Gisela Leal
La soledad en tres actos
Alfaguara
608 páginas
POR DIEGO GÁNDARA

Después de haberse estrenado en 2012, cuando contaba veinticuatro años, con El Club de los Abandonados, la escritora mexicana Gisela Leal (Nuevo León, 1987) no sólo se convirtió en la autora más joven publicada por Alfaguara (el libro había sido finalista del Premio de Novela otorgado por la editorial en 2011) sino, sobre todo, en una escritora a tener en cuenta. Una trama envolvente sobre dos jóvenes que deben hacerse adultos y miserables para sobrevivir en una realidad compleja, más la prosa ejemplar, insistente y punzante, de Gisela Leal, indicaban que detrás de ese debut literario había una escritora joven, sí, pero con un universo propio que no tardaría en encontrar su sitio.

Así siguieron, pues, en 2015, El maravilloso y trágico arte de morir de amor, una novela-río de más de quinientas páginas, con personajes que viven entre la ilusión y el desengaño pero que no se resignan a las promesas del amor y, dos años después, Oda a la soledad: y a todo aquello que pudimos ser y no fuimos porque así somos, una novela intrafamiliar que es un viaje al corazón del suicidio y a una respuesta a eso que se insinúa en el título: ¿cómo llegamos a ser lo que somos?

Ahora, con La soledad en tres actos, Gisela Leal, que proviene del mundo de la publicidad y reside en Nueva York, continúa su periplo de escritora con una novela tan potente e inquietante como las que la precedieron: la estampa tenebrosa de un presente vacío que sólo puede encaminarse hacia el desastre y que no llega, sin embargo, en forma de catástrofe, como si fuera el fin del mundo, sino en una forma de daño que ya está aquí, en la vida cotidiana, todo el tiempo.

Dividida en tres partes, es decir, en tres actos, la novela gira en torno a la finca La Soledad, un sitio donde sólo habita el desamparo y está al borde del desmoronamiento como desmoronada está la familia que la posee y vive en ella. Una familia cuyos miembros viven tan ensimismados que acaban desmembrados, sin ojos ni corazón para nadie más que para ellos mismos. Allí están, por ejemplo, Dionisio, el paterfamilias, el hombre que hizo fortuna con un pequeño viñedo que después fue La Soledad; también está Teresa, su esposa, una mujer fría y distante; Nicolás, el hijo de Dionisio, que mastica un odio furibundo a su padre; Antonia, su media hermana e hija de Teresa y protagonista principal de un entramado trágico en el que ella, más que una víctima, que lo es, es más bien el síntoma.

Gisela Leal, con una prosa que serpentea y es puro ritmo y un estilo musical, se entromete en esta familia y en La Soledad, un nombre que es metáfora y premonición de lo que ocurre y ocurrirá allí, con una mirada de entomólogo y retrata no sólo a los personajes y sus vínculos fallidos, sino especialmente los huecos, los hiatos que hay entre ellos y ese goce solitario al que los lleva estar consigo mismos. Dionisio, que sólo piensa en sus negocios, ignora a su hija; Teresa, que fue madre por ser madre, por el deber de dejar descendencia, también. Y Antonia, que ha padecido sus traumas, los vive en carne propia, atiborrándose de pastillas.

Pero la novela no es eso. Es algo más que un argumento y es mucho más que unas tramas bien ensambladas y más, mucho más, que una reflexión sobre la condición humana y la corrupción que provoca el dinero y la avaricia y la acumulación de capital. Porque Gisela Leal, más allá de todo, inventa una manera de contar una historia y, hacerlo, inventa una forma y una forma, además, de hacer literatura.

No es extraño, en ese sentido, que en medio de ese espacio desolado, de ese mundo contaminado por el poder, el dinero, la lujuria y la corrupción, el narrador no sólo componga un universo de ficción, una especie de universo total, lleno de detalles y matices, capaz de desvelar lo más profundo de la miseria humana, sino también un mundo en el que narrador es una presencia constante, intrusiva, una voz que viene del pasado y anuncia un futuro y contempla su obra como los dioses: con ironía, sí, con sarcasmo, pero también con tristeza y desazón.