María Rosa Lida y Yakov Malkiel
Amor y filología. Correspondencias (1943-1948)
Prólogo de Francisco Rico
Acantilado, Barcelona, 2017
336 páginas, 18.00 €

 

POR SANTOS SANZ VILLANUEVA

Para quienes nos iniciábamos antaño en la filología románica, María Rosa Lida de Malkiel disfrutaba de una aureola legendaria. En nuestra primera juventud estudiosa encarnaba el summum de las aspiraciones: la sabiduría, la finura interpretativa y la elegancia en la exposición, la amplitud de conocimientos sin fronteras nacionales que abarcaba el mundo grecolatino y el hispánico, más algo particularmente grato en la edad temprana, la contundencia en los juicios, la independencia de sus pareceres frente a los santones del oficio y su afán polemista. Apreciábamos su magnífico hacer profesional tanto en las medidas cortas, las eruditas y puntillosas críticas de obras ajenas (auténticos estudios más que simples reseñas), como en las largas, las impactantes monografías sobre Juan de Mena, poeta del prerrenacimiento español y La idea de la fama en la Edad Media castellana. Y adoptamos el deslumbrante La originalidad artística de «La Celestina» como libro de cabecera para iniciarnos en la tragicomedia de Fernando de Rojas.

La generación siguiente conservó esa admiración que convirtió a la sabia filóloga en un mito desde su mismo fallecimiento, como señaló Ángel Gómez Moreno en su estupendo artículo conmemorativo «En el centenario de María Rosa Lida de Malkiel». Hoy no tiene Lida tal carisma entre los estudiantes recién llegados a la universidad porque todo se ha aligerado en los estudios académicos y sólo para los entendidos sigue siendo su nombre un referente inexcusable. Bien está, pues, que la imprescindible estudiosa recobre actualidad para un número algo amplio de interesados por la cosa literaria, aunque sea a través de una aproximación a su vida privada, la que facilita su trato epistolar con otro filólogo, Yakov Malkiel, experto en cuestiones lingüísticas y afanoso etimologista, que se convirtió en su marido. El epistolario ya era conocido, pero nada más en los cerrados círculos de los especialistas y ahora obtiene difusión librera gracias a una editorial benemérita, la barcelonesa Acantilado, y a los desvelos del entusiasta Francisco Rico, prologuista también de este Amor y filología. Correspondencias (1943-1948) donde las cartas se acompañan con otros sustanciosos materiales.

La historia externa de la relación inicial entre Lida y Malkiel es poco aparatosa pero sí intensa. Yakov Malkiel, judío nacido en Kiev en 1914 dentro de una familia acomodada, emigrante primero en Alemania, donde tuvo una sólida formación filológica, y luego a Estados Unidos por prevención del antisemitismo nazi, conocía estudios de su colega María Rosa Lida, y le envió alguna separata de sus trabajos. La «muy estimada profesora» le correspondió con un libro y él le acusó recibo con elogios. Y también, sabiendo con posterioridad la historia en su entera trayectoria, con melosos cumplidos: la compara con la ilustre medievalista alemana, ya fallecida, Carolina Michaëlis, de quien sugiere que Lida ha tomado el relevo, y en la que prefigura, como intuye con su perspicacia habitual Francisco Rico, una estampa familiar arquetípica por su matrimonio con el historiador portugués Joaquim de Vasconcelos. María Rosa Lida, porteña de 1910, igualmente de raíces askenazis, trabajaba en el Instituto de Filología de Buenos Aires dirigido por Amado Alonso, e inició un intenso trato epistolar con su erudito colega que primero consistió en una relación profesional y poco a poco derivó en una relación escrita bastante íntima, a pesar de los disimulos que la época imponía.

El trato epistolar impulsa el conocimiento directo de los dos investigadores. Esto ocurre cuando Lida, necesitada de encontrar un porvenir laboral, aprovecha una oportunidad en la Universidad de Harvard y ambos traman el modo de entrevistarse en Boston. El encuentro, fugaz, resulta provechoso, reafirma el flechazo anunciado tiempo atrás, y sirve para una nueva reunión al poco tiempo en Berkeley, ya definitiva: se resolvió con el rapidísimo enlace de la pareja. La historia epistolar que terminó en boda se extendió de 1943 a 1948 y el núcleo de la correspondencia abarca un año escaso. Pena da que se extendiera durante tan poco tiempo. Uno preferiría que hubieran tardado más en casarse para así prolongar el espectáculo de un coloquio sutil lleno de presentimientos, incertidumbres y urgencias entre dos almas que callan, insinúan o dicen. María Rosa Lida tuvo prematura muerte en 1962. Yakov Malkiel le sobrevivió hasta 1998 y consagró buena parte de su vida a la memoria de su esposa.

Como si se tratase de un relato ex ovo, el epistolario tiene un desarrollo progresivo encaminado a un desenlace redondo. Paso a paso los corresponsales van construyendo una historia de presuntas almas gemelas abocadas a convertirse en los perfectos casados. Van trazando una novela epistolar amorosa, algo de lo que ellos mismos son conscientes («novela epistolar» que deberá incorporarse a la historia del género como un «end and perfection», según la humorística consideración de Lida). Y como tal narración sostenida en intereses y ensoñaciones podemos leerla. La superficie textual es, sin embargo, otra. Lo que salta a golpe de vista son preocupaciones y observaciones profesionales muy menudas acompañadas de un gran aparato de referencias culturales y literarias, de erudiciones múltiples. Es cierto que, en general, sólo es pedante quien puede, y ambos corresponsales estaban dotados como pocos para serlo: hacen acopios de pedantería que demuestran tanto minuciosos conocimientos lingüísticos e históricos como un enorme caudal de lecturas clásicas y modernas. Las obras que mencionan, finamente interpretadas, sentidas y vividas, leídas con gusto y con pasión, son exhibicionismo ilustrado, pero también con frecuencia algo más: se proyectan de forma indirecta, subterránea, sobre la situación concreta de ambos interlocutores. A la literatura encargan decir lo que ellos apenas insinúan o callan. Sus graves y serios coloquios culturales, matizados con puntadas de humor intelectual, van apuntalando su condición de almas mellizas. Pero tanta sabiduría no oculta un fondo de intereses. Los del hombre, encontrar pareja con alguien de formación a su altura, y que además tenía prestigio, contaba con padrinos y con relaciones influyentes y a quien era conjeturable un gran porvenir profesional. Los de la mujer, el deseo de una compañía algo más que espiritual, de encontrar a alguien que la libere de las estrictas represiones de una moral voluntariamente asumida y de poner fin a una soltería en riesgo de que se le pasase el arroz.

Este par de almas solitarias, refugiadas en sus consoladoras investigaciones, busca un porvenir compartido. Pretende un futuro de felicidad que Lida coloca por encima de toda ambición. Se lo explica a su amado en una apostilla llena de sentido común: no te enojes conmigo, Yasha mío, dice, que es «tan corta la vida que no puede haber mayor necedad que derrocharla en disgustos voluntarios». La filología es el imán que magnetiza a los pretendientes (y quién lo fue en mayor medida, ¿el hombre o la mujer?). La novela de esa historia de soledades que quieren redimirse está en distintos aspectos el texto.

Lo certifican los encabezamientos de las cartas con su reveladora evolución: pasan desde las inocentes formas de cortesía («Muy señor mío», «Muy distinguida señorita Lida», «Amigo Malkiel», «Distinguida amiga») hasta el hipocorístico de intimidad (Yasha), y en medio se entretienen en el juego culturalista de connotaciones privadas en varios idiomas, ruso, italiano o portugués, cargado éste de resonancias sentimentales e insinuante paralelismo («Minha prezada e cara Carolina»). Lo acreditan igualmente las expresiones desperdigadas en la escritura que revelan el salto al comentario confianzudo (la contrariedad por la corbata que luce Malkiel en una fotografía) o a la jubilosa desinhibición de una señorita atada a las convenciones. Y brillan con un punto de pícara coquetería en el autorretrato de Lida, de inevitable sostén cultural: «Me pongo en manos de un fotógrafo norteamericano (que ojalá sea conmigo más piadoso de lo que fue Jehová, siempre duro con las mujeres, como buen judío), trataré de hacer mi retrato en el orden que mandan el Libro de Alexandre y el Buen amor; soy dueña chica de cabello castaño cobrizo, que hasta la fecha no aprendí a peinar; las cejas apartadas, luengas, etcétera, etcétera. Dios me ha dado una frente como gustaba a Mino da Fiesole y como desespera a las modistas de sombreros».

Este nudo de sofisticado galanteo se remata, en los radiantes días prematrimoniales, con un cancionero que incorpora Francisco Rico a la presente edición del epistolario (de «cantigas de amigo» lo califica) donde la alegría de Lida da pie a ocurrentes contrafacta, por ejemplo, la versión, hoy diríamos postmoderna, de una famosa cancioncilla tradicional: «Enferma de amor estoy: / váleme, Yasha, my boy». Tanta efusión libre entre personas recatadas cobra su pleno sentido si la consideramos como un antídoto contra la soledad de dos treintañeros.

Aunque ensimismados los corresponsales en sus cerradas cuestiones filológicas y en su bucle sentimental, el epistolario tiene también un valor noticioso de época, complementario pero no despreciable. Malkiel da varios testimonios significativos. Uno de ellos se centra en el recuerdo todavía fresco de la persecución de los judíos y del reconocimiento de la suerte de quienes, como él, se libraron de la barbarie nazi. Otro se refiere a la situación de la mujer en Estados Unidos. Niega que tenga razón Lida al afirmar que la mujer «sea la persona aporreada, el hombre el verdugo; la mujer la víctima; el hombre el tirano». Eso al menos, asegura, no ocurre en California, «donde las mujeres controlan los tres cuartos del capital; donde se casan cuatro veces, usando pretextos ridículos para divorciarse; donde son ellas las que escogen a sus maridos, y no al revés». Hace, en cambio, un cerrado alegato contra la marginación que sufre la mujer culta en Norteamérica. En muchos años, explica, no ha podido averiguar por qué la gente odia a las mujeres que escapan de la mediocridad media.

El epistolario de Lida y Malkiel rebosa, como queda dicho, erudición y culturalismo, sobreabunda en referencias directas y en alusiones. Hace falta una cultura humanística enciclopédica para entender tal aluvión de datos. Por eso tiene un valor extraordinario el sabio trabajo de Juan Miguel Valero de anotación y comentario de las cartas. El centenar largo de páginas espléndidas, admirables, meticulosas, incluso excesivas, en la más rigurosa y exigente tradición filológica, del profesor Valero no dejan nada sin apostillar o esclarecer. Son el complemento idóneo, una gentileza muy de agradecer, para que el lector de hoy no versado en el mundillo profesional de Lida y Malkiel y en las materias filológicas y literarias que trenzan sus cartas entienda hasta en sus menores detalles la peripecia sentimental que sostiene un relato epistolar de no ficción, como podemos bautizar esta sabrosa correspondencia con la jerga crítica ahora de moda.

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