Margarita Leoz
Punta Albatros
Seix Barral
319 página
POR EVA COSCULLUELA

En una carta dirigida al dramaturgo Aleksandr Lázarev en 1889, Antón Chéjov condensaba su poética y su forma de entender la creación literaria: «Si en el primer acto aparece en escena una pistola, en el último acto debe dispararse. Si no, no hace falta que aparezca». Igual que para Chéjov cada elemento debe tener una función y lo superfluo no tiene cabida, en las historias de Margarita Leoz (Pamplona, 1980) nada es gratuito, nada está de adorno. Todo tiene un propósito y todo fluye de manera natural, sin artificios ni imposturas. 

Margarita Leoz debutó en la narrativa con Segunda residencia (Tropo, 2011), un libro de relatos donde ya dejaba ver que estábamos ante una escritora que debíamos seguir de cerca. Después llegó otro libro de relatos, Flores fuera de estación (Seix Barral, 2019), donde se apreciaba una escritura más madura y más asentada. En los dos libros están presentes los temas nucleares de su literatura: el paso del tiempo, el amor y sus distintas formas, el peso del pasado y esos personajes indolentes que se dejan llevar con una mezcla de resignación y apatía, que viven fuera de lugar, que no llegan siquiera a ser antihéroes, pues para eso hace falta cierta acción, cierta voluntad. Punta Albatros es su primera novela y con ella confirma que la intuición que nos hacía presagiar que Leoz nos iba a dar muchas alegrías era acertada.

El protagonista de Punta Albatros es un médico que ha elegido lo que para cualquier otro sería un destierro: un destino en una pequeña aldea de la costa cantábrica, un lugar apenas poblado donde pasará consulta a sus escasos habitantes y donde atenderá también a los ancianos internados en un geriátrico en la cercana isla de Goz. El destino elegido no es casual: ha huido de su pasado como si con ello pudiera huir también de sí mismo, de sus miedos y sus decepciones, de sus torpezas y del dolor causado con ellas. También huye de una vida que lo estaba asfixiando, que había secado sus ilusiones hasta convertirlas en piedra y que, paradójicamente, no sabe si echa de menos: acaba de romper con su mujer, Teresa, ha dejado su casa y ha renunciado a su absorbente trabajo en las Urgencias de un hospital. Una vida de la que escapa por segunda vez: antes mantuvo una aventura con una paciente que le permitió sentirse otro durante un tiempo, vivir algo más parecido a lo que él imaginaba como una vida buena.

En dos planos temporales que alternan presente y pasado, la huida y el lugar de donde huye, el devenir de este hombre que escapa sirve de marco para contar muchas historias que están contenidas en esta. El protagonista, que ocupará el faro donde vivía el anterior médico —desaparecido sin dejar más rastro que los historiales de sus pacientes y una colección de relojes parados, símbolo del tiempo detenido en ese lugar apartado—, tratará de empezar de nuevo mientras rememora qué ha pasado con su vida, cómo ha llegado hasta aquí. Para entenderlo tendremos que entender también su relación con Teresa —una mujer práctica y ordenada a quien, al contrario que a su marido, le gusta tener las cosas controladas— y la época feliz que vivieron junto a sus amigos Victoria y Salva, cuando dejaban atrás la juventud sin darse cuenta. Los cuatro compartieron las risas y las fiestas, las alegrías y las confidencias, hasta que la vida se volvió algo serio y tomaron caminos tan diferentes que acabaron por alejarse. En Punta Albatros, el protagonista se relaciona con muy pocas personas: el dueño del hostal donde come y cena, la mujer que le limpia la casa, el barquero que lo lleva y lo trae a la residencia, una cuidadora del geriátrico, la agria y malencarada directora de la residencia y los ancianos con sus achaques y sus manías. 

Uno de los puntos fuertes de Punta Albatros es la construcción de los personajes. La autora no se detiene en descripciones psicologistas ni en explicaciones de su carácter: se definen ellos mismos a través de sus acciones y con sus comportamientos nos muestran sus matices y sus aristas. No es necesario añadir más. Sabemos más de la fragilidad de Teresa observando su decepción tras una pelea con una amiga desagradecida que si hubiera llenado páginas con sus reflexiones. Lo mismo sucede con el protagonista, del que sabremos mucho sin que él nos haya contado nada: un hombre desubicado, fuera de sitio, del que no se desvela el nombre —quizás en un intento de esconder a quien quiere esconderse de su pasado— y que sólo conocemos a través de su relación con los demás. El coro de personajes que lo acompañan le sirven de espejo y devuelven distintas imágenes suyas a la vez que se van mostrando también a sí mismos, y, poco a poco, entraremos en sus vidas y en los secretos que encierran. El arco narrativo que recorre el protagonista, que nos muestra su evolución y cómo el personaje ha cambiado sin que cambie nada, es un ejemplo más del oficio con que la autora ha construido esta novela.

Margarita Leoz es sutil en el detalle y precisa en la narración. Administra la información de una manera muy hábil, contando en cada punto de la historia lo necesario para que la trama avance con naturalidad y reservándose el resto para el momento oportuno: ni una concesión al respecto, nada antes de tiempo. La autora maneja con maestría las elipsis, las insinuaciones, lo sugerido. Igual que la ausencia nos define en función de quien no está, se podría componer una novela reuniendo las cosas que Leoz no ha contado en esta. La autora ha elegido con acierto dejar esos huecos para que seamos nosotros quienes los completemos, y eso es otro de los puntos fuertes de esta obra —y del resto de la narrativa de la autora—: Leoz no subestima la inteligencia del lector y eso se agradece enormemente. De igual forma, la autora también acierta al no juzgar a sus personajes: nos los deja ahí, con la información suficiente para que decidamos qué nos parece su forma de proceder, pero sin tomar partido ni mostrar su juicio.

Margarita Leoz es una estupenda creadora de atmósferas. Bastan unas páginas de Punta Albatros para situarnos en un estado de ánimo especial, para que nos sintamos dentro del mundo que contiene. Eso lo consigue con una cuidada ambientación —desde los topónimos elegidos a la descripción del paisaje, elemento fundamental con su clima inhóspito y su naturaleza agreste— y un acertado manejo del ritmo de la narración: algunas escenas, como la que sucede con los feroces perros del barquero o en el invernadero de la residencia, son un ejemplo de cómo la autora juega con los ritmos para que la historia nos arrastre con ella. 

Punta Albatros es una reflexión sobre las expectativas, sobre lo que pensábamos que íbamos a ser y en qué nos hemos convertido, sobre las ilusiones depositadas en una vida que prometía ser brillante y que acaba por ser como todas las demás. Y con esas expectativas llegan irremediablemente las prioridades, las renuncias… la madurez. Porque esta novela habla de eso, de crecer, de madurar, de vivir una vida adulta y afrontar los problemas normales de una vida normal, de cómo el paso del tiempo nos hace dejar atrás la despreocupación de la juventud para aprender a mirar de otra forma, con una perspectiva nueva que convierte aquello que nos parecía convencional y aburrido, eso de lo que queríamos huir, en algo que queremos conservar o que aspiramos a conseguir. También habla de la clase social como algo definitorio que une o separa y de cómo el dinero —su falta, más bien— lo condiciona todo y puede llevarse por delante el amor más sólido. Pero es difícil encapsular una obra que aborda asuntos tan esenciales en unos pocos temas: como ocurre con la gran literatura, Leoz condensa en esta novela la vida y sus complicaciones.

Con una prosa elegante, impecable, trabajadísima y sin espacio para el lugar común, Margarita Leoz ha compuesto una novela espléndida que confirma que es una narradora con un talento extraordinario para contar historias.