Javier Echeverría y Lola S. Almendros
Tecnopersonas. Cómo las tecnologías nos transforman
Editorial Trea, Gijón, 2020
456 páginas, 28.00 €
Tecnopersonas es un tour de force filosófico, una reflexión profunda sobre el estado actual de la vida de la gran mayoría de los habitantes del planeta. También es un episodio más de la quijotesca cruzada de Javier Echeverría Ezponda contra los grandes ganadores del nuevo modelo en que el neoliberalismo global ha mutado gracias a su poder de orientar, hacia sus propios fines, la ciencia y la tecnología, degradándolas a un mutante que suma a su componente epistémico mucho marketing y un ethos profundamente economicista: la tecnociencia. Tecnopersonas vuelve a denunciar el dominio al que nos vemos sometidos, como ya lo había hecho Echeverría especialmente en Los señores del aire. Telépolis y el tercer entorno (2000). Dicha relación de dominación toma formas muy novedosas en el tercer entorno, el de las nubes y la virtualidad que complementa el entorno de la physis y el de la polis para ofrecer nuevas formas de ser, nuevas formas de emancipación, pero también de alienación y sometimiento, algo ya profetizado en el clásico Telépolis (1994). Afortunadamente, esta vez Echeverría no cabalga solo: es acompañado por la joven y talentosa Lola Almendros. El resultado es una reflexión cruda, pero lejos de ludismos, melancolías bucólicas o pesimismos paralizantes. Incluso del desagrado sarcástico de un Éric Sadin. Es filosofía en su estado más puro, la que debe leerse de a sorbos mientras nos somete a experimentos mentales varios y nos obliga a examinar nuestra conciencia, pues somos muchos los que elegimos voluntariamente día a día someternos como vasallos del feudalismo digital.
Pocas dimensiones de la vida contemporánea escapan a la lupa de Echeverría y Almendros. Es que la tecnociencia atraviesa y modifica tales dimensiones, a tal punto que todo se vuelve «tecno». Buena parte de nuestro estar y hacer es hoy en el tercer entorno, con lo cual resulta pertinente indagar el estado de cosas allí, pero también corresponde ver cómo los tres entornos van convergiendo, y lo «tecno» se nos materializa también fuera de las pantallas digitales: los campos están poblados de organismos genéticamente modificados, Cambridge Analytica facilita el ascenso de gobiernos autoritarios y el COVID-19 viene acompañado de su versión «tecno» más contagiosa: la versión simbólico-informacional que permite generar contenidos comunicacionales y políticas de vigilancia y control.
El periplo comienza sumergiéndonos en el concepto de persona a lo largo del tiempo: las máscaras del teatro griego (noción recuperada con maestría por Ingmar Bergman), el dualismo cartesiano, la superación de Locke al sumar la conciencia, el agregado de la dimensión social por Leibniz (una presencia ubicua en la weltanschauung echeverriana), y finalmente los personalismos contemporáneos. Así, los autores podrán argumentar que existen, en el tercer entorno, entidades que cumplen los requisitos jurídicos, morales, económicos y políticos para ser personas. Las personas físicas y jurídicas informatizadas pero también los robots y personajes ficcionales son tecnopersonas: pues su identidad, relaciones, funciones e interacciones están conformadas tecnocientíficamente a partir de datos algorítmicamente construidos. La teoría de actor-red de Bruno Latour, donde sujetos y máquinas se equiparan ontológicamente se vuelve realidad en este entorno. En dicho entorno somos tecnopersonas y, sin embargo, no gozamos de los mismos derechos y obligaciones que (al menos en lo formal) tenemos qua personas en la polis: no hay democracia, no hay división de poderes, sino (tecno)feudalismo. Es que Los señores del aire (identificables de manera gruesa como los controladores de las grandes transnacionales tecnocientíficas GAFA: Google, Apple, Facebook, Amazon) son quienes dan forma al tercer entorno, al dominar el (tecno)lenguaje que performativamente lo constituye, nos constituye ontológicamente y constituye nuestra tecnovida y nuestra tecnorealidad.
En esta sobrenaturaleza «tecno», el tiempo es eterno pero improductivo, con una entrega absoluta a la inmediatez kierkegaardiana. El espacio es infinito y podemos estar en múltiples lados a la vez, pero el espacio de capacidades cuya ejecución plena constituye el concepto de libertad para Amartya Sen se encuentra gravemente constreñido: se reduce a la generación de datos y el consumo: nuestro rol en cuanto a tecnopersonas es ser, al decir de Byung-Chul Han, prosumidores. Generamos datos y los datos nos generan, pues somos los datos que hacemos. La plétora de dimensiones que caracterizan a una persona, las emociones, sentimientos y opiniones, se ven reducidas en el mundo «tecno» a aquellas que puedan ser traducidas a tecnolenguaje por los algoritmos, y los señores del aire se han encargado de que esos algoritmos solamente construyan tecnopersonas con datos que puedan ser cuantificados y monetizados. Pero esta cosecha de datos commoditizados ocurre en una trastienda oscura, en un sótano al que sólo los tecnoescribas programadores pueden acceder y en donde pululan los tecnogenios malignos. Estos, como su análogo cartesiano, engañan los sentidos (modificando datos a voluntad con fines perversos), pero, a diferencia de éste, son completamente reales. Operando con la sutileza de Silva, el corrector de la Historia del cerco de Lisboa, de Saramago, puede trastocar la realidad cambiando unos pocos tecnosignos.
En la interfaz del usuario hay un mundo feliz cuasi-huxleyano, donde una ilusión de posibilidades múltiples hace las veces del soma, la droga perfecta. Aceptamos ser siervos en el tecnofeudalismo a cambio de los servicios que las apps nos ofrecen, muchas veces gratuitamente. Podemos tener nuestros amigos y seguidores, podemos opinar sobre las causas más acuciantes y militar por un mundo mejor y mantenernos al tanto de los eventos acaecidos hace segundos del otro lado del orbe, todo sin salir del toilette. Guste o no a Echeverría y Almendros, la tecnoservidumbre ciertamente es tentadora.
El tecnolenguaje que opera en el tercer entorno es sintáctico y pragmático, pero deja a la semántica de lado. Ello provoca una pérdida perlocucionaria que facilta lo viral y lo fake mientras resulta paralizante en sentido pragmático y provee una ilusión de praxis política onlife a partir de los likes y retweets. La tecnopersona asevera estar involucrada en las causas más nobles, pero su acción en las redes no va más allá de generar datos con cada click, datos que permiten a los algoritmos generar perfiles cada vez más precisos de la persona detrás de la tecnopersona. Nuestros autores poseen una batería de argumentos convincentes para establecer que una persona no es su máscara, y la tecnopersona no es la persona de carne y hueso que provee sus datos para constituirla, pero notablemente las tecnopersonas sí se parecen cada vez más al lado consumista de su alter ego humano, mientras avanzan las técnicas de análisis de sentimientos y emociones vía inteligencia artificial. Este lado consumista es el que se constituye como la tecnopersona, y ésa es la tecnopersona que sin duda importa más a los señores del aire.
Las tecnopersonas nos relacionamos de manera tecnopersonal, dejamos nuestra tecnohuella en el tecnomundo, y cuando nos comprometemos, conformamos tecnomasas activistas. Pero nuestro tecnoactivismo es completamente inicuo en la polis. Los likes no son votos y las tecnomasas no ocupan plazas. Generan actividad, pero no narrativas. Parece que la liquidez que denunciaba Zygmunt Bauman se hace más líquida en las nubes. Pero estas nubes no son gaseosas. Resulta completamente atinado que los autores de Tecnopersonas se hayan tomado el tiempo para recordarnos que, detrás de la esponjosa metáfora, hay granjas ciclópeas de servidores consumiendo innumerables gigavatios de energía para funcionar (y otros tantos para refrigerarse). Ante la amenaza del calentamiento global, resulta relevante considerar que todos esos gigavatios difícilmente surjan de fuentes renovables.
Hasta aquí, sólo un Dios podrá salvarnos. Pero Echeverría y Almendros están lejos del aburrido pesimismo heideggeriano, afortunadamente. El tercer entorno tiene sus posibilidades emancipatorias y es menester una propuesta para que las tecnociencias que la constituyen sean, al decir del salmantino Miguel Ángel Quintanilla, un poco más entrañables.
En Tecnopersonas hay propuestas llamativamente razonables: las tecnopersonas debemos constituirnos en tecnociudadanos, para lo cual tenemos que adquirir derechos y contraer obligaciones. Así como la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 provee la agenda emancipatoria en la polis, se hace menester extender dicha agenda al tercer entorno. Los Estados deben actuar democratizando los tecnofeudos, regulando la libertad de acción en los tecnoentornos en función de la libertad de acción de los demás. Debe prohibirse la tecnoservidumbre (manifiesta en las contrataciones privadas de acceso a Internet y en la explotación de los datos generados por las tecnopersonas a sus espaldas: clicar «acepto» a la hora de instalar una app está lejos de la honestidad que Martín Parselis exige a las tecnologías). La prohibición de los tratos crueles, el reconocimiento de las múltiples tecnopersonalidades, la igualdad ante la ley en el tercer entorno, la creación de tecnotribunales y otras exigencias nos permiten ver que proponer una Declaración de los Derechos Tecnohumanos no sólo no es descabellado, sino que es imprescindible como requisito mínimo para una emancipación. La gran mayoría de los derechos que supimos conseguir tras la más terrible de las guerras de nuestra historia son vulneradas en el tercer entorno, ese entorno en el que cada vez pasamos más tiempo, del que cada vez más nos hacemos dependientes y que cada vez más profundamente nos constituye. Si abandonar el mundo «tecno» no es una opción, entonces se hace necesario luchar por hacerlo cada vez más (tecno)humano. Eso no sucederá firmando los petitorios de Change.org y seguramente tampoco dependerá de acciones constreñidas por el escaso margen de maniobra que nos han dejado los señores del aire en las redes.
Una militancia emancipatoria requiere activismo en los tres entornos, conciencia ciudadana, gente formada para poder entender los opacos tecnolenguajes de los tecnoescribas y una profunda reflexión filosófica como la que nos proveen Echeverría y Almendros en Tecnopersonas. La tibieza con que los Estados nacionales y los organismos supranacionales han atendido este problema, con lentitud e ingenuidad, nos autoriza a pensar que los señores del aire y la cultura que ha fetichizado la innovación tecnocientífica como motor necesario y suficiente para el progreso ya los han colonizado. Poco cabe esperar de ellos. Por otro lado, el ciudadano de a pie es culturalmente tentado por una cosmovisión altamente peligrosa: el transhumanismo. Yuval Harari puede considerarse, por su posición de best seller, como el profeta más insidioso de esta filosofía que eleva al dato a entidad sagrada, que vislumbra una fusión del humano con la tecnología que lo llevará a un nivel evolutivo superior (dejando atrás a aquellos que no puedan financiárselo) y que profetiza con una sonrisa, en definitiva, un mundo deshumanizado y elitista. Es que el transhumano es un sujeto neo-neoliberal que mientras juega con sus prótesis gadget mira con desprecio al cíborg feminista y emancipatorio de Donna Haraway. Es por la gran penetración de esta visión distópica de las cosas que Tecnopersonas se ocupa de desmantelar algunos de los principales tecnomitos instalados por los grandes sacerdotes de la cultura, que no por ridículos dejan de ser repetidos a diario, y, lo peor, incluso tomados en serio.
La tecnopersonificación no es en blanco y negro: viene por grados. Algunos somos más tecnopersonas (y tenemos más tecnopersonalidades) que otros. Presumiblementes, centennials y millennials llevamos la delantera en esta carrera. Pero aun el más tecnófobo de los ciudadanos del mundo occidental (y buena parte del resto) vive bajo un sistema tecnocapitalista o se ve afectado por él. En el tecnocapitalismo, el mundo es moldeado por las tecnociencias y, por ende, su sobrenaturaleza es habitada por tecnoanimales, tecnoplantas y tecnopersonas. Basta tener una tarjeta de crédito para ser un «tecno» hecho y derecho.
Así pues, el libro de Echeverría y Almendros no es sólo para filósofos, hackers o antisistemas. Todos deberíamos discutir las premisas propuestas por los autores, realizar los experimentos mentales y al menos ser conscientes de qué es lo que sucede mientras gozamos de la droga informacional onlife. Si vamos a ser adictos y dependientes, al menos nos corresponde la dignidad de ser conscientes de ello.