Martín Rodríguez-Gaona
Motivos fuera del tiempo: las ruinas
Pre-Textos, Valencia, 2020
118 páginas, 18.00 €
POR ANA SÁNCHEZ HUÉSCAR

 

 

Cuando todo se desmorona, surge la rebeldía intrínseca del ser humano; el recuerdo de un antiguo esplendor puede convertir en belleza las ruinas del presente. Algo de esto viene a contarnos Motivos fuera del tiempo: las ruinas (Pre-Textos), el nuevo poemario del poeta, ensayista y traductor Martín Rodríguez-Gaona (Lima, 1969): un libro complejo, donde poesía, filosofía y metafísica convergen por pasadizos que unen victorias y derrotas, dibujando en su trayecto una estampa épica, poblada de mitos y voces de poetas extraordinarios que también –que tan bien– conocieron la inhóspita resignación de los escombros. Hasta aquella columna que sostenía los restos de Orfeo se derrumbó para mitificarlo aún más, camino al Helicón. Es diminuto y blanco, cuenta uno de los poemas: «Una canción de mármol flota / hasta el presente en el aire / congelado. / En su sudor / está el éxtasis que has de beber / tú también / antes de morir».

La arquitectura de las ruinas que nos plantea Rodríguez-Gaona diseña varios espacios: los vestigios de la memoria cultural e individual –suprimida, en su opinión, por los excesos tecnológicos–, el incendio reducido a cenizas de los amores perdidos, el sueño detenido…, pero también una melancolía que nos permite encontrar belleza en el fracaso y atisbar una cierta esperanza, aunque para llegar a ella haya que salirse del tiempo y analizar los motivos que propiciaron el derrumbe. Es aquí donde llegamos a Venecia, la majestuosa y bella ciudad que ha servido de inspiración a los más grandes artistas de distintas épocas y estilos –desde Quevedo, Goethe, Pound y Brodsky hasta Tiziano, Vivaldi y Fellini– y, aunque el principal impulso del autor al pisar la ciudad es matar a Dulcinea –anacronismo sin permiso de don Quijote–, su viaje acaba con un Rocinante descendiendo y trotando sobre las aguas, abriéndose paso entre la niebla y excitado por haber logrado abandonar La Mancha para fornicar con lo real. Venecia, la Gran Dama del Adriático, nos acompañará durante la lectura del libro: será eje, objeto de deseo, confidente, recuerdo y ausencia; también pasión, subjetividad, esplendor y decadencia, lo que de ella hicieron antes los distintos moradores que la moldearon.

 

 EL ETERNO FEMENINO

El gran poema que compone el primer tercio del libro se divide, a su vez, en veinticinco poemas cortos, conectados por unos hilos –u ojos– verdes y violetas. Podría comentarse que son veinticinco delicias o resumirlos en una sola palabra: belleza, pero es necesario ir más allá, responder al anhelo de perfección y sed, al susurro incansable de Eros desplegando su plenitud y declive. Por eso, comenzaré anotando que la escritura de Martín Rodríguez-Gaona contiene brillos. Y esto que digo no es un mero halago, sino una sensación que ocurre al leer con precisión sus poemas. Si bien en prosa tiende a ser sofisticado y académico, en verso concentra con varita de mago las palabras adecuadas para dominarlas a base de juegos verbales, sintaxis evocadoras, planteamientos originales y frases o sentencias que golpean como un látigo de plumas. Con la elegancia de lo breve muestra lo que, sin aparecer, está; administra silencios y sacrifica pomposidades en favor de la técnica. Destaco sobre todo su apuesta emocional; el autor aquí se desnuda y cuelga su piel en el perchero de alguna habitación mal iluminada. Luego, cuando los grandes amores perdidos aparecen, los observa con su mirada trascendida y comienza a escribir: «Debo tenerte / sentirte, olerte. Ninguna otra idea / es posible en todo el universo». «Yo sigo oyéndote en la penumbra / persistente, tenue, cadenciosa». «Buscando siempre en los espectros / de las cosas / una ventana hacia la luz / que probablemente no existe». «Quiero que el amor sea / de este mundo / y se quede». Rodríguez-Gaona expone con ambigüedad el sentido de su emocionalidad y algunos versos parecen ir dirigidos al eterno femenino, eso que para Goethe simbolizaba «la pura contemplación». Diosas, ménades y sibilas; su libro está lleno de referencias mitológicas y personajes femeninos. Sublima con Desdémona por las callejuelas húmedas de Venecia, cambia el concepto de Diotima y pide a Eurídice que le cante en la boca. Pregunta a la diosa Astarté: «¿Y qué hago ahora, morir o leer?». Y dedica un poema entero a la titánide Mnemosine –rescatando la memoria introspectiva que nos hace humanos– en un esperanzador final: «Una y otra vez estar vivos vuelve a ser / un privilegio de los cielos».

 

TRILOGÍA DE LAS CIUDADES

La parte analítica del autor se funde con la emocional y convierte su pragmatismo en una realidad subjetiva, en un murmullo de musas azules, en un baile de retóricas curiosas que se afanan por deducir el significado de lo invisible con un magnífico manejo del lenguaje poético. Asistimos, pues, a una nueva dimensión en la conjugación de los tiempos, como ya hiciera en los dos poemarios anteriores que completan la trilogía de las ciudades: Codex de los poderes y los encantos (2011) y Madrid, línea circular (2013). Ambos libros abordan las relaciones humanas y los cambios políticos que, en distintas épocas, han ido transformando las ciudades y el tejido de su cultura. Lima-Madrid-Venecia unen sus historias y estéticas en una luz de tres vertebras que alinea colonialismo, crisis y memoria. Codex de los poderes y los encantos es un poema épico y reflexivo que aborda el sentido de la existencia, las decepciones y la desconfianza de una sociedad sin ideales, a caballo entre la tradición y la contemporaneidad. Madrid, línea circular plantea el tema de la globalización y el consumismo desde una voz muy poética, una melancolía subyacente que ubica a jóvenes, inmigrantes y edificios en un lugar común: la cotidianidad, alterada por la mirada del poeta observador. Motivos fuera del tiempo: las ruinas cierra la trilogía con las ruinas de todo lo anterior, expuestas desde el principio, algo que solo podrá servir para mejorar. En su desarrollo se intercalan poemas excelentes con textos en prosa. En «Manifiesto inmaterialista», una serie de aforismos referidos especialmente al consumismo, las mercancías y los estímulos, Martín Rodríguez-Gaona adopta su faceta teórica para meditar sobre la relación que el placer tiene con lo intangible, de su cercanía al instinto y no a la racionalidad; sobre cómo «la voracidad de la tecnología / aplicada al consumo / es tan potente que está a punto de lograr / la abolición / de la memoria y la cultura». Si bien Kubrick, en Eyes Wide Shut, nos ofrece su versión de la novela de Arthur Schnitzler Traumnovelle ahondando en el comportamiento sexual humano; Rodríguez-Gaona lo transforma en «Traumnovelle: un relato virtual», variando el sentido hacia las relaciones humanas con lo tecnológico: «El fenómeno de la licuefacción celebrando un Medioevo digital. / Baqia wa tatamadad: / permanencia y expansión constantes».

 

POETAS DE LA MEMORIA

Cuando Rodríguez-Gaona habla de Venecia, nos está invitando a visitar con él la casa de la violinista Olga Rudge, a llamar a su puerta verde mientras Ezra Pound nos observa con ojos de mañana fría; también a montarnos en un barco, por las laberínticas calles líquidas rumbo al Hades, para traer de vuelta a Emma Bee Bernstein, la desaparecida hija de Charles Bernstein. Orfeo acaricia la lira del aire; mira hacia atrás a Eurídice. «Déjame que cante con las / ménades / a la izquierda, para vernos / más o menos pronto». ¿Existe mayor prueba de amor? Cuando algo muere en lo íntimo, se activa un proceso de duelo que tiene similitudes con este viaje al inframundo. Tocar fondo para renacer de nuevo. Pero, oh, se escuchan unas risas… Son lord Byron y Madonna cruzando el Puente de los Suspiros a lomos de una góndola, esa puede ser una buena forma de comenzar. Sigamos, pues, el deambular del poeta Martín; a través de su mirada generosa, los lectores podrán conocer los entresijos argumentales –y los críticos concederse ciertas licencias–. Walter Benjamin está sentado en un banco de la plaza de San Marcos, jugando al ajedrez consigo mismo. Enroca y se vuelve melancólico, quizá recordando aquella noche, en Portbou, donde acabó todo. Nadie se ha percatado aún, pero una gárgola de la basílica se escurre por la página doce, está sujetándose al borde, ¡que alguien la agarre antes de caer! El filósofo no la ve, se encuentra absorto evocando el recuerdo de Asja Lācis. A cierta distancia, Martín lo observa, intuye sus pensamientos, y anota en una libreta: «Eres un largo poema de amor / escrito a partir / de un desamor constante. / Recuerdo la ventana / y yo al borde de la cama / contemplando tu cuerpo desnudo, / bebiendo luz». Unos metros más allá, Friedrich Hölderlin pasea con su célebre novela entre las manos, va leyendo en voz alta las palabras que Hiperión escribe a Belarmino: «Formar un solo ser con todo lo que vive significa que la virtud abandona su armadura de rigores y la inteligencia humana su cetro». Motivos fuera del tiempo: las ruinas nos presenta a un Hiperión menos contemplativo, hastiado con la evolución de la humanidad, y que cuenta a Belarmino que «la historia se repite: sexo, corrupción, traición, muerte». La depravación humana desespera al eremita: «Tan estúpidas y bárbaras son todas esas cosas a las que hemos sacrificado nuestros laureles, nuestra inmortalidad». ¡Pedazos del Partenón vendidos como souvenirs! Sin embargo, aún mantiene un ligero optimismo cuando dice: «Quizá algún día arribemos gozosos al país desconocido de la calma». El gran poeta lírico alemán se aleja despacio. Un grupo de palomas va con él, tiene un caminar tan entrañable que ellas lo acompañan, imitándolo. Martín entra ahora en el café Florian. Le ha parecido distinguir a Marcel Proust en una mesa, cerca de la ventana. Él también tiene problemas con el tiempo, lo ha perdido y anda buscándolo. Una mujer imaginaria está sentada a su lado, se llama Odette de Crecy, y no para de hablar de un tal Swann. Al compás de las notas suaves de un violín, se le oye decir: «El tiempo, querido Marcel, es solo la imposibilidad de alcanzar cualquier certeza, la más humilde que sea». Entonces la gárgola cae al vacío y los poetas de la memoria se desvanecen como el humo. El «Pequeño tratado sobre el conocimiento y el sueño» acaba de nacer.

Un diálogo entre dos amores imposibles nos ayuda a escuchar la música de las ruinas inmortales. Orfeo canta, antes de desmembrarse entre la multitud; volveré la mirada atrás, Eurídice, interpretaré con lealtad tus palabras: «Solo quiero que me mates y renacer, si acaso, de otro modo». Tal vez en la precipitación de Orfeo se completa una victoria: «Las palabras viajan y tú viajarás, eternamente, en mis palabras…, en el eco de mis palabras».

El motivo último de este potente poemario quizá sea la búsqueda de algo que permanezca en el tiempo sin destruirse. Una lectura atenta de él sugiere que de las ruinas siempre resurge un nuevo esplendor capaz de recomponer lo perdido. Martín Rodríguez-Gaona se despide a lo grande, con la firma de un Hölderlin entregado a una lúcida y plácida locura, como si, dentro de sus ojos, un paisaje se derramara: «Y en los abrevaderos el agua brilla / con los reflejos de cuerpos estelares / que niegan estar para siempre fijos / en la inmensidad de los cielos».

«Humildemente, / Scardanelli».