André Breton
El arte mágico
Traducción de Mauro Armiño
Atalanta, Gerona, 2019
440 páginas, 45.00 €
De los cinco volúmenes que Marcel Brion encargó a varias conocidas personalidades de la cultura francesa con el propósito de ofrecer a los lectores una visión panorámica y singular de la historia del arte, el único que continúa despertando el interés del público es El arte mágico. Su autor, André Breton, comenzó a reunir los materiales que le servirían para elaborarlo muchos años antes de que el Club Français du Livre, la empresa editorial que encomendó a Brion el proyecto, contactara con él. Por aquel entonces difícilmente podía sospechar que terminaría convirtiéndose en un objeto de culto. Publicado en 1957 en una tirada limitada de tres mil quinientos ejemplares y reeditado treinta y cuatro años más tarde, después de superar un arduo periplo judicial, se ha convertido en una de las obras fundamentales del sumo sacerdote del surrealismo.
Breton, influido por Nietzsche, estaba convencido de que el mejor camino, tal vez el único, para renovar nuestra vida y volverla a poner en contacto con las fuerzas originales rechazadas por la civilización es el arte. Sólo este puede liberar los poderes originales del espíritu y derribar las barreras que constriñen al hombre occidental desde hace siglos: moralidad, utilitarismo, etcétera. El racionalismo, desechando cualquier forma de contacto con la realidad que no esté sometida a los principios de la lógica, nos ha llevado a una situación espiritualmente decadente, una vida bajo mínimos en la que el interés material y la seguridad son más importantes que la búsqueda y creación de sentido. Vinculado al Romanticismo, movimiento inspirado por la creencia en que el mundo de las apariencias es fruto de la labor organizadora del intelecto humano, el surrealismo se caracteriza por considerar que la verdadera realidad no coincide con el mundo que se revela ante nosotros, sino que permanece oculta más allá de donde alcanzan las facultades del hombre. Hay que arrancar la corteza a la realidad (y esa corteza es una especie de adiposidad producida por la forma que tenemos de afrontarla, algo similar a lo que ocurre en los ojos cuando se pierde la transparencia del cristalino y surgen las cataratas), para saber de veras qué es.
Ahora bien, el hecho de que el arte sea lo único que puede ya salvarnos no significa que él mismo haya logrado permanecer siempre a salvo. ¿Acaso no ha habido largos períodos en los que se alejó también de la realidad en beneficio, por ejemplo, de una belleza ideal?, ¿no estaba en lo cierto Nietzsche al escribir en El origen de la tragedia que la disolución de lo dionisíaco dio lugar en Grecia a un «formalismo vacío y sofocante» que ha condicionado todo el arte occidental? Y, en efecto, así es, pero, a pesar de ello, el dominio racionalista ha sido incapaz de acabar con el arte más auténtico, «el arte mágico», aquel que, en su afán por descubrir la verdad, sabe situarse fuera del espíritu dominante y abrir su propio camino. La ruptura con el realismo y la figuración protagonizada por los artistas de comienzos del siglo xx son una prueba de ello.
Tomando esta idea como guía, el libro de Breton constituye en gran medida un recorrido a lo largo de la historia en busca de ejemplos que evidencien la existencia de esa tradición opuesta a la corriente central y hegemónica en la historia del arte de Occidente. Aunque no se explica con claridad en qué consista esa corriente, el número de nombres asociado con el arte mágico es lo bastante significativo como para poner en tela de juicio la creencia en que, en efecto, ha habido algo así como una corriente dominante. ¿En verdad puede hablarse en esos términos?, ¿no se ha caracterizado precisamente el arte occidental por la proliferación de alternativas a lo que en cada momento se imponía como canon?, ¿incurre Breton en ese error tan habitual en el pensamiento revolucionario consistente en reducir la totalidad de la historia al punto de vista que se propone demoler?, ¿puede meterse en el mismo saco la pintura rupestre, el arte del hombre primitivo, los megalitos de Stonehenge o la isla de Pascua, los productos de la fantasía medieval, con sus martirios e infiernos, y en general cuanto haya chocado con el antropomorfismo grecorromano, la idealización renacentista, la pintura académica o el realismo positivista de corte burgués?
Hay que admitir que Breton es un crítico penetrante. Su libro está lleno de comentarios agudos acerca de los artistas y las obras que aborda. Puede hablar con la misma penetración del oculto sentido de una pintura rupestre que de la capacidad de Goya para suturar el punto de unión entre lo real y lo fantástico. Aunque está muy claro quiénes son sus referentes (Baudelaire, Nietzsche, Freud…), el lector que siga con atención sus reflexiones estéticas caerá pronto en la cuenta de que detrás de su visión de la historia del arte late, como referencia fundamental, la influencia de De Chirico, el padre de la pintura metafísica. De Chirico veía el impresionismo y los movimientos pictóricos derivados de él (incluidos aquellos que presumieron de superarlo) como un camino equivocado. La estima teórica cosechada por los impresionistas tras el rechazo inicial a sus innovaciones formales había consagrado el concepto de una pintura más interesada por cuestiones técnicas o formales que por el contenido mismo de las obras. De Chirico reivindicaba la tradición de Böcklin y Klinger, artistas que cuestionaban el positivismo, con su mundo burgués, industrializado y orgulloso del poder práctico de la ciencia. Para él —y esta idea la harán suya Breton y los surrealistas—, la belleza no es un atributo de las cosas bien formadas, tampoco el brillo de lo que ha llegado a su plenitud, sino algo vinculado misteriosamente a lo maravilloso, a lo inesperado, incluso a lo absurdo. No hay nada intelectual en la percepción de la belleza como ha querido hacernos creer la tradición. Se trata de una experiencia irracional, ilógica e inexplicable, una experiencia que sencillamente acaece, igual que acaece el deseo sexual o la pesadilla en medio del sueño cuando los vínculos habituales entre las cosas desaparecen. Basta con levantar la piel de la realidad para que lo maravilloso se manifieste ante nosotros.
Breton era muy proclive a lo místico y especulativo. De hecho, aunque es difícil saber si se tomaba o no esto en serio, asociaba las indagaciones surrealistas con la búsqueda de la piedra filosofal, la creación de homúnculos y asuntos por el estilo. Su pensamiento es, no obstante, de una coherencia admirable. Nadie crea que en El arte mágico va a encontrar tiradas de escritura automáticas o ejercicios de estética paranoico-crítica. Pese a declararse enemigo de la lógica, su discurso contra ella resulta de una congruencia aplastante. El caso recuerda en cierto modo al de Ockham, quien demolió con argumentos racionales la confianza en el lenguaje y, con ello, toda posibilidad de tomar en serio a la razón y la lógica. Breton, como Ockham, usa las armas del rival para demostrar que con ellas sólo es posible el suicidio.
De ahí que en las primeras páginas del libro traten de separar el pensamiento mágico del arte mágico tomando irónicamente distancia del primero. Al fin y al cabo, el pensamiento mágico ha sido relegado por la ciencia a una fase primitiva de la evolución histórica. La magia, esto es, el «conjunto de operaciones humanas cuyo fin es dominar imperiosamente la naturaleza mediante el recurso a unas prácticas secretas de carácter más o menos racional», no merece a la «civilización de los profesores» ningún respeto. La creencia de que las fuerzas de la naturaleza están ligadas entre sí y con las ideas de nuestra mente es, considerada desde la perspectiva de la racionalidad científica, una aberración de gente ignorante y mentalmente mal formada. Breton no lucha contra esto. Se conforma sencillamente con oponer al conocimiento científico la consciencia lírica. Que esta consciencia existe es, para él, evidente. Basta con notar su permanente presencia a lo largo del tiempo en la historia del arte. Sus efectos, por otra parte, resultan indudables. La consciencia mágica (lírica, poética, musical…) ha proporcionado a los seres humanos a lo largo del tiempo un acceso privilegiado a la realidad. Claro que esto debe ser comprendido con precisión. El arte mágico se caracteriza precisamente por haber trabajado siempre desde el otro lado del intelecto, esas zonas opacas a la inteligencia que conocemos como «inconsciente», el ámbito «en el que convergen las afinidades secretas de los seres». Quizá por eso una de sus características es que más que desvelar los misterios tienda a volver más enigmática la realidad cotidiana subrayando el sinsentido de cuanto solemos denominar «normalidad». Éste es el leitmotiv del libro, el hilo que lo recorre de principio a final. Como ya se ha dicho, el influjo de De Chirico —el pintor metafísico, no el traidor a la vanguardia— resulta incuestionable.
El arte mágico es, en realidad, un libro doble. La primera parte, escrita completamente por Breton, consta de cuatro capítulos («El arte mágico», «El arte, vehículo de la magia», «Los tiempos modernos: crisis de la magia» y «La magia recobrada: el surrealismo»). Después de definir lo que se entiende por «arte mágico», encontramos un recorrido por sus ejemplos destacados, desde los albores de la civilización hasta el siglo xx, seguida de una cuidadosa reflexión sobre la diferencia entre arte mágico y arte religioso (ambos coinciden en considerar lo visible una manifestación de lo invisible, aunque existe una diferencia fundamental entre la actitud imperativa de la magia y la resignación típica de la religión). A estos dos primeros capítulos, luminosamente bien ilustrados (el libro entero es un prodigio de buen hacer editorial), sigue otro dedicado a la crisis de la magia en tiempos modernos, crisis que no ha impedido al arte seguir produciendo obras inclasificables desde el punto de vista de los patrones hegemónicos, y un cuarto y último, donde se estudia el surrealismo y su esfuerzo por recobrar el espíritu mágico.
La segunda parte, titulada «encuesta», recoge las opiniones sobre la magia de setenta y siete personalidades de la cultura: Heidegger, Malraux, Bataille, Lévi-Strauss, Magritte, Julien Gracq, Pierre Klossowski, Octavio Paz, etcétera. Breton pasa a todos ellos un cuestionario con varias preguntas y un repertorio de imágenes. No tiene sentido aquí recogerlas, pero a modo de breve muestra valgan las siguientes: «Recientemente se ha podido decir (J. A. Rony, La Magie) que “la civilización sólo disipó la ficción de la magia para exaltar, en el arte, la magia de la ficción” ¿suscribe usted este juicio?». «La magia, en cuanto que busca, incluso empíricamente, conciliar y conjugar los poderes de la naturaleza y los del deseo, ¿tiene gracias a ello la posibilidad de ser rehabilitada, al menos en su principio? ¿Consideraría usted semejante rehabilitación peligrosa —incluso desastrosa—, o le parece deseable?»… Naturalmente, las respuestas son tan diferentes como las personalidades que las ofrecen. Sin duda, es lo que pretendía Breton, pues así queda de manifiesto que la reflexión sobre el tema de la magia y, en particular, del arte mágico, dista mucho de haber sido cerrada definitivamente. Si los sabios no se ponen de acuerdo, más aún, discrepan radicalmente, es que, lejos de lo que se cree, queda todavía mucho que tratar y el pensamiento científico o discursivo se precipita al apartar la magia como algo superado.
La reseña de un libro como éste, magníficamente editado, no puede cerrarse sin un elogio a la traducción de Mauro Armiño y a la dirección y diseño de Jacobo Siruela. Se ve que el editor desea que El arte mágico siga siendo un objeto de culto.