Gonzalo Torné
Años felices
Anagrama, Barcelona, 2017
361 páginas, 20.90€
Hace un par de años, el todavía joven narrador Gonzalo Torné firmó un «Decálogo sentimental para escribir novela» cuyo primer postulado asegura que «nunca existen reglas, nunca las hubo». Esta rotundidad no es extraña en un autor novel con escaso bagaje en su haber y que quiere llamar la atención reclamando un ancha es Castilla para su oficio. En su caso responde, además, a una actitud vigilante acerca del género y de las circunstancias en que hoy se desenvuelve. Sus comentarios en el semanario El Cultural sobre la escritura en internet prestan inteligente atención a las nuevas formas comunicativas generadas por la red y detectan con perspicacia las incertidumbres propiciadas por inéditos códigos expresivos. Es alguien, pues, que está muy alerta de los retos que hoy debe asumir un escritor y, sin embargo, sorprende que haga en Años felices una novela psicológica que entronca con una modalidad acuñada del género en lugar de filiarse con modos más rupturistas. Como tantas narraciones clásicas de los viejos maestros realistas, la obra se ocupa de la caracterización espiritual de un grupo de personajes y de los cambios que se producen en sus relaciones hasta abocarlos a una situación insospechada en un principio. Esta voluntad de análisis introspectivo va acompañada de apuntes sociales acerca del grupo y del momento histórico en que se emplaza la anécdota que, aun sin tener una explícita finalidad sociologista, conforma el retrato trabado de unas gentes y de su época. Como encontraríamos en Stendhal, Galdós, Henry James, Fitzgerald. O García Hortelano, por citar a un español reciente a quien el ambiente recreado por Torné recuerda. Con la diferencia notable de que Torné dispone una composición formal bastante exigente –igual que hizo, por otra parte, García Hortelano en Mary Tribune–, sobre todo en la ideación de una voz narrativa original y compleja.
El mencionado grupo está compuesto por cinco jóvenes: las hermanas Rosenbloom, la bondadosa Jean y la bella e independiente Claire; Kevin, un judío que reniega de sus modestos orígenes y siente tempranas obsesiones espiritualistas; Harry, un riquísimo heredero con aficiones literarias; y el personaje que imanta a todos ellos, un catalán aspirante a escritor, Alfred Montsalvatges. La novela arranca con la presentación de la pandilla a mitad de los años sesenta del pasado siglo en su medio, Nueva York. Una voz en primera persona, cabal conocedora de los hechos, expone con apostillas las características del grupo a un destinatario durante muchas páginas velado: cuenta las peculiares relaciones entre sus miembros, el profundo compañerismo no exento de algunas tensiones, las conversaciones que delatan sus inquietudes y las diferencias de clase que no impiden una artificial fraternidad. También refiere la semilla anecdótica: la enfermera Jean curó la grave herida en la mano con que Robert llegó al hospital donde trabajaba, y este suceso sirvió para incorporar al lesionado al círculo amistoso ya existente. Jean recibió al joven como una aparición milagrosa, un guía o tabla de salvación, un señuelo para un futuro mejor: un Príncipe, según lo designa desde el mismo momento de conocerlo. Y en Príncipe del grupo se convertirá.
Esta presentación tiene un carácter muy elusivo, pues oculta datos importantes de la trama que sólo bastante después conoceremos. Resulta además insatisfactoria en la recreación del marco espacial, una Nueva York apenas abocetada con rasgos insuficientes, plasmada con unos brochazos genéricos, demasiado etérea, algo de cartón piedra. Y, ante todo, los personajes resultan bastante simples y no superan el papel de estereotipos representativos de una situación. Obedecen más a la idea que se ha forjado el autor de ellos que a una materialización eficaz de la idea. Ni una sola nota explica el deslumbramiento de Jean por Robert. No existe ni el menor rasgo del proceso interior que lleva a semejante resultado. Pasa algo así como en La Celestina: Calisto ve desde el caballo a Melibea y la chica le inspira sin más una pasión trastornadora. Sólo que Fernando de Rojas cumplía con la retórica del amor cortés mientras que en Torné se produce una insuficiencia analítica. De hecho, la larga secuencia inicial se convierte en un prólogo demasiado dilatado y confuso del tema de la novela: la deriva decepcionante de las citadas relaciones de grupo, que sólo entra con fuerza sobrepasado un tercio de la novela.
En realidad, este desequilibrio entre un comienzo estereotipado y el logro posterior de mostrar una materia psicológica muy atractiva se debe, creo, a un peculiar planteamiento cuyas consecuencias no son del todo afortunadas. La novela entera responde más a un enfoque fabulístico que a un reflejo realista. El propio texto relaciona las experiencias de los protagonistas y del lugar donde ocurre la acción con un «país de las hadas» y también se habla, a propósito de una relación sentimental, de «una versión adulta de los cuentos de hadas». Los personajes encarnan, por tanto, en buena medida modelos previos. Unos proceden de la tradición folclórica: el dicho Príncipe; la cenicienta bondadosa que se enamora de él; el padre protector rico, desprendido y arbitrario que exige lealtad y compañía; el exilado misterioso o el judío mal integrado. Otros participan de arquetipos de raigambre cultural, a los cuales responde la figura del letraherido. Un semejante alcance podríamos darle a la protesta de un personaje que no quiere convertir la amistad recuperada en «postales de Navidad». Más que un realismo directo, Torné recrea realidades prototípicas. La amistad del grupo no es tanto una crónica verista como el paradigma de un «círculo mágico».
El motivo principal de Años felices es la disolución de la amistad: el bucle de conveniencias, engaños, suspicacias, pérdidas, desconfianzas y decepciones que conduce al arrumbamiento de una camaradería fundada sobre todo en espejismos, cuando no en intereses bastardos no percibidos como tales. Torné muestra magníficas cualidades de observador de interiores morales, que vuelca en un desolado retrato del fracaso a través de una buena galería de héroes frustrados. Yuxtapone con eficacia la vida corriente y los fantaseos y contrapone con certeras observaciones las ilusiones y la vulgar cotidianeidad. El resultado de su análisis es una imagen dura de una experiencia humana básica.
Esta materia narrativa intimista se inscribe en un relato que incluye en su trama otros elementos sobresalientes. El primero es una estampa de época con cierto grado de documento social. Es poco intensa y está deliberadamente desvaída, en consonancia con el tipo de realismo antes señalado. Consiste en algunos brochazos que hablan de actitudes pequeñoburguesas, de desclasamiento, de clasismo social, de aspiraciones a mejorar el nivel de vida económico. Algo llegan al texto las tensiones ideológicas, pero tan rebajadas que el caso de Alfred y sus inclinaciones izquierdistas se despacha con sumarias e inconcretas referencias a la «compenetración» familiar con el régimen, a la decantación franquista de la burguesía catalana y algún que otro apunte (un hermano que se convirtió en delator). Todo ello enunciado sin el menor detalle.
El otro elemento complementario es de tipo culturalista. Años felices tiene una fuerte vertiente de novela de artista que expone los desvelos del creador en ciernes. Esta materia literaria ocupa un buen espacio. El autor da pie al juego del apócrifo. Se concede la licencia de insertar, en paralelo a los pruritos literarios de Albert y de Harry, un episodio tras las huellas de John Shade –el ficticio autor de Pálido fuego, la vanguardista novela de Nabokov– que da pie a comentarios sobre poetas marginales de escasa obra, «agitadores culturales», en la estela (¿u homenaje?) de Bolaño. Agrega un satírico pasaje con una visita a un maestro de letras resabiado. Y por aquí y por allá se encuentran notas acerca de un buen número de escritores, así como apuntes sobre la actividad editorial.
Sostiene esta novela culta un esmerado trabajo verbal. Aunque no falte algún descuido («Si la pregunta era tan difícil era porque para responderla era imprescindible…»), no incurre Torné en los frecuentes errores gramaticales de sus anteriores obras. Le guía el criterio de evitar la grisura narrativa y tiene una acentuada disposición a esmerilar el relato con una intensa imaginería, en general de buena calidad y de creativa adjetivación, con regusto por la comparación y el metaforismo: «Se retorcía el mar mineral sobre la arena pálida»; «El ascua sensual que ardía en el interior de aquella chica»; el interior de la sala «resultó ser cómodo y cálido como el forro de un estuche»; acabó «cariándole el carácter»; «Cómo se desplazaba aquel trasero dulcemente ebrio sobre los tacones»; «Salió con el corazón untado de alquitrán»; «Los pelos de la espalda parecían esquejes de las matas que le trepaban desde la ranura del culo»…
El cuidado del medio expresivo, tan meritorio en tiempos en que menudea el estilo desmañado, tiene, sin embargo, algunos riesgos por exceso que Torné no esquiva. Se ve en su propensión a un léxico rebuscado que tiende a sustituir la voz común por el cultismo y se compadece difícilmente con la prosa narrativa: «fulgor índigo», «repelencia», «manifestación fúngica», «obliterar» o «erubescencia». También produce frases solemnes: Claire «se veía perdida en el flujo continuo e irredento de la realidad»; «La boda fue centelleante y transcurrió dentro de un orden perfectamente ajustado a la contención (casi evasiva) de la clase media». Este decir enfático roza la inverosimilitud cuando se utiliza en el diálogo. No es cuestión de reclamar a un escritor, y mucho menos si hablan personajes cultos, el naturalismo conversacional, pero algunas manifestaciones resultan de una artificiosidad excesiva: «No podía compartir nada de lo que maceraba en mi interior con las personas que el azar había dispuesto a mi lado. Sólo me relajaba perdido en la inmaterialidad del pensamiento»; «Dentro de quinientos años seguiremos sin extirpar la vulgaridad, incapaces de humedecer nuestra vida con el suave epicureísmo que prospera en las costas adriáticas…». ¿Quién habla así, y menos dirigiéndose a un amigo?
Años felices lleva a cabo una ambiciosa exploración en las mentiras y engaños que rodean la amistad. El título apunta a una fugaz primavera de exaltación cordial tras la que viene el desencanto. El descalabro de los sueños juveniles encierra la pesimista y negativa verdad última de la novela, la cual no resulta menos incisiva porque ráfagas de humor e ironía maticen una historia de gravedad moral que se expande también en otras direcciones, en refutar las ensoñaciones de felicidad y en reflejar los efectos letales del paso del tiempo. Manifiesta Gonzalo Torné una notable capacidad reflexiva a partir de un mundo imaginario que oscila entre la introspección y la sociología. Aunque habría sido necesario un más estricto control de los excesos de retórica verbal y habría convenido que los referentes testimoniales quedasen menos difusos, nos encontramos con una novela interesante en sí misma y que anuncia buenos frutos literarios en el futuro. Está Torné entre los narradores españoles recientes con quienes hay que contar.