Hugo Abbati
Paisajes desde el asilo
EDA, Málaga, 2020
399 páginas, 16.90 €
Entre los años 2010 y 2015, Hugo Abbati publicó tres novelas (Correspondencias, En el campo y Dos conversan). Ninguna tuvo la menor repercusión ni le proporcionó eso que ahora llamamos con pedantería televisiva «visibilidad». En un momento en el que las nociones de «visibilidad» y «mediocridad» se han vuelto poco menos que sinónimas, sería ridículo apresurarse a extraer conclusiones de ello. ¿Quién puede confiar actualmente en el reconocimiento público? El propio Abbati se burla de ello en sus textos, consciente de que los autores de verdad, aquellos que brillan con luz propia, no precisan ser iluminados por nadie.
¿Fue Abbati un escritor de verdad? A mí no me cabe ninguna duda. El lector que no conozca su obra únicamente necesita para comprobarlo echar un vistazo a su último libro, Paisajes desde el asilo, la primera de cuatro novelas póstumas que la editorial EDA tiene el propósito de publicar. Si es un lector avezado, advertirá inmediatamente que el autor no es un fabricante de libros ni uno de esos literatos complacientes que trata al público como a un chiquillo malcriado al que hay que entretener al precio que sea, porque el público, ya saben, siempre tiene la razón. A pesar de la cristalina claridad con que se expresa, su escritura produce desde el primer momento una sensación extraña, a medio camino entre el desconcierto y la fascinación –dos sensaciones que suele acompañar a lo original e inclasificable–, pues, a la vez que cuenta una historia, da la impresión de jugar con el lenguaje, de burlarse de él y de su poder para decir lo que debe ser dicho. Un juego como este es cualquier cosa menos corriente, máxime si se tiene en cuenta que Abbati jamás renuncia a llevar la palabra hasta donde alcance; más bien todo lo contrario, logra gracias a la burlona desconfianza con que utiliza el lenguaje practicar una suerte de realismo autodeformante con el que muestra pliegues de realidad a los que nunca antes había dado la luz.
Ser original suele acarrear problemas. Personas que discrepan en todo coinciden a la hora de rechazar las obras realmente originales. Esto no es cosa de ahora ni tiene nada que ver con el «oscurantismo de la visibilidad»; pasó siempre. Alejarse de la senda trillada nunca fue buena idea a la hora de hacer carrera. Cuando un autor codicia el aplauso del público su primera obligación es conseguir que este no se sienta ajeno a lo que lee y esto es algo que rara vez se logra sin confirmarlo de algún modo en sus gustos e ideas. ¿Qué posibilidades de ser publicados tendrían hoy Joyce o Beckett? Pocas. El público prefiere una literatura de acciones pulidas y sabiamente delimitadas que refleje la realidad común, que no nos complique la vida y, en vez de mostrarnos la riqueza del mundo, lo simplifique hasta hacerlo coincidir con las ideas preconcebidas con que nos apañamos diariamente: una literatura amena que persevere en el camino trazado por los grandes maestros del xix, con su fe en que nuestra experiencia cotidiana del mundo es el reflejo de la realidad. Todo eso está muy bien, especialmente si uno se dedica a la compraventa de libros, pero hay que saber que aquella fe en la realidad compartida fue erosionada a principios de la centuria pasada por la ciencia, la filosofía y las artes, incluida la literatura, y que nadie ha podido hasta ahora revivirla. Que la literatura, debido a la presión del mercado, se haya visto obligada a regresar al realismo de antaño no es una prueba en contra y tampoco, me temo, una buena señal. Aunque se admite que la novela actual no sería la misma sin los autores que la sacaron del realismo, se desconfía de cualquiera que siga sus pasos. Hugo Abbati es uno de ellos. La intención de sus novelas no es contar historias más o menos convencionales que se desarrollan en el escenario de la realidad cotidiana –una realidad que frecuentemente desdeña acusándola de no estar a la altura de los intereses espirituales de los hombres que forjan su destino en ella–, sino crear realidades textuales, mundos autosustentables donde la vida del espíritu no encuentra obstáculos fuera de sí misma. Y no se trata simplemente de crear mundos ficticios. Si vivimos en un universo imperfecto y delirante, más próximo a las figuraciones de Kafka que al orbe aristotélico: ¿por qué seguir escribiendo llenos de confianza en el orden universal igual que nuestros antepasados?
Abbati no veía la realidad como algo sólido y consistente, sino más bien como una cantera de la que extraemos cuanto necesitamos para construir los mundos ficticios a los que, presuntuosamente, llamamos realidad. Ser una cantera significa que todo puede convertirse en material para la vida y, naturalmente, también para la creación literaria. La idea de que el autor debe supeditarse a la realidad ya producida históricamente por la sociedad a la que pertenece no tiene otro fundamento que la costumbre. Y no es que en su fuero interno quiera vengarse de la realidad, como dijo en cierta ocasión Flaubert; su propósito es demostrar que la ficción está capacitada para generar un orden amoroso y no meramente eficiente a la manera de la naturaleza sujeta a los azares de la evolución. La literatura, y esto no significa solo poesía y novela, tiene ese poder que la convierte, a su juicio, en la más noble tarea humana. ¿Qué puede haber más elevado que producir sentido? Así lo vemos en su última novela, una historia aparentemente disparatada en la que, a diferencia del mundo, la ternura se impone a la lógica y la compasión, eso que nos hace partícipes del sufrimiento ajeno, se transforma en amor, o sea, en aceptación de lo que los otros son.
Paisajes desde el asilo transcurre en una residencia de ancianos. La institución que Abbati describe no tiene nada que ver con el modelo televisivo de residencia, ridiculizado trágicamente por la reciente epidemia: establecimientos en los que ancianos entusiastas combaten la vejez estimulados por animadores hiperactivos que los ayudan a descubrir la felicidad de hallarse en el mejor momento de su decadencia. Aquí se trata de viejos de verdad, gente que no ve claro donde antes veía y cuya memoria se tambalea porque se olvidan de lo inmediato o porque lo que recuerdan ya no tiene ninguna utilidad en sus vidas. Los habitantes del asilo han llegado a esa fase de la existencia en que ya no cabe engañarse respecto de su fragilidad, nuestra fragilidad. Un asilo, declara un personaje de la novela, es «un depósito donde se recoge lo que queda de los cuerpos de gente que ya ha vivido (lo que queda después de haber vivido)». Todos han entrado ya en ese período de la existencia en el que el cuerpo se convierte en enemigo para su propietario. Muchos son incapaces de hacerse cargo de sí mismos o de sus necesidades corporales, otros se ven continuamente desbordados por sus emociones, la mayoría mantiene una compleja relación con el mundo porque lo que piensan y sienten apenas guarda relación con él. La elección de este tipo de personas como protagonistas de la historia es muy significativa. Si una de las señas de identidad de la novela contemporánea es el desmoronamiento del yo, la imposibilidad de integrar en una unidad sus múltiples facetas, fenómeno de origen cultural ligado al declive del espíritu moderno, aquí asistimos a la plasmación directa de la desintegración tal y como acontece naturalmente cuando el hombre se precipita en la senilidad. Abbati, que era psiquiatra, revela un conocimiento formidable, mucho más que científico, de los resortes mentales de las personas que, por un motivo u otro, bordean la normalidad y construye un relato perfectamente verosímil con personajes que, a primera vista, están a punto de perder su consistencia, si no lo hicieron ya en un momento previo al inicio de la narración.
Lo inconsistente de sus conductas se revela, por lo pronto, en su experiencia de la temporalidad. En el asilo el tiempo transcurre de manera distinta al mundo exterior. Los residentes permanecen en una suerte de presente indiferente. Pasado y futuro apenas si cuentan para ellos. Ni siquiera la muerte les preocupa, ella menos que nada. La muerte, sabemos al inicio de la novela, ha dado de lado el asilo porque teme al perro de Momus, un payaso que representa varias veces al año en el teatro de la residencia el espectáculo titulado La Muerte mordida por un perro. Igual indiferencia les produce el pasado. Los residentes evocan ciertamente momentos anteriores de sus vidas, pero son fragmentos inconexos que no llegan a articular en un relato con sentido. Sin un pasado reconocible y un futuro sin perspectiva de futuro, lo único que poseen es el presente indiferente. Solo un acontecimiento especial va a sacarlos de ese sopor senil –no me resisto a citar aquí el aforismo de Heráclito que Martin Heidegger grabó en la corteza de un árbol próximo a su cabaña de la Selva Negra: «Todas las cosas las timonea el rayo»–: la lectura pública de El círculo de John Locke, única obra en la que Bruce Wayne consiguió hacer literatura de verdad.
Que el hecho en torno al cual se desarrolla la historia sea la lectura de un libro es, aparentemente, un delirio. Estamos habituados a que el desencadenante de la acción en las novelas sea el amor, el deseo, la codicia, cualquier pasión noble o innoble, no, desde luego, una lectura pública y, más precisamente, la repetición de una lectura pública de la que ya solo queda entre los residentes un vago recuerdo. Tampoco parece gran cosa en términos argumentales que el problema para los protagonistas sea decidir si la lectura del libro debe hacerse sin más, confiando en su luz propia, o debe buscarse mejor una forma especial de hacerlo, un decorado. ¿Necesita la literatura de verdad un decorado? Habida cuenta que el asilo es un espacio del que se ha suprimido todo ornamento, la posibilidad de crear una decoración especial para acompañar la lectura (algo que tiene que ver con el anuncio de una sustanciosa donación por parte de una corporación norteamericana) conmueve los fundamentos de la institución, mejor dicho, porque las instituciones no se conmueven, conmueve a quienes pertenecen a ella en ese momento.
Naturalmente, no les voy a contar aquí los detalles de la historia, una historia que es apasionante no por lo que pasa sino por cómo lo viven los afectados. Su narrador es un escritor internado también en el asilo. Aunque todos hablan de él como de una gloria literaria, él no parece dar la menor importancia ni a su obra ni a su biografía. De hecho, no llegamos a conocer su nombre. A ratos sospechamos incluso que está también en un momento relativamente avanzado de su declive, algo que explica por qué hay instantes en los que no sabe qué decir y, como no lo sabe, interrumpe sin rubor el relato. A pesar de ello, consigue siempre atraernos obligándonos a considerar todo lo que ocurre desde la perspectiva de los residentes. Lo mismo ocurre con las personas del mundo exterior, familiares o amigos, que de vez en cuando los visitan. Estos personajes, como nosotros, acaban cayendo bajo la atracción de la fuerza gravitatoria del asilo. El punto de vista de los residentes se impone de tal forma al nuestro que uno sigue sus peripecias sin dudar en ningún instante de lo que se cuenta. Si en las primeras páginas de la novela cuesta no caer en la cuenta de que todo lo que sostiene de algún modo la realidad cuando estamos sincronizados con el mundo (convenciones sociales, intereses mundanos, ideologías…) se manifiesta inútil (inútil para sostener la realidad) cuando deja de haber sincronía –algo que le pasa a los ancianos en el momento en que cuerpo y mente devienen una carga–; a medida que avanzamos en la lectura descubrimos que hay otras formas de sostener la realidad, pues el hecho de que los ancianos del asilo vivan en un presente indiferente, cada cual interesado fundamentalmente por lo suyo y solo tangencialmente por lo de los demás, no les impide conformar una auténtica realidad y sostenerse mutuamente en algo más que la mera compasión: la ternura nacida de la comprensión de la radical fragilidad de nuestra condición humana. Que sea esto, la ternura, lo que ata al final todos los cabos de forma que del aparente caos surja un orden admirable es, tal vez, el mayor mérito y la principal enseñanza de esta novela.
Si, como acabo de decir, el mayor mérito del libro, a pesar de desarrollarse en una residencia de ancianos y estar protagonizado por viejos a los que fallan sus capacidades y obran ilógicamente, es su consistencia, el lector haría muy mal desesperándose con el comportamiento de los protagonistas. Aunque a primera vista no lo parezca, todo en la novela tiene sentido. No hay en ella fuegos de artificio ni pasajes de mero relleno. Hablar convincentemente de esto en una reseña es difícil, pero insisto en que el lector al que le interese descubrir lo que se dilucida en el texto debe acercarse a él sabiendo que no hay puntada sin hilo. Hasta lo más trivial –repárese en la pieza musical que interpreta la novia del sobrino de uno de los residentes– puede encerrar un doble sentido digno de tenerse en cuenta. Aludiré aquí más detenidamente a un solo caso a modo de ilustración. Uno de los personajes, el viejo Burgel, va y viene por el asilo sin separarse jamás de un libro de Grillparzer, El pobre músico. Salvo una vez, nunca lo abre. Herencia de su abuelo, está escrito en alemán gótico y le cuesta leerlo. Cargar todo el tiempo con él, parece manía de viejo. Hay ancianos que, como si fueran niños, no quieren separarse de algún objeto preciado. La cosa carece de relevancia. Sin embargo, quienes conozcan la biografía de Kafka –digamos, quienes hayan leído el monumental trabajo de Reiner Stach– puede que recuerden lo decisivo que fue El pobre músico para el escritor checo. Kafka se sintió por primera vez satisfecho de un texto suyo cuando, al concluir La condena, experimentó algo equivalente a lo que había sentido la tarde que su hermana Ottla le leyó la obra de Grillparzer. Abbati, gran admirador del autor de El proceso, juega con este y otros detalles tejiendo con ellos una especie de segundo plano, de escritura secreta, que permite dos niveles de lectura: una superficial, aunque plena de sentido, y otra profunda, accesible únicamente a los lectores dispuestos a descifrar cada una de las pistas que va dejando el narrador a medida que despliega su historia.
No quiero concluir sin referirme a tres elementos clave de la obra: los fragmentos de El círculo de John Locke de Bruce Wayne (¿no les recuerda a nadie este nombre?), la épica historia de los Johnson, dos empleados de la corporación dedicada a la difusión del libro de Wayne que se pierden en el desierto cuando acudían al asilo para revisar sus planes de decoración, y la carta de la comisión de proyectos decorativos dirigida a dicha corporación. En los tres casos se trata de un prodigio de habilidad literaria.
Los breves fragmentos de El círculo de John Locke están escritos en un estilo que nada tiene que ver con el del resto de la narración. Debido a su carácter fragmentario es imposible saber qué clase de libro es, aunque todo apunta a que debe tratarse de algo delirante, mucho más delirante que la historia que estamos leyendo, quizás porque hay algo más loco que un asilo: un mundo globalizado con arreglo a los principios del espíritu liberal del filósofo inglés.
La historia de los Johnson, recogida en el segundo capítulo, retoma un asunto que ya desarrolló Abbati en su anterior novela, Dos conversan: el viaje a través del desierto de dos personas que viajan en un automóvil conducido por alguien que parece saber bien adonde va, pero que al final se pierde y los abandona a su suerte en un lugar inhóspito y alucinante. Aunque el paisaje y los personajes de la narración recuerdan a Juan Rulfo, el desierto es aquí otra vez una metáfora de nuestro mundo, un mundo nihilista devastado por las ideologías.
Por último está la carta, cincuenta páginas formidables escritas a la vez por los miembros de la comisión de proyectos decorativos, prácticamente todos los personajes aparecidos en la novela. El texto es un auténtico tour de force que recuerda esfuerzos narrativos similares. Pienso, por ejemplo, en la confusión de voces en la fiesta de Los reconocimientos de William Gaddis o en el inicio de Submundo de Don DeLillo, cuando las páginas de una revista con una imagen de El triunfo de la muerte de Brueghel recorre movida por el viento un estadio de beisbol y va pasando de unos espectadores a otros. Hugo Abbati demuestra resolviendo maravillosamente bien este tipo de desafíos que, en efecto, es mucho más que un simple escritor. Ahora le toca al lector comprobarlo.