Pedro de Silva
La moral del comedor de pipas
Ilustraciones de Álvaro Noguera
Ediciones Trea, Gijón, 2019
288 páginas, 18.00 €
POR JUAN PEDRO APARICIO

 

El libro, cualquier libro, responde a la mirada de su autor. Y la mirada de Pedro de Silva se forja y se acredita en su modo de estar en la vida y en la literatura. Su mirada es templada pero incisiva y profunda, capaz de poner en la picota a las más acrisoladas y, supuestamente venerables, ortodoxias. Su enorme curiosidad intelectual ha ido siempre de la mano de su talento y ha cultivado con extraordinario acierto casi todas las formas posibles de la literatura. Se inició, como suele ocurrir, con la poesía, cultivó el ensayo, el teatro —su última obra, El Rector (Losada, 2014), cuenta magistralmente el proceso y últimos días del rector de la Universidad de Oviedo Leopoldo Alas, hijo de Clarín, fusilado sin contemplaciones por los franquistas— y la novela evitando seguir una misma falsilla, pues, innovador siempre, se ha atrevido con los géneros más dispares: la ficción política en Proyecto venus letal (Jucar, 1989), la anticipación en Dona y Deva (Alfaguara, 1995), lo erótico en Kurt (Premio La sonrisa vertical, Tusquets, 1998), el género negro con Una semana muy negra, y hasta —lo que dice mucho de su extraordinario coraje— el costumbrismo, tan denostado por el establishment de la crítica española, con El tranvía (Losada, 2006).

Pero vayamos a lo que hoy nos convoca: La moral del comedor de pipas, su última novela (Trea, 2019). Si hay una literatura iluminadora y abierta al conocimiento y una literatura de mero pasar el rato —parece que en Nueva York esta distinción está prendiendo entre los distintos responsables del libro, así que pronto nos llegará—, este libro sin duda pertenece a la primera, llamada también alta literatura. Y no se dejen engañar por el lenguaje empleado, tantas veces procaz, ni por los pasajes escatológicos, en las dos acepciones del diccionario: lo guarro y lo sangriento, pues son tan de obligado cumplimiento literario como los que leemos en los Trópicos de Miller o en el mismo Gargantúa de Rabelais.

Como siempre que escribo sobre un libro, he leído dos veces La moral del comedor de pipas. La primera para disfrutar sin más de la lectura, la segunda para tomar notas y poder luego articularlas en mi escrito. Y les confieso que esta segunda lectura me ha dado mucho más placer que la primera, lo que no ocurre con todos los libros, aunque es verdad que sólo ocurre con aquellos que pertenecen a eso que llamamos alta literatura. Yo siempre recomiendo los libros que llamo de doble lectura; son, a la postre, los más baratos, porque te dan más por el mismo precio. Lo decía Borges hablando de los best sellers: se venden pronto y se olvidan antes. La alta literatura difícilmente se olvida.

Tiene La moral del comedor de pipas dos naturalezas: una superficial y otra profunda. La superficial es como el gancho que utiliza el timador para llevarte a su terreno. Bien es verdad que aquí no hay timo, sino sabiduría narrativa para crear una trama entre pícara, cínica, erótica y guerrera que arrastra al lector. Son cincuenta capítulos breves que invitan a una fácil lectura. En ellos interviene Luca como narrador en primera persona, o sea el vicario del que se vale el autor para contarnos la historia, un personaje, «el comedor de pipas», que fue punky, que fue camarero y que ahora trabaja en una oficina de seguros, tan incómodo e inadaptado como pudiera haber estado el mismo Franz Kafka en la suya.

A través de Luca vamos conociendo a los demás personajes: el Perro, así llama al capataz que le vigila implacablemente en su trabajo y que le humilla de continuo con su ¡Ponte las pilas, conejito!; Cool, conocido por «el sargento», o, luego, también por «el pastor», jefe de su célula con quien mantiene contacto digital y de quien recibe instrucciones porque —hay que decirlo ya— Luca está integrado en un supuesto grupo clandestino que tiene por objeto combatir a los momos; Brianda, que pasea por la oficina de Luca restallante de feromonas polinizantes; Magnolia, el ideal inalcanzable de la fémina; el abuelo de Luca —ya fallecido pero muy presente en su memoria— que del olivar sureño había emigrado al norte de humo, muerto en el Distrito Federal y lector de un único libro, El conde Lucanor, que le sirvió para dar nombre a Luca (por Lucanor) y a su hermana gemela Petro (por Patronio); Leti, su curiosa mujer o compañera, de Luca, me refiero, que trabaja en una agencia de viajes y con la que mantiene una atrabiliaria relación de muchos olores, cuescos y sudores; Jana, idealizada, superwoman, heroína en Gotham que se come a los momos y que descuartiza a un cura que la quiere violar sacando la loba que lleva dentro, y no es metáfora; Panta, de nombre de pila Publio, el hijo de Jana, que para ella es igual que Brad Pitt; Topo, amigo de infancia de Luca con el que está siempre atento a cuidar la puerta de atrás, escéptico y sabio, y con el que no se comunica a través de las redes, sino en persona; y Petro(nia), ya mencionada, su hermana gemela.

Estos personajes y alguno más componen, mediante la peripecia de sus cuitas más o menos domésticas, el discurso narrativo a la vista. Pero más escondido, como apunté líneas más arriba, fluye en paralelo otro discurso que, de mucho más peso, vibra como un núcleo incandescente bajo las faldas del relato, dotándolo de una enorme carga simbólica. Es el autor quien puede, dada la polivalencia del símbolo, ya como alegoría, metáfora o parábola, descifrar ese código. Pero nosotros como lectores tenemos también el derecho de jugar a desentrañarlo, pues sabido es que el libro, una vez que sale de los tórculos, pertenece por igual al autor y al lector.

A mí me ha parecido que estamos ante un alegato similar, bien es verdad que en forma narrativa, al que recientemente hizo en una entrevista en el periódico El País el joven filósofo alemán Markus Gabriel, uno de los corifeos del movimiento filosófico de nuevo cuño llamado nuevo realismo. Decía Gabriel, entre otras cosas, que los responsables del Silicon Valley y de las redes sociales son grandes criminales y deberían de ser perseguidos como tales. Decía que han convertido a los ciudadanos en proletarios digitales. Decía también que hace falta una revolución digital como fue la francesa para destronarlos.

A mi juicio, La moral del comedor de pipas se ha anticipado al filósofo alemán y nos está contando ya esa revolución. Así interpreto yo al menos la novela. En ella se narra una rebelión, los de abajo, contra los de arriba, como siempre ha sido, pero ahora, los de arriba parecen estar en las redes, son los que mandan en ellas, momos o no momos, pues todos somos momos en potencia, una vez que las ideas intrusas han colonizado nuestro cerebro.

Todo eso, claro, no podía ofrecerse al lector de buenas a primeras como ocurrencias salidas de una mente extravagante y caótica. Pedro de Silva ha colocado ese magma, un hervidero de gases prestos a la dispersión y al escape, en un armazón sólido de novela, de modo que el lector avanza por sus páginas en busca siempre de la siguiente, yendo de un enigma a otro, con el ferviente deseo de cuadrar el rompecabezas que intuye está esperándole a su final, no sin haberse deleitado antes, cuando el desenlace empieza a precipitarse, con páginas de franca hilaridad.

Cool, el jefe del comando, llama a los momos «condensaciones intelectuales». Cuando un momo entra en la cabeza de una persona, ahí está un momo. ¿Qué hacer entonces?: Hay que buscarlos, perseguirlos y acabar con cuantos sea posible. ¿Y dónde se los encuentra? En los lugares en que hay mucha gente: centros comerciales, partidos de fútbol, discotecas, cines e iglesias a mediodía de los domingos o cuando hay funeral. Hay que sacar entonces al bicho que cada uno de nosotros lleva dentro, o sea el bicho interior, convocándolo no con palabras mágicas sino mediante cuescos malolientes y ruidosos, regüeldos y gruñidos, interjecciones imposibles. Porque cuando los momos toman cuerpo en un doble humano la lucha es a muerte: o te mata o lo matas.

Se nos advierte además que «en el ejército momo hay metalúrgicos, empresarios, hombres y mujeres de Dios, amas de casa, serenos, tenderos, prostitutas, abogados y políticos por poner algunos ejemplos de profesiones en que abundan». También hay sacerdotes. Los momos llegan a imponer su ley, nunca mejor dicho, en las mismas oficinas de los notarios, pues «las oposiciones que preparan les destruyen el cerebro, colándoles en la papilla de leyes con la que los ceban como si fueran ocas una especie de extracto de momo, o así».

Todos los momos están dirigidos por un Gran Momo. ¿Quién es éste? Así lo describe Cool, el jefe del comando de Luca: un rebelde que al triunfar castigó como rebeldes a los que no se habían rebelado.

Pero, ojo, también hay momas. No por respeto a la cuota, tan en boga hoy, que podría ser, dada la ironía que entrevera todo el texto, sino más bien por el gusto de dar otra vuelta de tuerca al argumento. Y aquí sí que no he sabido encontrar una hipótesis de trascendencia como no sea apelando a las prácticas de Onán, porque las momas suelen corporeizarse cuando Luca comparte cama con Leti, su compañera, a la que claramente descuida, según él mismo confiesa: «desde que me lo empezaron a hacer las malditas momas por la noche…». Así que cabe preguntarse cuál sería el cuerpo humano que toman las momas: ¿acaso el de algunas actrices de Hollywood?

Y es que no todo es lucha en la novela. También hay amor, no siempre limpio, a veces muy desaseado y escatológico, como quien arranca las plumas a una gallina viva para verle el cuerpo desnudo. Pero también alcanzando sorprendentes cotas de calidad expresiva. Véase si no: «Me ha dado el “sí”, me digo. Yo pruebo a contestarle, conversamos un rato de ingle a ingle y podríamos seguir hablando así toda la vida, pero yo empiezo a irme. Cuando estoy en lo más alto, y comienza ya a salirme a borbotones, noto que ella se va también. Los dos soles se juntan, hay una explosión nuclear, lo echamos todo, y rugimos como animales prehistóricos. Noto que en ese instante lo somos, y en medio de los dos nace del estallido un ángel blanquísimo. […] Luego, conforme vamos cayendo a un pozo lleno de paz me inunda una marea de amor. Amor, amor, ahora tiene sentido de veras la palabra, tantas veces dicha sin sentido».

Los mellizos Petro y Luca de niños escarbaban un hoyo en la tierra, orinaban en él y removían luego la tierra con un palo. No me parece casual que esta acción esté descrita como propia de brujas en el libro Martillo de hechiceros que, publicado en Alemania en el siglo xv, hizo furor en toda Europa los siglos siguientes y que recoge uno de nuestros clásicos, Antonio de Torquemada, en su libro Jardín de flores curiosas. No en vano es mucho lo que de hechizo tiene esa capacidad de algunos personajes del libro para sacar de dentro de sí mismos ese alter ego bestial que acude al rescate cuando están en situación apurada, un oso en el caso de Luca, una loba en el caso de Jana, un jabalí en el caso de Panta.

En La moral del comedor de pipas sólo hay mención expresa a El conde Lucanor, único libro leído por el abuelo de Luca, pero no por éste, que confiesa no haber leído ninguno, y sólo muy de pasada se menciona el Quijote, mientras que hay un homenaje oblicuo a Kafka y otro, también oblicuo, pero más subrayado, a William Burroughs. También aparece el nombre de Joyce, como podían aparecer los del Beckett de Esperando a Godot o el Melville de Bartleby el escribiente. Sin embargo, la desinhibida voz en primera persona de Luca tiene ecos claros de novela picaresca, aunque sus acciones y discursos entronquen más con un Sancho Panza quijotesco o aquijotado, pues él mismo se define como guerrero, uno de esos guerreros que van «solos por el mundo librando con el enemigo una batalla tras otra».

Nuestra literatura es una de las más grandes que existen. Y es verdad que entornos políticos de férrea censura la han perjudicado al circunscribirla, a veces, a meros ejercicios de forma para compensar con adornos verbales lo que estaba prohibido decir, pero su raíz clásica es tan poderosa, muestra tanto vigor y fortaleza, que ha sido capaz de fecundar a muchas otras, sin dejar de alimentar a la nuestra con la discreción, a veces equívoca, de la savia que nutre, lejos de nuestra vista, al árbol. Yo veo en este libro una gran impregnación de nuestra literatura clásica. El Quijote, sin duda, gravita sobre él. En La moral del comedor de pipas hay también una realidad «real» y otra imaginaria, que pueden confundirse en la mirada del lector, como se confundían en la de don Quijote, aunque aquí haya más sanchismo que quijotismo, pues Luca como Sancho tiene esa sabiduría que, como dictada por la voz colectiva del pueblo, cuando parece que va a despeñarse sabe con un quiebro, a veces con un refrán, evitarlo.

Pero hay más. Esa desvergüenza en el lenguaje que se recrea en lo escatológico remite con fuerza a nuestra literatura más joven, tan amparadora de los placeres del sexo, que no rehuía los cuentecillos de cama ni de cornudos. A mi juicio, el libro ha de emparentarse por su desenvoltura con aquella joven gran literatura española que ajena al corsé de la censura asombró a Europa con su espléndido atrevimiento, hablo claro del arcipreste de Hita, de La Celestina, del mismo Quijote.

Todo eso y mucho más está en La moral del comedor de pipas, tan próximo por otra parte a autores de otras literaturas ya de nuestros días, autores que, de alguna manera, representan las formas más elevadas del surrealismo, el experimentalismo o la sátira, y le añaden al texto un sello de modernidad literaria.