Terry Eagleton
Cultura. Una fuerza peligrosa
Traducción de Belén Urrutia
Taurus, Barcelona, 2016
200 páginas, 18.90 €
POR JUAN ÁNGEL JURISTO

En 1948, T.S. Eliot publicó Notes Towards The Definition of Culture, donde el autor de The Waste Land se planteó definir qué era eso de cultura y su diferencia con otras modalidades –semejantes pero no iguales– como el concepto de civilización. El libro, ambicioso, abunda en frases afortunadas: «Si tomamos la cultura con seriedad, vemos que la gente no necesita solamente comer con una cocina determinada… La cultura solamente puede definirse como algo digno de vivirse»; y acercándose a la idea de Toynbee: «Ninguna cultura puede aparecer o cambiar si no es bajo el aspecto de una religión», religión, ça va de soi, capaz de dar respuesta a todas las necesidades simbólicas de una sociedad, por lo que, en su imaginario, estarían mal vistas tanto las distintas sectas como las concepciones alejadas de este corpus y que intentan disolverlo, tales el secularismo o el cosmopolitismo. Algo similar sucede con las clases sociales: Eliot no quiere una sociedad rígida de castas, pero sí de una delimitación clara de las clases, capaces de exorcizar el igualitarismo y la consiguiente sociedad monocolor… una concepción de la cultura que, al igual que Alfred Kroeber, abogaba por constituirse en una entidad por encima de lo orgánico, un poco al modo de la Iglesia Romana, y hecha ex profeso para la sociedad británica que debería formarse después de la Segunda Guerra Mundial. A este respecto convendría que se comparara este ensayo con los correspondientes de George Orwell sobre este período: hablan de lo mismo, pero Eliot desde una óptica conservadora y Orwell desde su particular visión socialista.

En 1958, Raymond Williams, profesor de formación marxista, y perteneciente a esa magnífica pléyade de profesores británicos de la misma cuerda ideológica, como Maurice Dobbs, Herbert Read, Eric Hobsbawm –que lograron introducir libertades en una concepción ideológica que tiende a la rigidez normativa por su esencia misma– publicó Culture and Society. 1780-1950, que luego amplió en Keywords: A Vocabulary of Culture and Society, donde, en oposición a las tesis eliotianas –que pone como actividades características de un pueblo el derby, el queso wensleydale, el tablero de dardos, la música de Elgar, la remolacha en vinagre– califica a esta lista de caprichosa, que se reduce a «deportes, comida y un poco de arte» y contrapone con igual motivo la bolsa, la siderurgia o el London Transport, es decir, frente a la concepción simbólica de Eliot, Williams se pregunta si no habría que incluir en la noción de cultura el aspecto material de un pueblo y no limitarlo sólo a sus aspectos simbólicos, como hacía Eliot.

En 2016, Terry Eagleton publicó Culture en Yale University Press, donde intenta retomar la noción de cultura y darle un nuevo sesgo. El crítico literario y profesor Eagleton, a quien debemos libros deliciosos como El portero, un memorable libro de memorias; Por qué Marx tenía razón; o Esperanza sin optimismo, es discípulo de Raymond Williams, pero sus intereses son muy amplios, dedicándose últimamente a estudios teológicos y psicoanalíticos, aunque las doctrinas freudianas siempre fueron de su interés. En Cultura, cuya edición española ha sido publicada por Taurus, Eagleton pretende poner orden en una palabra que es ambigua y exige múltiples interpretaciones, más en inglés, cuya acepción comprende el concepto nuestro de cultivo y costumbre, aunque –bien mirado– nosotros mismos hemos aceptado el significado en inglés cuando decimos, por ejemplo, «la cultura española de la fiesta», aumentando también nuestra confusión.

Eagleton, ya digo, intenta explicar, delimitar y ordenar en esta orgía de múltiples significados: entre los más habituales, la nula diferencia entre cultura y civilización (salvo matices nimios), que lleva a tópicos inmarcesibles: los alemanes son gente de cultura mientras los franceses son más civilizados, vale decir, a los alemanes les da más por la filosofía y la ciencia mientras los franceses son únicos elaborando vinos legendarios como el Châteauneuf-du-Pape, perfumes y todas clases de delicatessen y groceries, es decir, una monstruosidad como elegir entre Wagner y Dior, malentendido que no sólo se da entre los conceptos de cultura y civilización, sino entre cultura, civilización y naturaleza. ¿Se trataría, pues, de una delimitación sólo semántica? La cosa no está clara y el profesor Eagleton trata de poner orden, lejos tanto del afán normativo de Eliot como del meramente descriptivo, y a este respecto las listas de elementos de cultura que cita Eagleton, lejos de la seriedad del catálogo de las naves, semeja un posmoderno popurrí que Eagleton domina gracias al humor, virtud de la que los británicos han hecho uso hace siglos: «La civilización contiene numerosos fenómenos que carecen de finalidad concreta, como Sarah Palin, criar whippets o producir treinta marcas distintas de dentífricos». O esta joya: «El Partido Republicano de Estados Unidos es una organización híbrida que incluye a republicanos liberales y miembros del Tea Party, un hecho que seguramente será bienvenido por quienes consideran la diferencia y la diversidad bienes inequívocos. Sin esos republicanos que creen que Barack Obama pertenece a los Hermanos Musulmanes, y que Al Qaeda es una rama de la CIA, la uniformidad del partido sería mucho más aburrida».

La cultura, su concepto, es un hecho acontecido en la Modernidad. Eagleton establece un puente entre el concepto de cultura del filósofo político Edmund Burke y el –poco conocido en Gran Bretaña– pensador alemán Johann Gottfried Herder porque, para Eagleton, posee un sentido de la cultura esclarecedor para nuestros días y logra así, por lo menos, establecer ciertas diferencias de concepto entre cultura y civilización. A continuación, Eagleton, en un maravilloso tour de force, nos coloca a Oscar Wilde en el centro mismo de la controversia, rindiéndole homenaje al considerarlo un enorme crítico de la cultura y, luego, se ocupa de algunas fantasmagorías de la concepción posmoderna de la cultura: «Para algunos pensadores posmodernos, el florecimiento de una multiplicidad de culturas es tanto un hecho como un valor. De acuerdo con esta visión, la existencia de diversas formas de vida, desde la cultura gay, la cultura de la moda, la cultura del karaoke, hasta la cultura sij, la cultura del burlesque y la cultura de los Ángeles del Infierno, es en sí misma algo encomiable… De hecho, la diversidad no es un valor en sí mismo. Desde luego no lo es cuando se trata de partidos neofascistas», para concluir en las razones que llevaron a la Modernidad a establecer la idea de cultura, desde la idea de cultura como crítica estética, que arranca del Romanticismo, o la idea de cultura como utopía de la revolución industrial, hasta el auge del nacionalismo revolucionario, el multiculturalismo, la búsqueda de un sustituto de la religión y la aparición de la industria cultural. Como programa es fascinante.

La revolución de Burke y Herder consiste en la importancia que establecieron sobre el lenguaje y que, por tanto, la cultura tiene que ser experiencia vivida, lo que les hace precursores de Nietszche y Wittgenstein, que, al igual que Herder, sostenía que las palabras sólo tienen significado cuando están inscritas en una forma de vida. Herder, también, como precursor de Bajtin en el sentido que éste da cuando dice que todo discurso es dialógico. Es mérito del profesor Eagleton haber puesto de manifiesto la importancia de este pensador alemán en la conciencia de los anglosajones, quienes sólo lo conocen como teórico de los nacionalismos del xix, al igual que la interpretación que ofrece del conocido Burke, por otros motivos. Pero lo que resulta fascinante, por lo menos para mí, es la importancia concedida a Oscar Wilde en un tema tan sesudo en apariencia. Eagleton se detiene en dos obras del irlandés: La importancia de llamarse Ernesto (o La importancia de ser formal), que las dos cosas significa The Importance of Being Earnest, y, desde luego, El alma del hombre bajo el socialismo.

El anarquismo estetizante de Wilde fascina a Eagleton, pero sobre todo le permite ofrecer la idea cabal del arte como concepto de mejora en la idea de cultura, algo propio del Romanticismo pero que produjo más tarde una crítica del industrialismo que el esteticismo promovió a religión. Wilde no sólo creía en la preponderancia de la obra de arte, sino que hizo de él mismo una obra de arte y, para Eagleton, eso es determinante. Fue la representación más cabal para los británicos de esa religión del arte, como lo es para los franceses el ejemplo de Mallarmé que André Gide en sus Interviews imaginaires –publicado por Jacques Schiffrin en Pantheon Books de Nueva York en 1943– cita como lo más destacado del poeta del simbolismo, por encima incluso de su obra: Mallarmé como sumo sacerdote de la religión de la palabra. Gide se sintió fascinado con ese ejemplo. Valéry también.

La bestia negra del profesor Eagleton es el relativismo cultural, al que crucifica con donaire: «El relativismo cultural es una posición inverosímil. Sólo un racista puede pensar que pueda ser correcto violar y asesinar en Borneo pero no en Brighton»; o esta otra: «Que Vladimir Putin acostumbre a hacer asesinar a sus oponentes políticos puede constituir una narración fascinante, pero no deberíamos tener la ingenuidad epistemológica de confundirla con la verdad. En lugares así la disconformidad puede ser reprimida violentamente, pero no objetivamente».

Por otro lado, finalmente, Eagleton recurre a Freud para realizar la crítica de la cultura, en especial, el concepto de malestar en la misma, indisoluble de nuestra condición, a juicio del vienés. Ese malestar es propio de nuestra cultura y la ciencia de ese malestar se llama psicoanálisis. Eagleton señala que Freud es el crítico más implacable de la condición romántica de la cultura y que en este sentido ni siquiera Karl Marx se libra de esa condición porque sencillamente no veía que podíamos ser opacos con nosotros mismos. Ello le sirve para desmontar el lado cultural, falso, del capitalismo de nuevo cuño, es decir, las nuevas tecnologías asociadas al ocio, el espectáculo, el papel de los iconos de nuestro tiempo, en resumen, la aparición de una nueva forma de estética del capitalismo, estética meramente instrumental y que poco o nada tiene que ver con el goce que proporciona el arte o la liberación personal del mismo. Se trataría de una mercantilización de lo espiritual sin paliativo alguno, ya que todo sería en el fondo inmaterial y sujeto a banalidad. El deterioro de las universidades, así como el hecho de que cada vez sea más raro que alguien posea una biblioteca personal, habla bien a las claras de esa tierra baldía en que Eagleton cree que se ha convertido la industria cultural. Es más, Eagleton cree que ello demuestra que una sociedad bien puede pasarse sin el concepto de cultura que teníamos en el pasado. Para desgracia nuestra.

De todo ello Eagleton infiere que no es la cultura, sin embargo, lo más urgente que defender en los conflictos que se nos avecinan. Cree que los que hinchan ese concepto deberían callar.

Estamos aquí muy lejos de los planteamientos romano-anglicanos de un Eliot. Vivimos momentos de incertidumbre. De ahí la pertinencia de estas nuevas notas, aunque conviene decir que las virtudes de este libro son sus defectos: ameno, didáctico, breve, carente de tesis y tendente a la mezcla de todo tipo, al modo de sus graciosos catálogos. Será pasto de los mid cult.

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