Daniel Ruiz
Mosturito
Tusquets
296 páginas
POR JAVIER MORENO

Daniel Ruiz se dio a conocer con su primera novela Chatarra (1998, segunda edición en 2006), ganadora del Premio de Novela de la Universidad Politécnica de Madrid y que fue adaptada al cine con el cortometraje (de idéntico título) dirigido por Rodrigo Rodero. Desde entonces se han sucedido las publicaciones salidas de manos de este autor, las cinco últimas dentro del sello Tusquets con cuyo galardón de novela se hizo en el 2016 con La gran ola, un retrato de los entresijos y prácticas corporativas a cargo de una panoplia de personajes que encarnan la ambición y esa moda motivacional y más bien estupefaciente es el coaching. Daniel Ruiz, junto a Isaac Rosa, Sara Mesa y Silvia Hidalgo (entre otros), forma parte de una brillante generación de autores sevillanos (o residentes en la ciudad hispalense) cuyas afinidades personales desconocemos (ni interesan aquí), pero ligados por una renovación de eso que en literatura se da en llamar realismo, bien centrándose en el aspecto maś político y sociológico, como en el caso de Isaac Rosa, jugando con la intimidad y la autoficción en el caso de Silvia Hidalgo, ahondando en el aspecto más inquietante y siniestro de las relaciones familiares o emocionales (Sara Mesa) o tratando de hacer luz, como es el caso de Daniel Ruiz, en los vericuetos corporativos de las grandes empresas o la política.

Centrándonos ya en el autor que nos ocupa, a pesar de esa insistencia en el entramado empresarial y sus derivadas políticas, hay un ingrediente que casi nunca falta en las novelas de Daniel Ruiz y es el de cierto aderezo lumpen, canalla o barriobajero, que funciona como elemento de contraste con otros personajes y ambientes y que -es preciso reconocerlo- el autor maneja a las mil maravillas. Y es precisamente en su última novela, Mosturito, en la que ese ambiente lumpen domina la escena en la que se mueven sus personajes, convirtiéndose en el hábitat y casi en un personaje más de la historia.

El protagonista de Mosturito es un niño llamado Pedro Gotor Fernández (hijo de Antonio Gotor y Candela Fernández), pero al que todo el mundo conoce como Mosturito o Mostu, a secas. Pedro (el Mostu) es un niño feo, sin ambages. Contribuyen a ello su labio leporino y una abolladura en la frente, como si la vida (y esto en su caso resulta algo más que una metáfora) lo hubiese atropellado hasta dejarlo en ese lamentable estado. Hijo de padre maltratador y madre maltratada, Pedro vive con su tía, la Tata, una mujer oronda aficionadísima al tabaco y al calimocho. Por lo que se ve, Pedrito no podía haber empezado con peor pie en la vida. Sin embargo, el cariño de su tía funciona como un paliativo emocional que lo sostiene y que le impide caer todavía más en ese pozo sin fondo que parece ser la desgracia. Por si fuera poco, a raíz de algunas reyertas escolares, Pedro y su tía llaman la atención de los servicios sociales. Sin entrar en demasiados detalles, la vida de Pedro da un giro cuando decide lanzarse a explorar el mundo en solitario. Así la novela y su peripecia mutan a un bildungsroman cuyos ingredientes son las calles, las salas de recreativos y las tribus urbanas. Es así como Pedro conocerá -entre otros- a uno de los personajes importantes de la novela, el Zurdo, un niño bien que busca en el universo punki un modo de limpiar su mala conciencia de clase. No faltará tampoco para completar esta novela de (de)formación el internado religioso, incluidos los curas “tocaniños2.

¿Qué podía salir peor?, nos preguntamos. Y es que quizás sea eso, la previsible reincidencia en la desgracia, lo que el lector avisado pueda acabar echando de más en esta novela.

Mosturito transcurre en la década de los ochenta. Las referencias musicales, culturales y estéticas son bien reconocibles para aquellos que vivimos nuestra infancia y adolescencia más o menos durante los años en los que se desarrolla la novela. Dragones y mazmorras, el Pryca, el coche fantástico, Pimpinela, el Madrid de Sanchís y el Buitre… Una época en la que la economía de un chaval se traducía a duros y pesetas. Una de las bondades de esta novela de Daniel Ruiz es no solo mostrarnos la vida de su protagonista sino, a través de ella, hacer un retrato del paisaje y del paisanaje de aquella época. Y ello incluye, por supuesto, el habla. La escritura de Daniel Ruiz se aproxima a la lengua oral de Pedro. Así leemos (como si escuchásemos en realidad lo que los personajes tienen que contarnos) expresiones como No tentretengas, sielo o Un poco de dinero se lo puedo dar a la Tata, pa sus Winston y su calimocho, y también incluso pa comida, questá diciendo siempre que no llegamos y que vamos muy justos. Nos encontramos, por tanto, ante una novela que tiene el sabor (un sabor que, sabemos, no deja de ser artificial, es decir, fruto de un laborioso trabajo de escritura) de la oralidad y que recrea el habla de sus personajes. Contribuye sin duda a este efecto de honestidad expresiva el hecho de que esté narrada en primera persona, que sea el propio Mostu quien nos cuente sus peripecias. A pesar de este exhaustivo retrato de época, la trama avanza sin rozamiento. Daniel Ruiz no deja que sus personajes naufraguen en la referencia memorística o histórica, en la magia (un poco negra, a veces) ochentera. La vitalidad del Mostu, la Tata y el resto de personajes inyecta savia narrativa en cada una de las páginas de Mosturito.

La calamidad se cierne en sus múltiples avatares sobre la figura de Pedro. Pedro es -ya dijimos- feo, vive con una tía (la Tata) más bien dipsómana porque su padre era maltratador y acabó con la vida de su madre. Sus compañeros le insultan por su aspecto físico (ahora lo llamaríamos bullying). Mosturito, sí, es un monstruo, pero un monstruo que suscita compasión y ternura. El carácter de Pedro, sin embargo, dista de ser pusilánime. Pedro lucha por hacerse un lugar, por ganarse el respeto de sus compañeros y también de sus mayores; y aptitudes no le faltan. Si el Pangloss volteriano opinaba que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, parece que Daniel Ruiz se empeñase en mostrarnos (al menos en lo que se refiere a su personaje) todo lo contrario. Podríamos hablar de Pedro, anacrónicamente, como de un perdedor, aunque, en realidad, lo que nos muestra el autor es la vida no tan excepcional de un niño de los ochenta contextualizada en un barrio periférico de Sevilla. Resulta llamativo el contraste entre la corrección política actual, la retórica eufemística que usarían los medios para referirse a la vida de un Pedrito contemporáneo, y la descarnada narración a través de la cual Daniel Ruiz describe su peripecia. Los que estuvimos allí (no en sus circunstancias, pero sí en aquella década) apreciamos en las páginas de Mosturito la intensidad con la que se vivía la infancia y adolescencia durante aquellos años que todavía no conocían los ensalmos del pensamiento positivo y la corrección política. No se trata de cantar las bondades del pasado, ni mucho menos. Sí interesa anotar, como mencionábamos un poco antes, el hecho de que, pese a las dificultades que debe afrontar, Pedro no convierte su vulnerabilidad en un argumento para victimizarse sino que hace del resentimiento (contra los que tratan de abusar de él, contra la implacable y abstracta administración) un combustible para ir, si no superando las dificultades, al menos para tratar de no ser arrollado por ellas.

La literatura y el cine españoles están llenos de personajes que guardan semejanza con Mosturito. Desde el lazarillo hasta El Bola (Achero Mañas). Sin duda la novela de Daniel Ruiz añade una pincelada más a esa panoplia hecha de niños maltratados por la vida y las circunstancias. Tras el fondo desolador (trufado de negrísimo humor, todo hay que decirlo) de la novela y la mezquindad y debilidad de muchos personajes, Daniel Ruiz termina construyendo un artefacto literario provisto de una belleza un tanto sórdida y cruel, pero belleza al fin y al cabo. La vida quizás no admita redención, algo que sí puede permitirse la literatura.