiones que rompen clichés, como ésta sobre la incapacidad del varón de conquistar una autonomía real, interior: «Los hombres, en general, no saben vivir, no tienen ninguna familiaridad real con la vida, nunca se sienten en ella totalmente a gusto, por eso persiguen diferentes proyectos, más o menos ambiciosos o más o menos grandiosos, depende, claro está, fracasan y llegan a la conclusión de que habría sido mejor, simplemente, dedicarse a vivir, pero suele ser demasiado tarde». (Cita por cierto en la que se detecta un discurrir sintáctico a trompicones, con frases demasiado largas cuya estructura se repite en varias ocasiones y que cuesta discernir si es una particular voluntad de estilo o más bien desidia).

Aymeric, el otro gran personaje de la novela, que surge cuando se agota la vía de Yuzu, sobrevive en el campo como vestigio aristocrático de un linaje venido a menos que trata de reinventarse en el sector del turismo de calidad. La visita que le hace Florent-Claude, con la Navidad de telón de fondo, a una suerte de bungalós turísticos, ofrece un retrato acerado de la soledad, el nihilismo y los empeños errados. Aymeric, como a su manera algo tosca lo hacía Yuzu, encarna ese ser desprovisto de luz que acabará inmolándose, literalmente, por una causa que ni siquiera es la suya del todo, en uno de los momentos más verdaderos de la novela. Y de la vida del personaje. Como lo es también echar la vista atrás para descubrir que la luz estaba donde siempre uno había intuido y que sólo bastaba quitarse la venda y ablandar el corazón para recibirla.

Pero es una página, la última, y aquí incurrimos en spoiler, en la que el autor se la juega, creando un antes y un después en toda su narrativa. Porque la posibilidad de una isla que ahora se sugiere llegaría a través de la fe, cristiana en este caso. Como si toda la molicie de una sociedad que busca la satisfacción inmediata, el individualismo convertido en modus vivendi y todo ese abanico de vicios occidentales no fueran sino un traicionar lo que se nos había regalado desde hacía milenios: el mensaje de Cristo. Como si todos los males que se denuncian con especial saña en La posibilidad de una isla, trufada de orgías a cada cual más sórdidas, o los que encarna el personaje de Yuzu, en Serotonina, o el propio protagonista, arrastrado por una existencia que sólo los antidepresivos consigue mantener a flote, no fueran sino el resultado de haber dado la espalda a Dios.

Esa última página salva la novela y otorga un orden al aparente caos anterior, en un movimiento audaz que no suena a impostado. Porque sabíamos de los turismos religiosos de Houellebecq por declaraciones suyas en las que reconocía su asistencia a distintas misas en las que recibía una suerte de fe transitoria. «Cuando voy a misa, creo», dijo, dando a entender la existencia de una afinidad religiosa pero no tanto como para que calara en su espíritu de modo más o menos estable. Claro que ése es el propósito de las celebraciones religiosas, en concreto la católica, renovar la llama del mensaje de Cristo a través de la lectura de los textos sagrados o la eucaristía.

En esta ocasión, no se aprecia tanto un intento de provocar, sino lo que parece una íntima convicción, aún embrionaria, que Houellebecq pone en boca de su alter ego, Florent-Claude Labrouste. Y si la intención era provocadora, pocas provocaciones más decepcionantes para el lector que busca emociones fuertes, o para el burgués suspicaz, que la de un recurso a un dios convencional, claro que redescubierto, vuelto a la vida (tras la letal puñalada nietzscheana). «Dios se ocupa de nosotros, piensa en nosotros a cada instante y nos da instrucciones a veces muy concretas», leemos en la última página. Una concepción de lo divino casi dogmática, la del Dios omnipotente y todopoderoso con barbas que a menudo se ve como una figura en vías de extinción, sustituido a menudo por energías, mantras y estados de conciencia alterados a través de la meditación. El propio Pablo d’Ors, sacerdote y escritor en la órbita del Vaticano, reconocía que las figuras del Padre, Hijo y Espíritu eran intercambiables por la Fuente, el Camino y la Energía. Llama la atención, pues, ese recurso a un dios protector, bondadoso y dador de instrucciones «a veces muy concretas».

Como llama la atención, en alguien hasta ahora ligado a la ciencia como principal vía de conocimiento, así como de generador de respuestas poco halagüeñas, que esos «arrebatos de amor que nos embargan el pecho hasta cortarnos la respiración, esas iluminaciones, esos éxtasis» resulten «inexplicables si se considera nuestra naturaleza biológica».

En esos tres párrafos finales, Houellebecq, o cuando menos su personaje, pone en solfa tres siglos de pensamiento ilustrado, cartesiano, positivista para alinearse con aquellos autores contemporáneos, como Andrés Ibáñez (Construir un alma) que, sin negar la vía de la ciencia, asumen que ésta no es la única para alcanzar una evolución profunda, tanto a escala global como individual, ni el conocimiento completo.

Pese al transcurrir errabundo y anárquico de Serotonina, Houellebecq hace de la necesidad virtud y lleva a cabo su particular milagro de los panes y los peces. Donde antes había escasez o aridez, el autor logra abundancia. Donde antes había rasgos de adolescente renuente a abandonar su cascarón, aflora ahora un autor en su madurez que, una vez conquistada, dará más hondas novelas.