POR JULIA ALTARES
Imagen del programa Cerca de ti de RTVE.

Lo que voy a contar es cierto. O así lo ratifican mis recuerdos. Pero como Javier dice en el comienzo de Negra espalda del tiempo, su libro más autobiográfico: «Cualquiera cuenta una anécdota de lo que le ha sucedido y por el mero hecho de contarlo ya lo está deformando y tergiversando». Aquí no trataré de contar una anécdota, o varias, sino el comienzo de una amistad que duró casi cuarenta años, y que fue para mí, y me atrevo a decir que también para Javier, uno de esos regalos que convierte tu vida en algo más valioso y afortunado. Ya no cuento con la ayuda de Javier, que era un portento extraordinario en la custodia de datos, memorias y vivencias, para contrastar mis recuerdos y además me pesa demasiado una reflexión, como tantas otras de las suyas, que cabalga por toda su literatura y que sin duda nos ha traspasado a muchos de sus lectores: «Relatar lo ocurrido es inconcebible y vano, o bien es sólo posible como invención». Quién sabe. Lo que sí es seguro es que estos recuerdos no transitarán por «la negra espalda del tiempo», sino por el rostro claro y luminoso de tiempos juveniles y joviales.

Nos conocimos en el verano de 1986, en un caluroso mes de julio. Habían acabado las clases y varios compañeros de la facultad estábamos de celebración, entre ellos mi amiga Natalia García Prieto, a la que también uniría desde ese mismo día una buena amistad con Javier y su grupo. Y digo grupo, porque Javier y varios de sus amigos, entre los que estaban Agustín Díaz Yanes, Antonio Gasset, Tony Oliver, Eduardo Calvo, El doctor Charly, Edmundo Gil… era un verdadero «Grupo Salvaje», más que nada por la devoción que todos ellos profesaban a la película de Peckinpah. También porque las cenas con ellos, y a las que, desde el día del encuentro, nos unimos Natalia y yo, eran frecuentísimas -varios días a la semana- y estaban basadas en desternillantes pullas irónicas, rayanas en el absurdo y a veces malvadas, que se tiraban entre ellos o a personas conocidas por aquel entonces. Nadie quedaba previamente, pero todos íbamos apareciendo en un restaurante que se llamaba El Café, en la calle Belén, más o menos a la misma hora. Y las veladas se alargaban hasta altas horas de la madrugada generalmente entre risas y carcajadas y diversión, que es el estado general que más ha agradado y caracterizado a Javier a lo largo de su vida. En aquellos años 80 y principios de los 90 sin duda. No en vano, Ride si sapis es el lema del Reino de Redonda, por orden expresa de su rey, Xavier I, eso sí, en el sentido literal de la expresión latina: «ríe si tienes juicio», que no en el del epigrama de Marcial, dedicado a una desdentada. La chanza siempre y reinando por encima de todo.

Javier había regresado hacía un año de su estancia en Oxford, donde había ejercido como profesor, con toga, en la Subfacultad de español (cómico nombre; que llevara toga también, sobre todo porque la suya era de Cambridge) y estaba con las últimas pruebas de El hombre sentimental. Aunque ya había publicado tres libros, no era muy conocido como escritor, ni siquiera para unas filólogas hispánicas como nosotras. Y desde luego en aquellas veladas no se hablaba especialmente de literatura y él nunca ejerció de escritor.

Javier aparecía ya desde entonces con su atuendo y su actitud elegantes y sobrios y atemporales, siempre igual, siempre con sus rutinas «salvadoras», como él decía, que nunca le abandonaron. O él a ellas. Camisa blanca o azul clara, azul oscura a partir de los 2000, chaqueta, pantalones vaqueros y una simpatía distante, no siempre entendida por los demás. Recuerdo que lo que más nos aproximó desde el primer momento fue el compartir casi al cien por cien nuestras filias y nuestras fobias, y reírnos de ellas. ¿Te cae bien tal artista o cantante?, ¿Te gusta este director de cine? ¿A esta persona no la darías de tortas? ¿Qué opinas del uso de tal o cual palabra? Celine Dion estuvo entre nuestros odios durante mucho tiempo. La palabras influenciar o explosionar también (malditos tiempos de ETA). Cary Grant, el mejor entre nuestros favoritos, como la palabra elucubrar… Y Tintín.

Una de las señas de identidad de Javier ya por aquel entonces era su acertadísima capacidad como «descubridor de joyas desconocidas» a todos los que le tratábamos. Ese talento que atribuía a don Juan -Juan Benet- para con él y que admiraba tanto, lo ejercía él sin descanso, de la forma más natural. Y así me descubrió a escritoras, cantantes, pintores, actores y actrices: Janet Lewis, Ornella Vanoni, los mambos o las versiones alegres de Domenico Modugno a cargo de Dean Martin o Dino Martini, Chubby Checker y sus bailes anticuados (el hukclebuck por ejemplo), la canción mejicana «La golondrina», la más emocionante canción para una despedida, el pintor veneciano del siglo XVIII, Francesco Giusseppe Casanova, hermano pequeño de Giacomo, la película Laura o el Fantasma y la señora Muir… Piezas de música clásica y hasta las sevillanas bíblicas de Paco el Toronjo, con una letra inaudita…

Pronto, las cenas grupales se empezaron a alternar con cenas más reducidas: Natalia y yo con él, o él y yo a solas. En aquellos tiempos, sólo podía quedar por la noche, porque no madrugaba jamás, necesitaba para despabilarse un largo baño, jamás ducha, y porque, según decía, su humor era pésimo hasta la hora de comer. Además tenía numerosas ocupaciones: iba un par de tardes a dar clase de Teoría de la traducción a la Universidad Complutense, un trabajo alimenticio que le aburría solemnemente por las intrigas entre colegas sobre todo, no porque la Traducción no fuera una de sus vocaciones más queridas. Y lo más importante: ya estaba embarcado en su siguiente novela, Todas las almas, que escribió prácticamente en su totalidad en Venecia.

Nuestros restaurantes de referencia, siempre los mismos, eran Pinocchio de la calle Zurbano, Rugantino, a veces Archy… Reparo ahora en una clara tendencia hacia la comida italiana: él invariablemente pedía su prosciuto di Parma y su escalope a la milanesa, otra de sus rutinas, en este caso alimentaria. Sin duda una de nuestras filias compartidas era la lengua italiana, que ambos aprendimos casualmente en Venecia. Él por sus visitas frecuentes a la ciudad donde iba a encontrarse con su novia de entonces, Daniella Pittarello, yo porque iba a estudiar en los veranos a la Fondazione Cini. Nuestro barrio allí era el mismo, San Rocco, y nuestro barrio en Madrid también, Chamberí, pues entonces vivía con su padre, don Julián, en la calle Vallehermoso. Las calles recorridas a pie en nuestros paseos nocturnos, que terminaban al final de la Avenida de Reina Victoria, fueron el escenario de las primeras escenas de Mañana en la batalla piensa en mí, como los escenarios madrileños de Berta Isla son las inmediaciones de la Plaza de la Villa, donde vivió posteriormente, y las zonas peatonales por las que paseaba.

Aunque Javier repitiera en numerosos artículos o entrevistas que su literatura no era autobiográfica en absoluto, sus novelas, a través de la voz y el pensamiento de sus narradores o a través de las descripciones de lugares o personajes, están llenas de detalles que había conocido o vivido de primera mano y que incorporaba a modo de guiños, sobre todo para los amigos. De la misma manera que los apellidos o los rasgos físicos de sus personajes respondían casi siempre a personas reales, a veces bastante identificables. Y esto se ha ido incrementando a lo largo del tiempo en todos sus escritos. Sin ir más lejos, los fragmentos de varios cuentos inacabados y paralelos que publicó en los últimos tiempos en El País semanal, y que quién sabe si no habrían confluido todos en una única y nueva novela, están plagados de personajes reales de su pasado, con rasgos cruzados o intercambiados o ligeramente amplificados, eso sí, pero perfectamente reconocibles para quienes habíamos formado parte de su vida.

Además de sus descubrimientos, su círculo de amigos más literarios era apasionante: siempre su maestro Juan Benet, Vicente Molina Foix, Félix de Azúa, y en ocasiones más contadas, Guillermo Cabrera Infante y su mujer, Miriam Gómez -las imitaciones de Javier a ambos miembros de la pareja, en un perfecto cubano y fabulando las historias que ellos contaban con gran expresividad, son de las cosas más graciosas que he visto y oído en mi vida-. También Eduardo Mendoza, Fernando Savater… Y el profesor Francisco Rico, quizá uno de los personajes más recurrentes de sus novelas, hasta el punto de que cuando escribía una nueva, mi primera pregunta era: ¿sale el profesor Rico? Era una broma que hacíamos, porque las escenas protagonizadas por él siempre resultaban cómicas y dignas de muchos comentarios y risas futuras.

Hay otra cosa que siempre me chocó o divirtió de él, y que incluso me provocaba admiración, dada su dimensión como escritor internacionalmente reconocido y apreciado, y es que mientras escribía sus novelas, y yo tenía el gran privilegio de escuchar de su voz algunas de sus páginas aún no publicadas, escritas a máquina y con sus correcciones escritas a pluma azul, siempre le invadían las dudas: ¿la terminaré?, ¿la guardo ya en un cajón y se acabó?, ¿le interesará a alguien? Y aunque yo bromeaba con lo que consideraba una coquetería literaria más que otra cosa, esas dudas eran reales hasta que aquellas páginas no estaban publicadas.

Aunque Javier repitiera en numerosos artículos o entrevistas que su literatura no era autobiográfica en absoluto, sus novelas, a través de la voz y el pensamiento de sus narradores o a través de las descripciones de lugares o personajes, están llenas de detalles que había conocido o vivido de primera mano y que incorporaba a modo de guiños, sobre todo para los amigos

Después, yo me aplicaba para hacerle comentarios sobre los aspectos más profundos de sus reflexiones sin igual sobre el paso del tiempo, el sentido del secreto, las bondades o peligros de contar la verdad, los dilemas morales de sus personajes, la visión del mundo o de la existencia humana que plasmaba, la esencia de la muerte, la dificultad del amor, o incluso la belleza y la fuerza de su prosa o sus recurrencias estilísticas, pero él, después de agradecer someramente las loas y de quejarse de lo rápido que la había leído, pasaba a lo que verdaderamente le interesaba: ¿no te has reído con esto?, ¿no te parece cómica esta expresión? Como si toda la carga reflexiva o las intrigas urdidas ya no importaran. Y entonces revisábamos pormenorizadamente esa escena, repitiendo los diálogos más humorísticos (¡qué tino y qué oído, como decimos los guionistas, tenía Javier para los diálogos!).

Muchos años después, en la que ha sido su última novela, Tomás Nevinson, si de algo estaba orgulloso como escritor, es de haber plasmado, inventado, creado una ciudad absolutamente encantadora y agradable, por más que pasaran espantosos sucesos en ella, Ruán. Y así me lo hacía saber cada vez que hablábamos sobre la novela u otras cosas: ¿no te gustaría vivir en Ruán?

Quizá lo más rotundo que puedo decir sobre el Javier de antes de su consagración definitiva con Corazón tan blanco, en 1992, y del Javier de siempre es que era genial y original. Como escritor sin duda, pero también como persona. Sin pretenderlo, sin el menor atisbo de fingimiento, simplemente era así. Sin duda la familia en la que creció, con unos padres de una gran altura intelectual (esta expresión le molestaría mucho y me la afearía) y al mismo tiempo una dedicación, sobre todo materna, al cultivo de unas mentes abiertas, críticas, creativas y con gran sentido común, la suya y las de sus hermanos, contribuyó en parte. Pero Javier superaba siempre cualquier expectativa. Escribía novelas desde precoz edad, y al mismo tiempo, su vida era como una novela. Le pasaban cosas chocantes, extraordinarias, azarosas, más propias de la ficción que de la realidad. Era un escritor, pero a la vez era un personaje o mejor dicho un fantasma, que le gustaban tanto, y bien habría merecido un capítulo en su libro Vidas escritas.

Algunas de sus novelas generaban después azares novelescos paralelos, y al mismo tiempo realidades increíbles. Pasó, como es por todos conocido, tras la publicación de Todas las almas al inglés, y pasó también tras la publicación de Los enamoramientos. Pero eso no lo contó él y no lo contaré yo.

¿Qué decir por ejemplo de cómo llegó a ser el rey Xavier I de Redonda, cuando él mismo dio todo lujo de detalles en Negra espalda del tiempo y en varios artículos? Desde 1994 empezaron sus contactos con libreros ingleses, con descendientes de reyes anteriores, las conspiraciones, las intrigas, a las que él no respondía en absoluto y es que el Reino de Redonda, como otras tantas cosas en su vida, le llegó sin que él lo buscara.

Tumba de Javier Marías. Fotografía cedida por la familia.

Por mi parte sólo (con acento) recordar la algarabía y entusiasmo que me causó saber que unos acontecimientos extraños y extraordinarios le asaltaban y que Javier, con todo merecimiento, acabaría siendo el rey de un reino literario y fantasmal. Y también el honor que supuso para mí ser nombrada Embajadora de Redonda en España, o «De Wet» desde 1999. Creo que si me dio ese sobrenombre fue sobre todo por la comicidad de la escena en la que este personaje lunático y descarado y quizá tuerto se encuentra con el General Franco en el libro anteriormente citado.

El culmen de nuestra amistad fue su decisión de dedicarme Corazón tan blanco. También me había dedicado Vidas escritas, como su falsa hermana. Eso parte de esas cosas chocantes que le pasaban a él y a los que le rodeábamos. Unos periodistas alemanes vinieron a entrevistarle y, curiosamente y sin explicación posible, dieron por hecho que yo era su hermana. Por supuestísimo no los sacamos de su error y así aparecí yo en la prensa alemana como la hermana de Javier Marías, que nunca tuvo hermanas aunque le hubiera gustado tenerlas. También aparece mi nombre en un cuento de Mientras ellas duermen, precisamente el cuento que «coló» como del ficticio escritor James Ryan Dehnam en Cuentos únicos. Pero hay que reconocer que la de Corazón tan blanco, ese «Para Julia Altares, pese a Julia Altares», cuya traducción al japonés fue ni más ni menos que «A Julia Altares, contra ella» ha resultado, cuando menos, una dedicatoria misteriosa donde las haya. Y así lo seguirá siendo.

Mi querido Javier, cuando los dos seamos fantasmas, nos vemos en Ruán.