Dos años después puntualmente sigo revisando las fotos, más de cuatromil. Si empieza a venirme la melancolía, por cualquier circunstancia, digo: ¿qué hacía yo en Roma, qué me pasaba entonces allí? Y repaso una serie de fotos que abarca, sobre todo, una obsesión que era como una huida: ir hacia aquello que no fuera escritura, que no exigiera soledad ni concentración. Algo que no se alumbrara como una luz interior (en una habitación a oscuras). Es decir, huía de la proverbial ceguera para lo exterior de la que nacen la escritura y el nombre de las cosas.
Los ha habido que han viajado a Roma para lidiar con su enfado o con sus vanidades, quienes alcanzaban un éxito, por fin en lo suyo, y hubo también becarios que se divertían dibujando las cruces de las farmacias, superada ya esa necesidad de una profesión meritoria. Yo, por mi parte, llevaba varios años bien metido hacia adentro. Perdí el trabajo en la pandemia, así que me fui a Roma sin trabajo. Mis padres habían muerto unos años antes y mi familia continuaba en su lento proceso de desmoronamiento, así que me fui a Roma sin familia. Y, después de casi dos décadas juntos, me estaba separando de mi mujer, así que fui sin pareja.
Aquel año en Roma, segundo de pandemia, fue para mí una «lenta victoria del presente», y con estas palabras lo escribí en mi diario. Me quedaba, como quien dice, sin temas personales. Y en alguien con tendencia a la escritura memorialística eso supone una liberación. Esta victoria se tradujo a los ojos, al hambre de los ojos. Más de cuatromil fotos en el móvil lo atestiguan. Y pensé en comprarme una cámara, pero los amigos de la Academia de España, los becarios de fotografía, me convencieron de que en mi caso un teléfono móvil iba a ser más que suficiente, una forma elegante de señalarle a uno su pretensión, y que se adentra en un jardín extranjero. El apetito de los ojos también fue un hambre literal de comida.
Es casi idiota hablar de Roma y repetir el cliché de la pasta y la pizza. De la bebida: la grappa y el prosecco, el blanco del Alto Adige. Pero sería todavía más imbécil hacer el original elogio de la frugalidad, de la muerte en la vida, y ayunar en Roma. Y yo, después de caminar por las calles y de ver los museos vacíos de la pandemia (en una ciudad que se dispersa como una inmemorial modernidad inacabada, un basurero de deseos, soberbias y seducciones), después de los museos y de las calles y de los paseos me di a una actividad frenética: la celebración. Una pasión por aquello que, bíblicamente hablando, decimos alimentos terrenales.
Segundo año de pandemia y la Academia, más Fritzcarraldo que Balsa de la Medusa, con veintiún becarios en perpetua ansia de celebración, durante cada noche y en cada cumpleaños. O en la simple visita afortunada de un extraño que termina en una cocina reconvertida en discoteca, la discocina: los celebrantes en un quicio del tiempo, en mitad del camino de lo suyo, después de un año y medio de muertes y rupturas, de usura y paro, becarios sin trabajo, afortunados residentes de la joya cultural que se yergue, moderna y ajada como un símbolo de Europa, sobre la ciudad escenario: la Academia de España en Roma. Sin Ítaca que aguarde ni Penélope, en la cima de un éxito vital en tanto que in extremis. Alimentándome con la inocencia de un estudiante universitario: pues no he aprendido nunca tanto sobre la vida que huyendo de las clases de primero, si no es precisamente hace dos años, en Roma.
Si miro la foto correspondiente a la fecha de hoy, un ministro, más displicente que didáctico, nos intenta convencer de las virtudes de un programa político que no termina de entender. Uno que pocos meses atrás había considerado la cultura un bien secundario, por detrás de la salud y, probablemente, de los deportes, porque aquel era un ministro de cultura y deportes. No es quizá el más brillante momento de nuestra estancia romana. Dos días después, una foto con la artista Irene de Andrés, la pintora Nati Bermejo y la programadora Maral Kekejian, caminando los cuatro por Appia Antica y por autovías y suburbios: junto a una carretera un puercoespín atropellado, inmenso, con algo de palmera arrancada. En las foto ellas están radiantes y yo mantengo una cara hinchada y roja como con un atisbo de alcoholismo que sólo disminuyen las colinas romanas. Una semana después, aquel hombre dejó de ser ministro. Eso fue aquellos días, por lo demás olvidados.
Volvamos al apetito. Puede decirse que la literatura es la hermana menor de las artes de la Academia, la más reciente en su incorporación y también la que ocupa más modestos rincones: mi habitación pequeña y con el baño fuera como en una pensión zaragozana. Por eso mi apetito era ante todo estético: nutrirme de los artistas, gente educada en el cuerpo, los oídos, los ojos.
Escribía a primera hora de la mañana, recién levantado a las siete menos diez, cuando sonaba la primera campanada romana desde lo alto del Giannicolo, la nuestra, replicada después en toda la ciudad, y todavía recuerdo el incomprensible patrón rítmico de nuestra campana. Después, salía a caminar. Ya podía vivir. Iluminado con mi suerte y el regalo vital, este presente. Y nunca he escrito con menos voluntad de ser escritor, casi como si segregara una resina, como un desbordamiento de los ojos. Y nunca, por cierto, he escrito más ni con esa intensidad, unas quinientas páginas de notas, arrepentimientos y enredos libertinos. Nunca más ni con menos propósito.
Al final de mi estancia bajaba a cocinar con música en un altavoz. A las 12. Dos minutos después, Rogelio López Cuenca; treinta minutos, Elo Vega. Aquel era nuestro lugar de cita, los tres solos. Un cocinar crudívoro en su caso. Unas cervezas compartidas mientras analizamos el humor de toda manifestación homínida. Y luego llegarían los becarios casi al completo. La cocina tendría un aire de ballet posmoderno: hermosos gestos fallidos. Y para entonces ya estaríamos borrachos o achispados Elo, Roge y yo, y se nos habría unido Muriel Romero, la bailarina, y juntos comeríamos los cuatro.
Para quien se consideraba escritor, de esa especie de los memorialistas (si bien en horas bajas), aquellos veintiuno o más con sus acompañantes eran la encarnación de una novela. La lección principal de aquel presente. Y ya estarían siempre ahí aguardando, alimentándose de la sombra y la latencia, elaborando adentro, larvadamente, el ciclo de la transmutación en escritura, que llegaría cuando todo empezara a ganar un sentido más ambigüo, cuando la luz de afuera dejara de ser, de nuevo, suficiente.