Claudia Apablaza
Historia de mi lengua
Comisura
131 páginas
POR MARÍA ALCANTARILLA

«Nombrar todo lo que un libro no es para así poder definirlo», leemos en la página cuarenta y cinco. Y como lectora añadiría: y todo lo que no es una mujer, todo lo que no es una frontera, una sociedad, todo lo que no es una pareja, una madre, una hija, una escritora, todo lo que no es el mundo aparente... Porque Claudia Apablaza (Chile, 1978) trata, con Historia de mi lengua, de adentrarnos en sus visiones, no desde la acción apriorística sino desde una suerte de plegaria que hay que ir desentrañando.

Puesto que toda propuesta estética bebe de sus antecesoras, en el marco de las narradoras chilenas podríamos distinguir dos momentos históricos previos que Apablaza conoce pero que, sin embargo, y esto es lo interesante, salta también para fabricarse una horma a su medida narrativa. Los años cincuenta pasaron por el voluntario abandono de ciertos espacios realistas para tratar de adentrarse en la expresión de los mundos subjetivos y, aproximadamente dos décadas más tarde, las narradoras viran su visión hacia lo que en Francia vino a llamarse Écriture féminine o escritura de la diferencia —el cuerpo como conducto creativo, la revisitación de ciertas emociones que ya no encuentran su ancla en la otredad sino en el propio sujeto de la escritura—. Sin embargo, en Historia de mi lengua, la autora va un paso más allá y recupera una postura vitalista frente al arte y frente a la realidad que entronca, más bien, con lo que el historiador literario Wolfdietrich Rasch (Breslau, 1903- Merano, 1986) llamó Literatura del cambio de siglo y de la que Nietzsche es estandarte, planteando el problema del Dasein (el Ser ahí), como algo objetivo y concreto. Porque eso es lo Claudia Apablaza plantea con su Historia de mi lengua. Por ahí avanza esta plegaria, este intento genuino, no de mostrarnos únicamente una realidad subjetiva, la suya —tal y como se viene haciendo durante todo el siglo XXI a través de lo que hemos dado en llamar autoficción, biografías al sesgo o narrativas del yo— sino de desvelarnos las transiciones entre el yo y lo real. De devolverle al yo su propia vitalidad objetiva y de recuperar, además, el poder de los márgenes, de lo limítrofe, de aquello que en el fondo tememos porque nos arroja a nuestra propia libertad. De esta manera, el leit motiv que articula y da título al libro, no es sino un móvil secundario (aunque simbólico y unificador) para dar cabida a un conjunto de subtemas que rearman la estructura transicional de su propuesta: el sentimiento de pertenencia-despertenencia; la comunicación-incomunicación; las relaciones personales; la herencia («En la casa de mi abuela materna, los sábados por la tarde, ella me sentaba en una cama y me pasaba un fajo de revistas. Lea, lea cualquier cosa, pero lea»); la feminidad; la educación («Mamá, ¿qué tiene la lengua adentro?»); el oficio de escritor («El miedo a que nadie entienda de qué va este texto. De qué trata realmente. Tampoco yo»); la amistad; el espacio urbano o la vulnerabilidad. Es en estas transiciones donde el mundo de Apablaza acontece y donde cobra sentido el concepto de plegaria, porque toda oración lleva implícitas dos actitudes por nuestra parte que la autora despliega y que marcan, para mi gusto, una importante diferencia con ciertas manifestaciones tardoautobiográficas: la necesidad (como búsqueda) y, sobre todo, el agradecimiento (como hallazgo en común). Despliega en estas páginas un conocimiento intuitivo del Ser que me recuerda a la joven Louise von Salomé (San Petersburgo, 1861-Gotinga, 1937) y a su poema Plegaria a la vida (un texto que, por cierto, musicó el propio Nietzsche).« […] Déjame en el ardor de la lucha, / Penetrar en lo más profundo de tu enigma».

«La dentista», escribe Apablaza casi al cierre, «pone las manos en mi mejilla. Siento su suavidad, como si fuera a acariciarme al fin. Llevar estos aparatos ha sido doloroso».

Historia de mi lengua es una suerte de oración necesaria en este siglo XXI que nos recuerda que toda búsqueda parte de uno mismo pero que sólo llega a su cénit aparente cuando el Yo es capaz de trascenderse, de observar y de agradecer lo que, como Sábato también sabía: «si hemos llegado a la edad que tenemos es porque otros nos han ido salvando la vida, incesantemente».