Andrés Sánchez Robayna
Jorge Oramas o El tiempo suspendido
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018
160 páginas, 21.00 €
POR FERNANDO CASTRO BORREGO

 

Lo que enuncia el subtítulo de este libro de Andrés Sánchez Robayna, la suspensión del tiempo en pintura, es una idea paradójica, pues se dice que la pintura es un arte del espacio, no del tiempo. Fue Lessing quien estableció en el Laocoonte el «deslinde analítico» entre artes del espacio y artes del tiempo. Y, sin embargo, todos podemos entender lo que significa la idea de la suspensión del tiempo en la pintura, idea que Sánchez Robayna convierte en el eje de este ensayo sobre el pintor Jorge Oramas (Las Palmas, 1911-1935). Hay una pintura que acelera el tiempo (el futurismo) y otra que lo amansa, lo suspende (la pintura metafísica). Ambas corrientes son versiones antagónicas del devenir que se dieron en el arte italiano del siglo xx. No es extraño el hecho de que la pintura de Jorge Oramas presente una notable afinidad con la de algún pintor de la escuela metafísica italiana, como Carlo Carrà, y también, como señala acertadamente Sánchez Robayna, con los pintores de la Nueva Objetividad alemana. Antes de convertirse en un pintor metafísico, Carrà había militado en las filas de la pintura futurista, pasando, en un insólito movimiento pendular, de la velocidad y el ruido de los trenes a la quietud del paisaje. En una entrada de sus diarios, Paul Klee reflexiona sobre la impresión que le produjo la contemplación de una exposición de pintura futurista en Roma y, puesto que las imágenes de esta pintura reflejaban una idea vertiginosa y neurótica del tiempo, exclamó: «¡Santo Laocoonte!». Por su parte, Andrés Sánchez Robayna señala en su ensayo la relación entre la pintura de Oramas y la de otro italiano, Salvo, que expuso en Canarias en los años ochenta del siglo pasado y que pudo conocer la pintura de aquél, aun cuando no recibiera, que sepamos, ninguna influencia suya. Es una simple relación de afinidad estética.

Esta monografía de Andrés Sánchez Robayna sobre el pintor Jorge Oramas pertenece a un género perfectamente definido, el de las relaciones entre la pintura y la poesía (ut pictura poesis). Como poeta y desde la poesía, Sánchez Robayna entabla un diálogo imaginario con el pintor que es objeto de su estudio, un diálogo basado en la sensibilidad y en las afinidades electivas. Diríase que él mismo se ve reflejado en las imágenes de la pintura de este artista a quien Juan Manuel Bonet llamó «metafísico solar». Andrés Sánchez Robayna también lo es. La plenitud de la luz solar y el estatismo de las sombras generan imágenes que conforman una poética del silencio y la contemplación. La declinación de estas imágenes es análoga en el pintor y en el poeta. El modo en que Sánchez Robayna teje esta relación en su texto sobre el pintor revela un grado de autoconciencia encomiable: es un ejercicio de poética autorreflexiva lo que ha hecho Andrés Sánchez Robayna al escribir este ensayo sobre Jorge Oramas, cuyo enfoque es rigurosamente fenomenológico. Este elenco de imágenes constituye un conjunto de «presencias reales», para decirlo con George Steiner, esto es, materializaciones de un mundo espiritual compartido. No son, en absoluto, imágenes retinianas o naturalistas, sino simbólicas, y todas ellas están tramadas en un tapiz que compone la relación espacio-tiempo en la que se cifra y decanta el sentido de la vida y de la muerte. El modo en que este elenco de imágenes está presente en la poesía de Andrés Sánchez Robayna podría hacer pensar que Oramas es una proyección del propio Sánchez Robayna, una invención suya, como Poe y Delacroix lo fueron de Baudelaire. Esto sería así a condición de que admitamos que dicha proyección no resta valor ontológico a las obras sobre las que el poeta-crítico proyecta su mirada, sino todo lo contrario, siendo al mismo tiempo un acto creativo dictado por el amor y la piedad: Baudelaire amó a Poe y se apiadó de su suerte adversa, y Andrés Sánchez Robayna hace lo mismo con Oramas, que murió joven sin poder confirmar el talento que atesoraba. La crítica se convierte en poesía.

A esta urdimbre de imágenes simbólicas que he mencionado habría que añadir otras dos igualmente sugestivas y enigmáticas: el silencio y el doble. Todas ellas van desgranándose en una suerte de discurso amoroso sobre la luz. Una luz peculiar, esencialmente ligada a la experiencia del tiempo. Así lo explica el poeta-crítico: «En la medida en que Oramas hace de la luz del mediodía un absoluto, hasta el punto de remitirnos una y otra vez a una suerte de cenital luz cósmica, y en la medida, también, en que esa luz se manifiesta como un presente perpetuo —una expresión del tiempo como consagración del instante—, a pocas obras como ésta podría corresponder mejor la identificación última, la unidad irrompible de la luz y del tiempo».

El mundo de Oramas no fue, sin embargo, un mundo feliz. Esto se advierte en la mirada de alguno de los autorretratos que nos dejó. Siempre hay un fondo de melancolía. La suspensión del tiempo y la intuición del instante eternizado introducen una sombra en su mundo que, sin embargo, siguió siendo luminoso. La exacerbación del grito cultivada por los expresionistas no fue para él una salida. En su pintura, el sufrimiento es contenido. Andrés Sánchez Robayna lo ha captado perfectamente. El silencio que reina en estos paisajes agrarios y urbanos de su isla natal tiene algo de presagio trágico, de tal manera que la suspensión del tiempo no sería sino la intuición de un final, su muerte prematura a los veinticuatro años. Así lo da a entender de manera implícita el autor de este ensayo cuando afirma que la experiencia artística de Oramas «es, esencialmente, la de un drama», el drama de la «fugacidad del tiempo o, mejor dicho, la experiencia humana de tal fugacidad […], cuyo sentido es esencialmente dramático, puesto que estamos destinados a vivir la experiencia del tiempo como aniquilación o pérdida. […] Para Oramas, la pintura es una manera de conjurar ese drama». El pintor, en efecto, parece intuir en todo momento su final, su muerte prematura.

No puedo dejar de mencionar en esta recensión el paralelismo que hay entre la poesía de Andrés Sánchez Robayna y la pintura de Jorge Oramas. No en vano, sobre el artista insular el autor de este libro ha hecho lúcidas reflexiones que casi siempre traslucen la afinidad o hermandad existente desde antiguo entre poetas y pintores. Véase el poema «Nísperos y estramonio…», que se encuentra en su libro Tinta (1981), donde el poeta compara los frutos del nisperero con el veneno del estramonio (datura stramonium). La comparación está cargada de simbolismo. La ambivalencia es significativa y vale para entender tanto la pintura de Jorge Oramas como la poesía de Andrés Sánchez Robayna. Es una forma de expresar el vínculo que hay entre la vida y la muerte, vínculo del que se hace eco la sentencia latina Et in Arcadia ego («Yo, también la muerte, estoy presente en la Arcadia»), de la cual, por cierto, otro pintor, Nicolás Poussin, tomó el título de uno de sus cuadros. La muerte no abandonó nunca a Jorge Oramas, y puede decirse que la idea de la suspensión del tiempo no era más que el anhelo expresado simbólicamente por el artista de eternizar el instante, retrasando así el momento en que la parca cortará el hilo de su vida. La mano no se detuvo, y el pintor murió en plena juventud. El estramonio del que habla el poeta tiene una doble acepción: es un veneno pero también una droga que permite al sujeto evadirse de la dolorosa conciencia del momento final. Las plantas narcóticas tenían en ciertas culturas primitivas la función de estimular las visiones de la vida y la muerte. Esta presencia de la parca aparece en el juego de palabras que hace el poeta («ahORA MÁS negrO RAMAS…»). El «muro diáfano sin nubes»sigo citando palabras de Andrés Sánchez Robayna en ese mismo poema— es el cielo uniforme, de un azul muy puro, que cubre los fondos de sus cuadros; cielo sin nubes, para que nada perturbe la claridad diurna, mientras que las ramas, por su parte, «palmas de luz cimbrean». Y los «cubos fijos» encaramados en la ladera —cubos multicolores de las humildes casas de los Riscos— devienen «cubos fijos en la ladera donde el sol tañe» las notas de un concierto estival. En su libro La sombra y la apariencia (2010), el poeta reproduce el paisaje solar que tanto amó el pintor y, aunque el tiempo no se ha detenido, le queda la esperanza de que la luz cave «los fosos fulmíneos de la quietud».

La presencia en la pintura de Oramas de seres humanos es más bien escasa, pero no anecdótica. Casi siempre son mujeres que posan en una actitud ensimismada, silenciosa, como en Aguadoras o Dos figuras. Forman parte del paisaje como efigies eternizadas por la luz, que hubieran caído en «los fosos fulmíneos de la quietud». Cuando en 1989 escribí un pequeño ensayo sobre la poesía de Sánchez Robayna, «La luz que nombra», reparaba en la ausencia del hombre en sus poemas: «Las palmeras, las olas, los riscos y las piteras son las voces singulares de un drama representado en la vastedad del océano, sin otro espectador que el poeta. La naturaleza es un teatro sin actores. En vano intentamos buscar al hombre allí. No hay historia. Las imágenes no expresan ni la piedad ni el odio, porque ni la moral ni la política tienen cabida en ellas. El sujeto registra los movimientos de la luz, es un centinela que vigila y da cuenta de sus apariciones». ¿Hablamos de Andrés Sánchez Robayna, poeta, o de Jorge Oramas, pintor?

Hay en la monografía que comento, por otra parte, una gran libertad en la ordenación del texto crítico: los capítulos no tienen epígrafes ni llevan notas a pie de página. Se trata de un texto que fluye como un poema, haciendo valer aquella afirmación de Baudelaire de que la mejor crítica de un cuadro es un soneto. Queda deliberadamente soslayada cualquier referencia sociológica o cultural. Lo ontológico prevalece sobre lo sociológico. Hay, eso sí, un campo de referencias artísticas meticulosamente cartografiado por el poeta, campo que abarca desde contemporáneos del pintor (Giorgio Morandi, Carlo Carrà) hasta contemporáneos del poeta, como el ya citado Salvo, Roger Mülh o Luis Palmero, artistas que para Sánchez Robayna forman parte de una cierta «familia» creadora con la que cabe relacionar hoy la obra de Jorge Oramas. Es una lectura de la tradición con la que el autor se siente identificado, concernido, y sobre la que ha escrito páginas donde la tarea crítica se mueve siempre bajo el impulso de una concepción ontológica del mundo.