Francisco Gálvez
Los rostros del personaje (Poesía 1994-2016)
Pre-Textos, Valencia, 2018
368 páginas, 27.00 €
Después del fallecimiento de Pablo García Baena, último poeta de Cántico, justo es que la crítica, que ha de confeccionar nuestra historia literaria reciente, se detenga en los poetas del grupo que le sucede, Antorcha de paja, la revista que, en la Transición, desde 1973 a 1983, implicó, en palabras de Juan José Lanz (autor del libro más completo sobre esta publicación de los poetas cordobeses: Devenir, 2012), una rebeldía formal y estética contra los cánones impuestos por el poder cultural del eje Madrid-Barcelona.
De entre los poetas que integran el grupo, Francisco Gálvez, donde se advierte una clara simbiosis de vida y obra, ha llevado a cabo una constante tarea de indagación personal y poética a través de una escritura que, sustentada primero en nuestros clásicos, no rehúye otras fuentes: la poesía catalana, francesa y, sobre todo en los últimos poemarios, la de los poetas que renovaron la lírica americana del siglo xx.
Autor de doce libros, su primera antología, Una visión de lo transitorio, que reunía la producción de 1973 a 1997, fue publicada por Huerga y Fierro en 1998 y en septiembre de 2018 nos ha entregado la segunda, Los rostros del personaje, en la editorial Pre-Textos.
La publicación, que recoge textos de 1994 a 2016, está integrada por los cinco libros que significan la etapa de madurez del poeta: Tránsito, El hilo roto, El paseante, Asuntos internos y El oro fundido.
El primero de ellos, Tránsito, supone, de acuerdo con Molina Damiani en el prólogo de la primera antología, «una culminación de los poemarios anteriores». Encabezado por la cita heraclítea de Josep Vicenç Foix («Tránsito y ser son uno: todo muda y persiste»), trata de captar la sucesión de instantes de tiempo que conforman la experiencia vital de un sujeto lírico que expresa su pensamiento guiado, como en la filósofa María Zambrano, por la luz que alumbra el espacio del deseo, según se observa en estos versos: «Cuerpos y agua en calma / transitan pensamientos y miradas […] / pasión contenida en el mar / y en los cuerpos, mientras se inundan / de luz, íntegros en sus claridades», pertenecientes a «Playa Nudista».
Asistimos a una verdadera epifanía, donde el amor parece detener el tiempo en un carpe diem capaz de conjurar el inexorable tempus fugit («En silencio permanece el amor / y parece sin fin, ilimitado»), que, si bien nos trae ecos de la dedicatoria a Gala de Paul Éluard, proviene del conceptismo español, tal como aparece en el conocido soneto de Quevedo «Amor constante más allá de la muerte», un influjo que ha llevado a Eduardo García, en el prólogo de la segunda edición de Tránsito (Málaga, Puerta del Mar, 2008), a hablar de la poesía de Gálvez como uno de los escasos ejemplos de la poesía metafísica escrita en castellano.
Se trata de una idea que, a juicio de Jorge Guillén en el capítulo de Lenguaje y poesía dedicado a San Juan, sólo puede expresarse por medio del lenguaje poético —de ahí el oxímoron de la cita de Foix: «todo muda y persiste», que aparece como intertexto en el primer verso del poema «Levante»—, donde, como en el cubismo (al que aludía Molina Damiani en el texto que antecede a la primera antología de nuestro poeta), se pierden las dimensiones espaciotemporales: «De norte a sur el pájaro / transita, entre dos luces vuela […] Su viaje no tiene distancias». O bien: «Siempre existe un espacio / de nadie tras la niebla […] / un permanecer sin distancia […] / una isla siempre inalcanzable / Sin pasado ni futuro».
Esta clave visual conviene bien a un poeta cuya lírica se centra en la mirada, una perspectiva que señaló también Eduardo García en el citado prólogo de Tránsito, un libro que actúa de bisagra entre los poemarios anteriores recogidos en la primera antología —no en vano titulada Una visión de lo transitorio— y los que vendrán detrás.
Y es que, frente a la tradición platónica, que separaba lo sensible, fuente de error, de lo inteligible, la razón, Francisco Gálvez llega a la comprensión a través de la percepción sensorial de la naturaleza: «El mar mantiene su vaivén / variable e invariable […] / En apariencia son uniformes / en su movimiento, / pero la diversidad reina / en todos sus gestos», —se dice en «Vaivén»—.
Esta muestra, evocadora del poema «Soledad», del autor de Diario de un poeta recién casado («En ti estás todo, mar, […] / tus olas van, como mis pensamientos, / y vienen, van y vienen, […] / en un eterno conocerse, / mar, y desconocerse»), pone de manifiesto que los contenidos verbales, conceptuales, se asocian a los perceptivos y que ver es también un modo de conocer, quizás más fidedigno, sobre todo desde que Nietzsche, en Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, iniciara la actitud de sospecha hacia el discurso verbal como instrumento válido para reproducir lo real, que, en todo caso, sólo puede decirse, a su juicio, a través del lenguaje metafórico.
La constatación de que las palabras son insuficientes para la comunicación, por más que las nuevas tecnologías parezcan cumplir ese fin, se observa en el siguiente poemario: El hilo roto. Poemas del contestador (2001): «Mas no era progreso este vacío, / porque es ingrato hablar en soledad / y siempre gusta que alguien nos escuche».
Una certeza que se agudiza más aún en el tema amoroso —no podemos pasar por alto las citas de Catulo y Salinas, junto a José Ángel Valente—, que también está presente en este libro: «Es algo más que tu palabra / repetida lo que busco. / Entiende que es posible / y necesario cambiar / con el tiempo los mensajes / hacer distinto lo de siempre»
Por ello la voz poética, en «Cotidianidad», confiesa: «Hoy siento un gran silencio, / tengo muy oídas las palabras de siempre / y no hay revolución en nuestra vida». Y queda anclada en el dilema hamletiano: «Llamar o esperar, es la cuestión», que, en otro texto (página 95), se resuelve en la espera, término que se repite al final del poema. En la espera o en la contemplación: «También en la mirada / queda grabada la vida / para siempre», versos donde resuena la nota intertextual de Octavio Paz («El mundo cambia / si dos se miran y se reconocen, / amar es desnudarse de los nombres»).
Porque, como en la poesía silente de san Juan de la Cruz, lo inefable no se expresa a través del lenguaje, que, por otro lado, a juicio de Susan Sontag, «es el más impuro, contaminado y agotado de los materiales del arte». Nos encontramos con una poesía que se manifiesta balbuceante, donde aflora un susurro interior que apunta a la escritura de los místicos.
Esa mirada, sustitutiva del lenguaje estándar, también aparece en el tercer libro, El paseante (2005), que obtuvo el duodécimo Premio Ricardo Molina. Lo comprobamos en «Lenguaje», poema de título revelador: «En las callejas del mundo / el lenguaje es solo la mirada, / sin manos, es silencio, sin palabras». Y, como en Octavio Paz, ahí reside la verdadera comunicación amorosa: «Lo importante no es / poner la casa en orden, / sino mirarse a los ojos»
Con todo, en este poemario lo que prima es el regreso a la infancia, a través del recorrido por una ciudad en la que el sujeto poético acompasa pasos y miradas en un fluir del tiempo que, fiel al eterno retorno, le devuelve a un pasado cultural y personal que se funden: «Paso a diario por el convento / donde vivió San Juan de la Cruz, / por la esquina donde se detuvo Rilke, / la casa donde murió Góngora, […] / Por este barrio viejo de ahora / regreso a mi infancia». Es un regreso que, a tenor del título («Buscándome»), pretende el conocimiento: «Vuelvo / después de muchos años / a la casa natal, / y no tiene el mismo / olor de mi infancia» . Y, en concreto, la indagación personal: «Dentro de este recinto amurallado / me busco, es otro tiempo»
Asistimos a un deambular sin rumbo, pero no perdido, que simboliza, pues, la combinación de lo exterior —conviene reparar en la cita del autor de La poética del espacio— y el interior —nótense los versos de Ángel González y de Joan Margarit, que también encabezan el poemario—: «Ahora que estoy afuera / pero voy por dentro», se afirma en «El paseante». Nos hallamos ante una conjunción que se plasma a veces en la imagen de la casa, que, para los místicos, simboliza el elemento femenino del universo o el continente de la sabiduría, un espacio para el goce y la reflexión: «En una casa como esta pueden estar / los seres de nuestro pasado y presente, […]. / Es noche cerrada, la luz interior de la casa / ilumina al mundo, al universo. En este bosque / está la felicidad, la soledad del pensamiento». Pero que también implica una búsqueda de la comunicación, de acuerdo a los versos iniciales del mismo poema: «Salir de mí, / ir hacia los otros».
El siguiente libro, Asuntos internos (2006), está vertebrado, en su primera parte, por la evocación de la infancia, aunque ello no supone la melancolía, sino la afirmación del sujeto y la vuelta a un estado primigenio: «El tiempo y la palabra / sin los miedos de ayer, / con la claridad de hoy, / en su arquitectura más sencilla, / sin pensamiento la infancia».
En otras ocasiones, el yo poético se desdobla y dialoga consigo mismo («Ahora te apartas / un poco del camino, ordenas / tus libros, escritos y poemas, […]. / Recorres los lugares de tu suerte, / miras al universo») para crear un espacio que, mediante el silencio, como sugiere el título del poema al que pertenecen los siguientes versos, propicie el conocimiento: «Este silencio de ahora / que amas y te ama, […] / es para oírte y oír al mundo». Un conocimiento que, como antes afirmamos, se alcanza a través de la poesía y que, en Asuntos internos, capta el lirismo de la cotidianidad: la del padre «que grababa en nobles metales», la de la madre, que «nos miraba en silencio, / nos preparaba / el abrigo y el vaso de agua» y «esperaba en la ventana / la llegada de los demás» o la suya propia («Entre el arte y el oficio / pasa la vida […] donde se aprende / a conquistar lo que somos»), una cotidianidad que, en nuestro autor, como en los poetas americanos Wallace Stevens (abogado en una compañía de seguros) o William Carlos Williams (pediatra y médico de familia), aparece escindida entre poesía y ejercicio profesional.
Ahora bien, donde la visión de lo cotidiano alcanza una cota lírica más elevada es en El oro fundido (2015), del que la crítica ha señalado que es «un libro insólito en el panorama actual» (Noni Benegas, en la presentación del poemario en el Matadero de Madrid), o que «es uno de los mejores libros que he leído últimamente» (blog de Rafael Suárez Plácido).
En él la epifanía poética surge de las pequeñas variaciones de la rutina cotidiana. Veámoslo en estos versos de «El oro fundido», el poema que sirve de pórtico al libro: «Y porque nadie / quiere saber / es posible vivir / con amnesia, como con suerte, / sólo las cosas justas, / y sacar la basura, / el perro a pasear».
Son instantáneas que nos sugieren el mundo poético americano. Por una parte, los versos en cursiva remiten al poema de John Ashbery «La roca de inchcape», de Un país mundano; por otra, nos traen a la memoria la película de Jim Jarmusch Paterson, diario visual de un chófer de autobús de la América profunda y poeta secreto en cuyas imágenes laten los versos de William Carlos Williams. La influencia de éste, junto a la de Wallace Stevens, es manifiesta en este conseguido poemario de variados registros que, al igual que en Williams, rompe la consabida articulación prosa/verso, y el poema libre se combina con el poema en prosa o la prosa poética con tal de nombrar el mundo por medio de ricas imágenes que rezuman una sensualidad en la que el yo lírico se deja fluir para alcanzar su objetivo: «La poesía que quieres escribir ya está escrita en tu poema preferido, sólo tienes que seguirla», una sensualidad proveniente de momentos cotidianos, como en el poema-prólogo «Tomando el sol después de comer» o en otros momentos de esta obra: «Lleva un molinillo de café en las manos y un brasero / con ascuas de lumbre […]. Lejos, una fruta común es un dios en alguna parte», que evocan los versos del poema «Domingo por la tarde» de Wallace Stevens («El gusto por la bata, y el café / Muy tarde y las naranjas en una silla de sol»).
En cualquier caso, todo queda registrado en la atenta mirada, o a través de las «Ventanas por donde mirar», título de otro poema del libro, porque «la mirada, como la punta de un diamante rasga el pasado / y en la ventana del tiempo se mueven las imágenes», lo que, en opinión de Vicente Luis Mora, en la introducción a Los rostros del personaje, convierte a Francisco Gálvez en un poeta metamirador «que roza la videncia rimbaudiana». Y por ello la reiterada vuelta a la infancia —obsérvense las imágenes de una pretérita postguerra en «Gusanos de seda»—, contemplada desde la atalaya del presente, en un ejercicio retrospectivo de conocimiento en el que, sin excluir una dimensión de alteridad, el yo lírico observa desde el presente, pero está conformado por el pasado, que moldea al ser humano. Y en el camino, avanza clarividente, aunque, como decía Lorca en el poema que abría Poeta en Nueva York, «tropezando con mi rostro distinto de cada día», verdadero caleidoscopio personal que sólo adquiere unidad en la coherencia de una obra como la que ahora comentamos.