La hipótesis que plantea este texto es controvertida, pero quizá la única forma de sostener un debate literario y cuestionar el suelo tranquilo de las convenciones es no escurrir el bulto ante la polémica. La hipótesis es sencilla: creo que los panoramas literarios en los que la pulsión inventiva o imaginativa es la predominante producen mejores obras que aquellos donde la creación entendida en un sentido mínimo estrecha hasta la asfixia las posibilidades, generando una estética reconocible y normalizadora.
Para enfocar bien la controversia, pues la hay, es imprescindible una breve aclaración terminológica. Llamaremos «imaginación» literaria a la capacidad de crear y desplegar mundos completos de nuevo cuño, ya sean plausibles o implausibles, tengan o no un pie en puntos reales de partida. Esto implica que el escritor puede partir de una experiencia real, propia o ajena, y ser imaginativo, siempre que la sublime y explore sus posibilidades hasta límites insospechados. La imaginación, pues, no tiene necesariamente que estar ligada a lo «fantástico», como algunos creen, ni al escapismo, ni a la ciencia-ficción. Es un elemento transversal a cualquier estilo o género literario que, como explicaba siglos atrás Samuel Taylor Coleridge, surge de una voluntad precisa, de una decisión capaz y consciente de la persona que escribe. Eso sí, requiere de cierta originalidad; por ese motivo quienes arguyen que contar un divorcio o un desamor también requiere imaginación están en lo cierto, pero olvidan que esas historias no son originales y, en consecuencia, su inventiva es mínima, limitada a lo formal —y también hay innovación formal en la narración imaginativa, como es obvio—. Además, y esto duele, la imaginación es un don que no todos poseemos en la misma medida, como sucede también con la inteligencia y el talento.
Esto significa que dos autores pueden partir de la misma experiencia, incluso autobiográfica, y hacer dos libros de muy distinta calidad y grado de invención. En La huida de la imaginación poníamos el ejemplo de lo lejos que llevaba Peter Handke la pérdida de su madre en Desgracia impeorable, mientras que Richard Ford era incapaz de levantar el vuelo partiendo de una experiencia similar. Otro ejemplo, más facilón y previsible, es comparar a Marcel Proust con su aburridísimo imitador Karl Ove Knausgård. Y noventa años antes de que algunas voces actuales cuenten sus anécdotas amatorias, con pasmosa pobreza narrativa, Virginia Woolf escribía una novela para su amante y le salía nada menos que Orlando. Alguien me opondrá que comparo clásicos de la literatura con autores de mucho menor talento. Exactamente, eso es lo que estoy haciendo. Para demostrar que no es un problema de método, sino de determinación, capacidad, destreza, ambición narrativa y alcance. En lenguaje consuetudinario, diría Juan de Mairena, se llama «tomarse algunas molestias» a la hora de escribir.
Haber levantado tempranamente la voz en contra de la plaga de autoficción barata que desde hace años asola las mesas de novedades en las librerías acarrea ciertas complicaciones, y no pocos ataques oblicuos en redes, pero también la satisfacción de recibir mensajes de lectores, hispanistas, profesores, escritoras y críticos agradecidos. En resumen, el hartazgo crece de manera directamente proporcional al tamaño de la torre de malas autoficciones o autobiografías que amenazan con hundir los suelos libreros. Y, como digo, el inconveniente de estos cerros de papel egódico no es su tema, ni el género, ni la perspectiva, ni la primera persona. El problema es la falta de talento. Porque con talento puede hacerse cualquier cosa, y levantar ferazmente cualquier árbol torcido.
Llamaremos “imaginación” literaria a la capacidad de crear y desplegar mundos completos de nuevo cuño, ya sean plausibles o implausibles, tengan o no un pie en puntos reales de partida. Esto implica que el escritor puede partir de una experiencia real, propia o ajena, y ser imaginativo, siempre que la sublime y explore sus posibilidades hasta límites insospechados. La imaginación, pues, no tiene necesariamente que estar ligada a lo “fantástico”, como algunos creen, ni al escapismo, ni a la ciencia-ficción
Pongamos el ejemplo de un escritor de firme trayectoria, Luis Landero, y su libro El huerto de Emerson (Tusquets, 2021). Si hubiéramos de creer al narrador que nos apela a su comienzo, concluiríamos que no estamos ante un caso de literatura imaginativa, sino ante una memoria elaborada, o reelaborada: «En nuestro pasado está todo cuanto necesitamos para encender el fuego de la inspiración» (p. 11). Sin embargo, es riesgoso fiarse de la palabra de un narrador en general y de uno de Landero en particular, proclives como son a las añagazas y las escaramuzas. La «memoria» de esa voz remite a las geografías extremeñas conocidas por los numerosos y fieles lectores de Landero, y sus sucesivas ocupaciones (guitarrista, deambulador parisino, escritor, etc.), de forma que un aire de familia nos sumerge en su mundo personal. Pero no nos fiemos. La vindicación radical de la memoria con la que se abre el libro se ha diluido a la altura de la página 184: «Yo solo necesito un poquito de realidad para escribir; lo demás es añadido imaginario». Por ese motivo, conforme avanza El huerto de Emerson, el prometido hilo memorioso se deslíe, y proliferan historias secundarias, entre ellas algunas anécdotas fantásticas, implausibles. Así, tenemos noticia de una familia cuyo progenitor levita en el aire, fenómeno recordado con precisión: «nosotros mismos veíamos cómo en efecto flotaba de verdad durante un trecho, y cómo se elevaba del suelo algo más de una cuarta mientras agitaba en el aire los pies. Éramos ocho o nueve, o quizá más, y no íbamos a ser todos víctimas de la misma ilusión» (p. 162). Más adelante, nos topamos con un grupo de personas caracterizadas por ser inmortales, o con orugas de melocotonero «del tamaño del brazo de un niño» (p. 190). Es decir, lo fantástico comparece disfrazado de habitual, de historia recordada, y es así como la ficción imaginativa se apropia del libro y lo redimensiona, a partir de una especie de propagación descontrolada y entrópica de los jirones de la memoria. Landero introduce algunos grumos de recuerdo en un cañón, junto a sus lecturas, su sagacidad y su inventiva, y el resultado son monstruos tranquilos, cotidianidades inverosímiles, fantasías con pantalones de franela.
La novela, o lo que fuere, de Landero, apunta en cierto lugar un asunto que parece preocupar a los autores que rondan la autoficción: qué pasa cuando uno ya se ha contado, cuando ha arramblado con los recuerdos y apurado los pozos del yo. Quizá de ahí viene esa sensación de refrito lector que tenemos cuando alguien revisita en un libro posterior veneros ya secos. «Pero ocurre», parece angustiarse Landero, que sabe que usará la imaginación para salir del trance, «que yo he contado ya casi todo mi pasado. Casi toda mi vida está ya vendimiada» (p. 12), y siguiendo con las metáforas vegetales y recolectoras que preñan, desde el título, El huerto de Emerson, continúa dos páginas más allá: «quizá el jardín de mi memoria se ha marchitado ya, como dice un personaje de Pamuk, y ya no me queda sino hacer como aquellas mujeres que iban a la rebusca de espigas, uvas o aceitunas después de la recolección» (p. 14). Como digo, a Landero no le preocupa ese agotamiento, porque sabe que no es la memoria, sino la fantasía, la que vendrá en su ayuda. Pero en otros libros, incluso en entrevistas a personas que escriben autoficción, detectamos cierta ansiedad respecto a la extinción del hontanar de recuerdos elaborables. Un caso significativo es el de Jonathan Franzen, quien, en una entrevista con Rubén Abella sobre su última novela, Encrucijadas, apunta: «La dificultad con la que me encuentro, al día de hoy, es que he usado todo mi material, el fácil y el complicado, así que me encuentro ante una escasez. No me refiero a las observaciones que suelo anotar en una libreta, sino a la materia prima, es decir, a cosas importantes que me han pasado, a personas que de verdad me importan». Otro ejemplo sería el de Sigrid Nunez, una excelente escritora que, como Landero, dice abrevar en la memoria aunque lo que levanta sus libros es la parte imaginativa e inventada, que la lleva a hacer confesiones de interés: «Esto es lo que aprendí. Simone Weil tenía razón. El mal imaginario es romántico y variado; el mal real es sombrío, monótono, árido, aburrido» (El amigo, trad. Mercedes Cebrián, Anagrama, 2019, p. 78). Al ser poco imaginativa, la fuente de los escritores demasiado apegados a la realidad se seca pronto. Y cuando se repiten las experiencias en varios libros, el agua sabe a reciclada, por no decir a aguas residuales.
La imaginación literaria crece en todo su esplendor cuanto más se aleja de los referentes reales. El motivo es que quien escribe debe esforzarse en crear(se) todo un mundo para sí mismo, en el que luego quepan los lectores. Extrañarse es entrañarse. El viaje es para autor y lectores el mismo, aunque el escritor deba, además, darle forma. Ese esfuerzo de generar un mundo posible, una realidad navegable —no verdadera, ni tampoco, necesariamente, verosímil—, lleva al escritor a extraer todo el jugo de su inventiva, a extremar su capacidad creadora, a dar todo de sí. En cambio, cuando permanece en el extrarradio de su entorno, pueden suceder varias posibilidades funestas, que a veces se perpetran a la vez: una, que el escritor pose, para engrandecer su figura autorial; otra, que adopte una posición conservadora, pues la cercanía a su yo puede afectar a personas próximas o queridas, a las que no quiere (o sí) herir; otra, que se relaje o acomode, al no salir de las afueras de una urbe archisabida. En estos tres casos, el lector se sabe destinatario de segunda clase: la narración no está pensada para él, está creada para el autor, es una novela de autoayuda. O se ha escrito con la mirada puesta en la lista de ventas. La novela imaginativa, en cambio, tiene al lector como primer objetivo, y por eso los resultados, incluso a igualdad de talento, son mejores, aunque solo sea por menos previsibles.
Esto último parece difícil de demostrar, pero en realidad no lo es. Examinemos los dos últimos libros de Jon Bilbao, Basilisco (2020) y Los extraños (2021). En ambos hay un relato «marco» y otros relatos injertados en él. Además, el relato marco es el mismo en ambos libros: la vida contada en primera persona por Jon, un escritor que vive de faenas anejas a la escritura, y su pareja, Katharina. Sin caer en falacias biográficas, la tentación de leer este relato como próximo a la persona de su autor, cuya pareja real tiene además un nombre similar al de Katharina, es bastante natural. Y esto tiene gran importancia para las calidades de ambos libros. Basilisco es un libro espléndido porque abandona de continuo el marco de la convencional relación entre Jon y Katharina para enfrascarse en otras historias paralelas, ubicadas espacial o cronológicamente en escenarios ricos y diversos. En cambio, Los extraños está lastrada por el hecho de que la historia paralela, pese a tener extraterrestres y ovnis, sigue íntimamente ligada a la del relato principal, razón por la que nunca despega. Basilisco huye del entorno próximo, hasta hacer olvidarlo a veces; Los extraños no lo abandona nunca, y eso impide el crecimiento.
Creo que la narrativa española debería mirar más a la latinoamericana, y advertir que uno de los movimientos recientes con más seguimiento de crítica y lectores recibe nombres como “nuevo gótico latinoamericano” o “gótico andino”. Protagonizado principalmente por mujeres
En la narrativa española hay todavía, por fortuna, autores imaginativos. Ahí están para probarlo libros recientes de Sara Mesa (Un amor), Jorge Carrión (Membrana, de imaginación desbordante), Andrés Ibáñez (una de las voces más inventivas y brillantes de la actualidad), Yolanda González y su Punto Cero, Ricardo Menéndez Salmón y la inventiva visual de su Horda, además de otros nombres como los de Irene Pujadas, Iván Repila, Agustín Fernández Mallo, Cristina Fernández Cubas, Rubén Martín Giráldez, Robert Juan-Cantavella o Manuela Buriel. Pero no es la tendencia general, propensa al realismo más o menos garbancero, por un lado, o a la literatura egódica, por otro. Creo que la narrativa española debería mirar más a la latinoamericana, y advertir que uno de los movimientos recientes con más seguimiento de crítica y lectores recibe nombres como «nuevo gótico latinoamericano» o «gótico andino». Protagonizado principalmente por mujeres (Mariana Enríquez, Lilian Colanzi, Dolores Reyes, Samantha Schweblin, Gio Rivero, Mónica Ojeda, Michelle Roche Rodríguez, Gabriela Cabezón Cámara, Alia Trabucco Zerán, Ana Llurba, Solange Rodríguez o Gabriela Ponce, con Fernanda García Lao, Rita Indiana o Fernanda Trías en su lindero de ciencia-ficción), presenta dentro de la disparidad una turbia e inquietante colección de líneas traspasables entre realidad política y dimensiones sobrenaturales, religiones indígenas, onirismo, monstruosidades, tiempos paralelos, subjetividades mutantes y mundos en recreación. Como suelo decir, no se trataría de hacer lo mismo que estas mujeres, pero sí de poner en la escritura el mismo coraje imaginativo que ellas emplean. Los lectores saldríamos ganando.