Brais Lamela
No queda nadie
Cuatro lunas
140 páginas
La escena, en blanco y negro, es ya todo un cliché sobre el régimen: el dictador Francisco Franco visitando e inaugurando embalses constituía uno de los contenidos preferidos para la propaganda emitida por el NO-DO con campanuda voz en off. El reverso de aquellas coberturas promocionales del proyecto desarrollista que iría dejando atrás la autarquía (al calor del Plan Nacional de Estabilización Económica de 1959) fueron las radicales transformaciones sociales y naturales derivadas de aquellas grandes construcciones hidráulicas. Aquel período crucial de transición económica propició un fértil material documental para algunas de las novelas españolas publicadas a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, bajo el paraguas de aquella operación editorial etiquetada como realismo social y auspiciada singularmente por Carlos Barral y José María Castellet. Es el caso de Central eléctrica (1958), la primera novela del madrileño Jesús López Pacheco, con la que fue finalista del premio Nadal en 1957; también, en distinta medida, de textos como El río (1963) de Ana María Matute, Pantano (1966) de Miguel Signés o El pantano (1967) de Santiago Lorén. La investigadora Ana Fernández-Cebrián, de la Columbia University, se ha dedicado a estudiar aquel fenómeno.
No queda nadie, debut en la novela de Brais Lamela (Vilalba, 1994) —él también investigador en Literatura en la Universidad de Yale—, recupera y actualiza aquella temática, en concreto las consecuencias del «Plan de Colonización de A Terra Chá». A las viviendas de nueva construcción de aquella comarca fueron enviadas sin alternativa un centenar de familias campesinas procedentes de sus casas en las aldeas Barcela, A Barqueira, Colomba, Lorizo o Pena da Nogueira, que resultaron anegadas con la construcción en la primera mitad de los cincuenta del embalse de Grandas de Salime, en Negueira de Muñiz. Publicada originalmente en galego en 2022 (Ninguén queda), ha sido traducida por María Alonso Seisdedos y ha obtenido el premio «El ojo crítico» de RNE de Narrativa 2023.
La novela está dividida en dos partes («Los que se van» y «Los que vuelven») introducidas por sendas citas de Olga Tokarczuk y Antonio di Benedetto. La primera de ellas está ambientada en Nueva York durante un sofocante verano (el pegajoso ambiente funciona como aglutinante: el murmullo de los ventiladores, el sudor, los periódicos refiriéndose a la histórica ola de calor; «se cae el pájaro muerto» en expresión gallega) durante el que el narrador compagina la investigación para su tesis doctoral (en un principio sobre la arquitectura forense —los recuerdos ligados a los espacios— y la colaboración estadounidense en los planes de colonización en A Terra Chá, se desviará después en la indagación sobre una mujer desaparecida) con una paulatina mudanza al piso de su novia para compartir los gastos del alquiler (cuya deriva cada vez más asfixiante se compara con el ascenso del agua del embalse que inunda un pueblo) y con la escritura de otro texto de vocación más literaria y que terminará siendo la propia No queda nadie. La segunda parte relata la visita del narrador, acompañado de su pareja, su hermano y su padre (afectado por ELA o una enfermedad semejante) al territorio objeto de su estudio, donde logrará entrevistarse con uno de sus habitantes actuales, un jipi hijo de notario y portador de algunas fotografías sobre la memoria de la comuna allí establecida.
El narrador escogido es el habitual en esta clase de novelas que declaradamente funcionan como ejercicios de memoria de un pasado histórico relativamente próximo: uno en primera persona que ejerce en nuestro tiempo algún tipo de profesión pesquisidora (reportero, novelista, documentalista…), en este caso un investigador universitario (que dota al texto de una lectura posible en clave de novela de campus sobre las ansiedades y precariedades inherentes a los jóvenes doctorandos, con el director de tesis como villano). Probablemente el más paradigmático de esta clase de narradores en la tradición española contemporánea fuera aquel personaje Javier Cercas, periodista homónimo del propio autor de Soldados de Salamina (2001), novela con la que No queda nadie también coincide en el recurso cervantino de la obra autogeneradora («self-begetting novel», en expresión del crítico estadounidense Steven G. Kellman). Es precisamente en esas escenas autorreferenciales (como cuando la novia del narrador lee a hurtadillas lo que está escribiendo por encima de su hombro o cuando le corrige: «Esto tampoco fue así, me dice Mariana, al leer estas líneas») donde el puzle conjunto brilla más. La trama es interrumpida por el making-of. La anécdota doméstica y el paisaje (neoyorquino o gallego) atemperan los tramos más estrictamente ensayísticos. Viejos y nuevos destierros encuentran un mismo arraigo en la literatura.