Javier Pérez Barricarte
Quizá nos baste la tierra
Pre-Textos, Valencia, 2017
48 páginas, 12.00 €
POR VALERIA CANELAS 

 

Desde el título —Quizá nos baste la tierra— del primer libro de Javier Pérez Barricarte (Pamplona, 1984), entendemos que nos encontramos ante una posibilidad que, dubitativa, se plantea en ese «quizá» del inicio. A lo largo de sus páginas, se va revelando esa promesa, que, en ciertos momentos, permanece anclada en la esperanza y, en otros, en el abandono («La concentración es una forma / de abandono»). Es ésta, asimismo, la que genera la continuidad de la voz poética porque «Nuestras voces / no saben continuar / sin una promesa…». Tanto la esperanza como el abandono —ambos contenidos en el «quizá»— remiten a la tierra y a los seres que en ella habitan: los árboles e insectos que pueblan estas páginas. Éstos están presentes no tanto como elementos de un relato o una fábula, sino como presencias insertas en todo aquello que está expuesto ante la mirada de la voz poética. Ésta, por su parte, acoge una multiplicidad a partir de ese «nosotros», que aparece en varios versos. Así, en determinas zonas del paisaje poético que traza Quizá nos baste la tierra, aquellos que leemos nos sentimos interpelados como parte de una mirada que se abisma sobre la superficie del mundo. Ya desde el primer poema del libro, «Alfara», intuimos el (re)nacer de una mirada que renueva todo aquello que observa: la superficie de lo real, «Esta piel sin interior, / caudal una y otra vez renovado en el ojo». De esta forma, la mirada cumple una función doble: por un lado, actualiza lo observado y, por otro, genera una suerte de umbral de las diferencias que fragmenta la unidad «que se abandona / en lo incontrolable», esa en la que incluso los otros sentidos se confunden y «Nos sabemos en el resto / de las cosas / y olvidamos lo que diferencia / al higo, al árbol, a la boca».

Hay algo en esta mirada que mantiene un compromiso férreo con el mundo —al punto de dejarse ser en las cosas que mira— que recuerda poderosamente al poeta boliviano Jaime Sáenz, para el cual la relación de la mirada con el mundo es tan absoluta —y en ocasiones dolorosa— que la voz poética se identifica con las cosas que nombra y, así, puede observar la forma en la que, a su vez, las cosas del mundo miran y aman. «Si pudiéramos mirar / las cosas como son / y no como se miran entre sí», leemos en Quizá nos baste la tierra, y en estos versos nuevamente comprobamos que, pese a la confrontación de los límites ante lo inabarcable, la mirada persiste y retorna a posarse sobre el mundo verso a verso, poema a poema, umbral a umbral. Sin embargo, ahí donde Sáenz es desborde, el poeta riojano tiende a la contención, en ocasiones, con versos de una precisión que recuerda a los haikus. Hay un ejercicio de depuración en donde las paradojas, fruto del enfrentamiento con la intuición de que «Todo / puede ser sagrado», forman también parte importante del universo poético, al igual que en el caso del poeta boliviano. Al intentar darle forma a la intuición de lo sagrado, le damos muerte «al hacerlo de este mundo», lo entregamos a los ciclos de la vida, lo volvemos mortal, dependiente de la repetición de la propia materia y, en cierta forma, infinito, carente de sentido, pero hermoso. «El mundo es más hermoso / cantado que temido / y su presencia sin sentido / es la que nos extiende». He ahí, entonces, la insistencia de la voz poética en su búsqueda.

Sería sencillo, quizá, decir que con este libro que se inicia con la imagen de una encina que crece comienza, a su vez, la trayectoria poética de una voz joven, la de Pérez Barricarte. Sin embargo, el propio libro cuestiona la noción del inicio, heredera de la linealidad, y construye un movimiento repetitivo de idas y venidas, de imágenes y formas que retornan. Tanto la voz poética como la mirada parecen «[ll]evar milenios / volviendo» a un mundo que es a la vez espera, «[e]l tiempo está en sazón, / uno es su promesa», y rememoración, «[s]oy lo que ha sucedido». Como ese fósil, que da título a otro de los poemas, y que almacena en su forma el infinito y la contención, que es tanto despliegue temporal como vértice. Este libro, que constituye una indagación de la propia voz y su huella, cuestiona la misma originalidad de la experiencia («Una forma casual que se parece / a otra forma casual») y, con ella, la de la voz poética que, de esta forma, se convierte en una caja de resonancia atravesada por múltiples presencias, voces y huellas «repletas de referencias».

Por otra parte, en un ejercicio interesante de lectura, el poemario puede ser recorrido, asimismo, a través de distintos itinerarios a partir de las resonancias internas. Así, la muerte de las cigarras con las que finaliza el libro queda en suspenso cuando volvemos a leer el poema en el que éstas ya han aparecido y en el que algo culmina —«Antes / descansan en la muerte / y los árboles las mantienen reunidas»— y, al mismo tiempo, retorna después de la contención de la muerte-sueño. Así también retorna «La voz sin final / y el silencio que no / ha dejado de ofrecerse». En las páginas de Quizá nos baste la tierra, se despliega la materialidad del mundo en la que la inmensidad y la trascendencia se hallan contenidas. De ahí que el mirar constituya también un gesto político que inaugura una determinada mirada que intuye las distintas formas de la permanencia: «El mirar presiente / cómo el sol firma / y el cielo permanece». La imaginación, parece decirnos Pérez, irremediablemente se sirve en ocasiones de la materia para construir fábulas necesarias, quizá, para la supervivencia porque «[p]ara nuestra imaginación / estamos preparados, no / para lo que ocurre». Sin embargo, nos dice, la tierra —y su irreductible materialidad contenedora de vida y de muerte— quizá nos baste, una vez los sentidos hayan amainado. Estamos, entonces, ante un retorno acompasado al universo de lo sensible, posterior a la tormenta de los sentidos, pero previo a cuando «La calma se sustituye / por un sentido común». Si, como Jacques Rancière afirma, la política es una irrupción en lo sensible que se contrapone al ordenado reparto hegemónico que articula las diferencias, este libro opera justamente en estas coordenadas de lo político. Los poemas de Pérez Barricarte se mantienen vibrantes en ese intersticio anterior al lenguaje, al amanecer, a las rígidas fronteras impuestas sobre la unidad del mundo. De esta forma, resaltan una y otra vez la potencialidad política y poética de la brecha-umbral en donde las cosas aún no se han diferenciado y pueden remitirse a sí mismas y a todo lo que ocurre en ese «extenso silencio / entre la arboleda y las estrellas». Así, a lo largo del libro encontramos múltiples umbrales que, en el fondo, remiten a un mismo espacio intersticial entre la unidad y las diferencias que de ella surgen: antes del habla, antes del día, antes de la noche, antes de que el agua hierva, antes del silencio del tiempo. Y la voz poética se detiene en esos umbrales en los que todo es ambiguo, donde la mirada, que forma parte de todas las cosas que mira, todavía no se ha separado del mundo: «Al mundo le falta una mirada / para estar solo».

Lo real, en ocasiones, cambia de signo y parece precipitarse hacia lo mítico, no como una frontera política que ordene lo sensible, sino como horizonte («Los mitos se nos trazan / como un horizonte, / no como una frontera política») que alberga tanto la posibilidad de una voz en la espera de la tierra como la mirada que establece límites porosos entre los distintos elementos que observa, y que remiten, una y otra vez, a una idea de unidad. Sin embargo, es breve este tiempo que habitamos y no nos deja demasiado espacio para las certezas porque «Nos habremos ido antes / que la mañana». He ahí la insistencia de la mirada —una contención distinta a la fábula que se expande en el tiempo— que permanece a la sombra de esas ausencias que inquietan, de ese destino que se intuye radicalmente en las marcas que dejan en el paisaje nuestros cuerpos finitos y en la insistente búsqueda —quizá infructuosa— que emprende la voz poética: «Y esta voz con la que hablo / tampoco podrá hendir la tierra / en mi busca». Por lo tanto, no se trata de una tierra prometida, sino de la voz que se debe a una tierra ambigua en su promesa. Se trata, entonces, de lo que la tierra en sí misma promete: una mirada desnuda que observa la encina, la higuera, la luciérnaga y las estrellas.

«Nos hemos olvidado / de poseer la tierra», aunque nosotros somos también parte de la tierra, y volvemos una y otra vez a mirarla, en un ejercicio constante de abandono que, en tanto promesa, hace que la voz continúe. La tierra es ambivalente, como toda unidad primigenia alberga las tinieblas y la hoguera: «En el borde del habla / nos encontramos entre / la hoguera y las tinieblas». Hay que leer, entonces, la tierra y la escritura fósil y despojada de certezas de Javier Pérez Barricarte como una llamada de atención hacia la excepcionalidad y la hermosura de lo real, antes de atravesar el umbral de las diferencias, justo en ese momento que precede al habla, cuando parece posible y necesario mantenernos en la espera de que las cigarras vuelvan a corresponderse con la encina y broten. La verdadera promesa se sostiene siempre en un ambiguo quizá. Se cierra el libro, pero la mirada, insistente, retorna.

 

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