Daniela Tarazona
Isla partida
Almadía Ediciones
136 páginas
La mexicana Daniela Tarazona (1975), autora del libro de ensayos Clarice Lispector (2009) y de las novelas El animal sobre la piedra (2008) y El beso de la liebre (2012), acaba de obtener el prestigioso Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz -en el que le han antecedido nombres tan relevantes como los de Clara Usón, Nona Fernández, Lina Meruane, Fernanda Trías, Camila Sosa Villada o María Gainza- por su breve e intensa Isla partida (2021), obra en la que nos adentra una vez más en su enigmático y simbólico universo y que, según confesión de la propia autora, tardó años en escribir. Reconocida en 2011 como «uno de los 25 secretos literarios de América Latina» durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Daniela ha demostrado desde sus primeros títulos una encomiable madurez -no en vano, su ingreso en la literatura ha sido relativamente tardío-, lo que explica la práctica de una poética signada por la exigencia, en la que los límites miméticos del mundo son transgredidos para colocar el foco en los sueños, los recuerdos y la imaginación de sus personajes. No en vano, su figura pública en twitter queda definida con la leyenda «Escritora. Veo doble» y, precisamente, a partir de esos atípicos desdoblamientos forja su narrativa.
Desde su título, Isla partida -bellamente editada por la editorial Almadía- alude metafóricamente a los dos hemisferios que conforman el cerebro, el órgano más misterioso e inexpugnable del cuerpo y que aparece repetidamente fotografiado en el volumen para dar cuenta del desequilibro que sufre la protagonista: imágenes que pertenecen a tomas reales del cerebro de Tarazona tras sufrir un episodio neurológico que le hizo aprehender la realidad «de otro modo». La importancia de la observación, la percepción y la corporalidad, manifiesta en sus obras anteriores y capital en los Sensory studies -a los que se adscribe tanto la autora como su admirada Clarice Lispector y escritores afines de la «escuela de la mirada» (pienso, en este sentido, en Robbe-Grillet, Nathalie Sarraute o, en el contexto mexicano, en Salvador Elizondo, describió como nadie el vínculo existente entre los verbos «escribir», «mirar», «recordar» e «imaginar»)- se destaca en este caso a partir del rol que adquiere lo que ocurre entre nuestras meninges. No en vano, leemos: «Allí está el mundo. Una reducción de él, con luces artificiales y todo. En ese mundo está la clave, fíjate bien en los muros: ve qué está escrito en ellos, los mensajes de los muros describen los asuntos más importantes del momento. Busca, rasca la pintura, encuentra la grafía, pronúnciala, di: aquí leo» (p. 103). Por su parte, el concepto de «isla» recuerda la soledad de la existencia humana, asentada en el hecho de que resulta imposible dar cuenta de nuestra subjetividad a los otros. De ahí la complejidad de estas páginas, marcadas por el recurso a la fragmentación, la brevedad y por una perspectiva poliédrica, gracias a la que conocemos simultáneamente diversas facetas de quien se/nos habla.
El argumento de la obra puede sintetizarse en pocas líneas: una mujer sufre un proceso de desdoblamiento el día en que se realiza un encefalograma y le es diagnosticada disritmia cerebral: una de sus personalidades marcha a una isla para quitarse la vida (o, lo que es lo mismo, para renunciar al mundo y escapar del dolor); la otra se queda en la «parte de acá» para seguir el rastro de la potencial suicida. Recuperando episodios de su infancia y adolescencia, por los que conocemos desde la importancia de la abuela al duelo provocado por la muerte de la madre -tema ya esencial en El animal sobre la piedra-, la narradora va desgranando las múltiples caras de su identidad, renunciando a la linealidad y situándonos, gracias al uso de la segunda persona del singular, en el borde de una grieta psíquica que conjuga sin empacho pasado y presente. Así se anuncia en un esclarecedor pasaje: «El orden de los hechos en el tiempo, ¿tiene relevancia verdadera? Estar rodeada significa hundirse en la arena. Tu cuerpo se pierde entre los objetos, apenas puedes abrir los ojos. Ver es un estado de gracia, aquí, ahora mismo» (p. 40). Este «tú», difícil de mantener en textos extensos pero que tan buenos resultados ofrece en el terreno de la nouvelle -no hay más que recordar, por ejemplo, su empleo en Aura, de Carlos Fuentes- involucra al lector en la mente de la protagonista con especial pertinencia, logrando que su enajenamiento se universalice hasta extremos insospechados. A ello contribuye, asimismo, el encadenamiento de escenas prácticamente estáticas y de escasa duración, con las que se conforma un tapiz de la diferencia cognitiva tan inquietante como hostil a cualquier perspectiva lógica.
La realidad se mostrará, así, escrita por las sinapsis cerebrales, lo que permite que en algunos episodios ingresemos en los terrenos de lo fantástico: es el caso de los cuernos de reno que le crecen a Lee Harvey Oswald, el presunto asesino de Kennedy, durante una cena en casa de la abuela; también del ovni que, como «bola de fuego gigantesca» (p. 31), se posa junto a una ventana. En otras ocasiones, impera un tono ensayístico, por el que se alternan reflexiones sobre las posibilidades de la escritura como medio de conocimiento -«Paz es una palabra breve. ¿Su brevedad cifrará su realidad? Guerra es una palabra más larga. ¿Por qué, en un momento dado, la palabra puede ser sujetada con un anzuelo?» (p. 91. La cursiva es mía)- o sobre la tremenda condición del mundo contemporáneo, donde «nada tiene sentido, los humanos somos animales de mierda y vamos al final. Nos comeremos otra vez, los unos a los otros, hasta que no reste ni un hueso con un poco de carne» (p. 66).
Subrayo, finalmente, el profundo lirismo que rezuma el texto, manifiesto en fragmentos como el siguiente: «Los recuerdos se dispersan. La imagen es: una gota de aceite cayendo en el agua. No puedes recoger lo que sucedió dentro de ti, los impulsos y la angustia fueron tan primitivos que reniegan del lenguaje, giran, huyen, se convierten en burbujas irrompibles, blindadas como si fueran de acero. No es tarde ni temprano, sin embargo, el tiempo presente tiene la contundencia de lo vivo. El tiempo presente respira sobre tu boca y te deja un vaho que huele a flores» (p. 110). Gracias a esta condición poética, en la novela se alternan complejas imágenes surrealistas con otras de más fácil interpretación para dar cuenta del delirante universo en el que se asienta la realidad de la protagonista. La hondura de la indagación literaria se asienta especialmente en estos episodios, marcados por el flujo de conciencia -recurso grato a Tarazona- y con los que se narra la experiencia de lo inasible. Para ello, nada mejor que emplear la «poética del tajo» -que rompe nuestras expectativas en materia de comunicación- y optar por la técnica de «coser y descoser» lo contado, puntada estilística que Daniela ya aplicó en las páginas de El beso de la liebre y que nos hace sospechar -Sarraute dixit- de lo contado. En esta situación de balbuceo del relato por la que, además, desde el punto de vista rítmico se encadenan episodios lentos con otros signados por la torrencialidad, la atención lectora es requerida en todo momento para reconocer el mensaje inherente al texto: el rechazo a la estandarización del mundo y, con él, de nuestro lenguaje forjado por clichés; la defensa de la libertad individual y, con ella, el orgulloso elogio de la diferencia.
En conclusión: si usted disfruta con obras signadas por la búsqueda estética y la imaginación, en las que el reflejo de la fragilidad individual corre parejo al cuidado del lenguaje, corra a buscar su ejemplar de Isla partida a la librería más cercana.