Marcos Giralt Torrente
Algún día seré recuerdo
Anagrama
208 páginas
En los manuales de ese magisterio difuso al que se ha venido a llamar escritura creativa debería figurar, junto a la máxima de Hipócrates, ya se sabe, el arte es largo (de aprender) y la vida corta, una advertencia que, de cumplirse a rajatabla, nos habría librado de algunos de los peores humores de la literatura de este inicio de milenio: la tendencia, asociada, aunque no siempre, al diletantismo, de aspirar a escribir ‘Guerra y Paz’ a las primeras de cambio. O lo que es lo mismo, a partir de pecado del exceso, como si sólo se pudiera alcanzar la gloria artística, signifique esto lo que signifique, a través de una obra que contuviera de principio a fin todas las técnicas y recursos narrativos y pretendiera modificar nada menos que al mundo o a uno mismo. Una circunstancia que, por recurrente, ha hecho que su antítesis, la brevedad, la prosa de dietario, lo fragmentario, irrumpa con una fuerza depuradora parecida a la que transmite un poema cristalino frente a las fantasmagorías del artificio. Y que, además, cuenta con el aval de una tradición secular que ha dado algunos de los títulos más imaginativos y paradójicamente experimentales de los últimos siglos.
Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) es dueño de un estilo que se alinea de manera natural en el terreno opuesto a la grandilocuencia. Tal vez por eso sus libros resultan tan reconfortantes y singulares entre la a menudo ciclópea producción literaria en español, en la que imparte tomo a tomo una lección del uso del idioma especialmente provechosa para los que se acercan a la escritura bajo el vapor pseudodivino de una presunta sobredotación. Giralt Torrente escribe con una fluidez que se va expandiendo desde la precisión y la sencillez hasta abarcar una compleja gama de tonalidades, sometiendo la forma a los mandatos de una misión autoimpuesta que hace que la estética se imbrique en una ética del relato que reluce por su honestidad. Casi siempre valiéndose de motivos engañosamente pequeños y cotidianos, que son, por otra parte, los que han acabado por desencadenar algunas de las páginas más brillantes de la literatura; esas historias en las que la anécdota doméstica va cociendo a fuego lento el diamante de lo extraordinario, cuando no filtrando un discurso que acaba por conectar con incertidumbres atemporales y de incumbencia universal. Un compromiso-que no una fórmula- ya ensayado en propuestas como Tiempo de vida (Premio Nacional de Narrativa) y que ahora exhibe a cara descubierta su engranaje con Algún día seré recuerdo (Anagrama), libro de misceláneas en el que se mezclan conferencias, artículos de opinión, crónicas, semblanzas familiares -Marcos Giralt es nieto de Torrente Ballester e hijo del pintor Juan Giralt- y otros textos inclasificables. Y que afluye con una vasta cantidad de vasos comunicantes, destacando por su coherencia y por un sentido de la unidad que lo hace asemejarse a una novela concebida con un espíritu reposadamente perecquiano y parecido al ensamblaje de un rompecabezas.
Con una galería de personajes que va de Joe Strummer a Kurt Schwitters o Bergamín, Marcos Giralt Torrente da una vuelta de tuerca en este conjunto de piezas a los límites entre la realidad y la ficción, deslizando reflexiones sobre la construcción del propio relato y de la palabra escrita. Y abundando, de paso, con perspicacia y sentido del humor en asuntos tan inagotables como la muerte, la paternidad, las relaciones familiares, la memoria o la creación. Todo ello hilvanándose constantemente en un juego caleidoscópico que el propio autor define como una suerte de autorretrato al trasluz. Quizás también en una clase de cátedra sobre la reivindicación de los llamados géneros fugaces (la prensa, la anotación, el cuaderno) y su maestría en el encaje y el brillo literario de la concreción. Marcos Giralt Torrente, con esta nueva entrega, reconcilia con la magnitud de la literatura supuestamente menor, componiendo, desde la interconexión desmadejada de los textos, un libro al que no le faltan ninguna de las emociones que generalmente conviven detrás de ese biombo- no se olvide, ya de por sí mutante- que es la novela: la franqueza de la confesión, la anécdota, el pensamiento ensayístico e, incluso, por momentos, el arrebato lírico. Mucho más que una simple suma.