Philipp Blom
El motín de la naturaleza
Anagrama, Barcelona, 2020
270 páginas, 19.90 €
POR JOSÉ MARÍA HERRERA

 

Quienes estén familiarizados con la obra de Philipp Blom probablemente advertirán al leer El motín de la naturaleza que es un libro de encargo o de circunstancias. No puedo afirmar que, en efecto, lo sea, pero sí, desde luego, que lo parece. Y no porque sea mal libro, que no lo es —el  talento y buen oficio del autor están fuera de discusión—, pero sí un libro extraño, deslavazado, a ratos estupendo y a ratos decepcionante. Junto a páginas brillantes cargadas de observaciones de interés conviven otras insustanciales cuyo sentido en el conjunto resulta difícil de comprender.  La obligación de demostrar que el descenso de las temperaturas entre 1570 y 1700 fue un factor determinante en el salto a la modernidad coloca a Blom en una posición bastante incómoda. Y es que no es el examen de los hechos lo que le lleva a esa conclusión, sino, al revés, la necesidad de probar que el cambio climático puede llegar a ser un factor decisivo en el desarrollo de la historia. La impresión, a la postre, es similar a la que producían los textos de los historiadores marxistas: las causas esgrimidas para explicar los procesos históricos estudiados parecen no poseer fuerza suficiente para hacerlo. Hay que estar convencido de antemano de que las correlaciones entre ambos son las que son y no pueden ser otras para aceptar sin rechistar unas conclusiones que, al contrario que la lechuza de Hegel, resultan más evidentes al principio que al final. 

El hecho de que el libro no consiga su objetivo no significa, sin embargo, que carezca de interés. A veces, los fracasos pueden resultar tan instructivos como los aciertos. El error de Blom, esa mala costumbre que asociamos a los «intelectuales comprometidos», ha sido poner su saber como historiador al servicio de una idea (nótese que digo idea y no hipótesis). Esto le ha llevado a forzar la argumentación más de la cuenta. A mí, personalmente, me ha recordado al protagonista de un cuento de Boris Vian, un arqueólogo que troceaba las piezas halladas en sus excavaciones para poderlas guardar en sus maletas. La sospecha razonable de que el capitalismo nos empuja por una senda de desigualdad y devastación condiciona, sin duda, su punto de vista. En cuanto lector y ciudadano, comprendo su preocupación y, a ratos, la comparto; pero, como crítico, tengo que censurar lo que hace para subrayarla. Sabemos que el consumo desaforado de los recursos naturales característico de la economía capitalista puede ser ruinoso para la humanidad y que el cambio climático es una señal de alarma que no puede echarse en saco roto, pero por mucha razón que haya hoy en inquietarse con ello, por mucho que estemos rebasando ciertos límites y la naturaleza haya comenzado a encender luces rojas, el deber del historiador es dilucidar el pasado desde el pasado y no desde el futuro.

Aclaremos, no obstante, una cosa: el libro no es un estudio sobre el cambio climático. La publicidad ha sido aquí un poco engañosa. Y también el título de la obra. Hablar de motín de la naturaleza para referirse a una mínima oscilación de las temperaturas durante un período de poco más de un siglo resulta desorbitado. ¿Motín?, ¿contra qué autoridad?, ¿la humana?, ¿acaso los hombres ha tenido nunca autoridad frente a la naturaleza? Claro que lo mismo puede decirse de la expresión «cambio climático». ¿Cuándo ha permanecido estable el clima? Si se piensa en un periodo muy largo de tiempo, el cambio constituye una obviedad. Si pensamos sólo en un par de generaciones, quizás se pueda hablar de estabilidad, aunque no con argumentos concluyentes. Los historiadores son conscientes de que a lo largo de los siglos las condiciones climáticas han variado a menudo. Philipp Blom no alberga al respecto la menor duda. Por eso el tema del libro no es, en realidad, el cambio climático, sino el modo en que este afecta a la sociedad.

Para desarrollarlo, escoge el período comprendido entre 1570 y 1685, un momento crucial en la historia de Occidente que coincide con el nacimiento de la época moderna. Entonces tuvo lugar un episodio climático conocido como «Pequeña Edad de Hielo». El descenso medio de dos grados Celsius provocó fenómenos meteorológicos extremos en todo el mundo. Blom vincula ese episodio con una serie de hechos concurrentes: malas cosechas, hambrunas, desastres militares, epidemias, etcétera, que pusieron en evidencia la incompetencia de las respuestas tradicionales, en su mayor parte sustentadas en la teología, a fin de explicar lo que estaba ocurriendo y la necesidad, por tanto, de abrir nuevos caminos inspirados en el deseo de esclarecer los fenómenos naturales por sí mismos, desvinculándolos de la fe y la moral. El principal problema de su planteamiento es que aquel descenso generalizado de las temperaturas llegó cuando todo eso estaba ocurriendo. El descubrimiento de América, la reforma protestante, el Renacimiento, la revolución científica, todo eso estaba ya ahí cuando los termómetros, que todavía no se habían inventado (el invento se atribuye a Galileo), empezaron a bajar.

Blom está en lo cierto cuando dice que la gente del siglo xvi no tenía una visión global de los problemas. Si la sequía producía una gran hambruna o si la nieve y el hielo volvían difícil la vida en una región, no se pensaba que fuera un problema generalizado. La paranoica inclinación a buscar y encontrar chivos expiatorios en la propia zona afectada (odiosa costumbre que hizo que en Alemania, los Países Bajos y otros lugares de Centroeuropa fueran ejecutadas miles de personas acusadas de brujería), revela no sólo una mentalidad cerril y supersticiosa, sino también una visión estrecha de la realidad. El pensamiento de que la presión del clima sobre los recursos naturales podía producir cambios sociales, políticos y económicos capaces de afectar a las estructuras mismas de la sociedad difícilmente podía pasársele entonces a nadie por la cabeza. Lo cierto, y Blom tiene razón señalándolo, es que fueron las ciudades comerciales, más abiertas a lo nuevo, las que más partido obtuvieron de ello. En vez de aferrarse a tradiciones que habían funcionado hasta entonces, prefirieron ampliar sus horizontes intelectuales, permitiendo mayor tolerancia y movilidad social, cosa que las haría prósperas y culturalmente muy potentes. Londres y Ámsterdam son buen ejemplo de ello. Ahora bien: que en una época de expansión oceánica las ciudades más dinámicas y abiertas a las nuevas posibilidades progresaran más que aquellas otras que continuaban aferradas a las costumbres medievales, no parece que pueda explicarse únicamente apelando a un factor. La bajada de las temperaturas seguro que tuvo consecuencias, pero, con o sin ella, dudo que nada pudiera impedir a británicos y holandeses crear sus grandes imperios marítimos. Digamos que estaban en el sitio adecuado en el momento adecuado.

Por otra parte, y aunque la bajada de la temperatura afectara a todos, ni mucho menos lo hizo de la misma manera. Mientras que en Rusia los campesinos no podían ni siquiera arar sus campos porque permanecían helados hasta que resultaba demasiado tarde para sembrar, en los países del Mediterráneo el problema era la sequía. Blom insiste en que la falta de homogeneidad del fenómeno fue también la causa de la heterogeneidad de las respuestas y, por lo tanto, de las diferencias que se abrirían entre las naciones europeas. Ésta es también una tesis que hay que examinar con cuidado porque, en efecto, esa heterogeneidad existió. La pregunta es si se explica simplemente apelando al cambio climático o si no hay que recurrir a otros factores: territoriales, religiosos, políticos o económicos. Cuando echa a andar el tren de la modernidad, no todas las naciones de Europa encuentran plaza, o la encuentran tarde y en los vagones de segunda. Es lo que le ocurre a la potente España, regida por Felipe II, el llamado «rey prudente», aunque no en el sentido que daba Castoriadis a la prudencia, como facultad de orientarse en la historia. ¿Cabe imaginar un gobernante más ciego al derrotero que estaban tomando entonces las cosas en un mundo sobre el que él mismo, con su ceguera, ejercería una vasta  influencia?

El cambio de mentalidad —del inmovilismo medieval al dinámico pragmatismo moderno— no fue fácil. Blom recuerda a varios personajes notables de la época que todavía interpretaron las desgracias que entonces se vivieron como una señal de que estaba cerca el fin de los tiempos. Para los lectores de la Biblia, habituados a pasajes donde se habla de la cólera de Dios ante la conducta pecaminosa de los seres humanos, los indicios de que esto podía ocurrir en cualquier momento eran abundantísimos: terremotos, inundaciones, signos extraños en el Sol y la Luna, heladas terribles, acciones incomprensibles de los animales, plagas, en suma, las mismas cosas que siempre ha habido y siempre se han señalado como avisos funestos por quienes aceptan los delirios de la superstición. Frente a ellos, se alzaron los nuevos filósofos: Montaigne, Descartes, Bayle, Spinoza, cuyo propósito común era resucitar, de alguna manera, la filosofía en el sentido en el que la habían concebido los griegos, es decir, como el deseo de explicar la realidad desde la realidad misma, sin apelar a creencias previas de ningún tipo. A todos ellos dedica Blom páginas interesantes, aunque es lo mismo que estaban haciendo los padres de la ciencia moderna, de los que sorprendentemente apenas habla, quizá porque resulta imposible vincular el nacimiento de la ciencia físico-matemática al cambio climático o, lo que resulta peor para la tesis central del libro, porque la ciencia moderna, con lo que esto significa de cambio de mentalidad, es inseparable de los viajes intercontinentales, actividad decisiva que comienza mucho antes de que se produzca la pequeña edad de hielo.

Un maremoto, la erupción de un volcán, una epidemia —pensemos en la peste negra o en la presente de coronavirus— puede tener consecuencias muy graves en la vida de una comunidad,  pero no basta con que ocurran para que se produzca un cambio de mentalidad. Cierto que las malas cosechas provocadas por la pequeña glaciación de la que habla Blom tuvieron en Europa  importantes efectos sociales, aunque atribuir a ello el hundimiento del sistema feudal, basado en la agricultura y la ganadería, y el surgimiento del capitalismo, basado en el comercio, es olvidar que todo eso había comenzado a ocurrir mucho antes. El lector podrá comprobar por sí mismo en qué medida el autor resulta arbitrario en sus planteamientos cuando observe que puede hablar del fenómeno de la creciente y decisiva alfabetización de la población europea durante el siglo xvi sin mencionar en ningún momento el papel fundamental que en ello tuvo la imprenta. Da la impresión de que en la Edad Media no se leía por alguna razón especial y no porque los libros fueran un objeto de lujo y la enseñanza un bien escasamente repartido. Igual de asombroso es la extrañeza que le produce que, a finales del xvi, la gente letrada leyera biblias y textos edificantes y no novelas, como si éstas fueran entonces un género popular y circularan masivamente por toda Europa. ¿Cómo se puede creer que el incremento de la lectura tenga que ver principalmente con el hecho de que la creciente actividad del comercio, ligada a la crisis de la agricultura, obligó a la gente a salir de su pequeño círculo territorial e informarse de lo que ocurre fuera de ellos?, ¿qué pasa entonces con la reforma luterana y la obligación protestante de leer la Biblia (lectura que en el ámbito católico es competencia del sacerdote)?, ¿no será que como esto no se puede vincular abiertamente al cambio climático pasa a ser algo insignificante?

En fin, y sin quitarle importancia al clima en la vida de las comunidades humanas (y menos a que pueda tenerlo en el futuro), hay que admitir, a la hora de explicar los cambios de mentalidad de las sociedades, que constituye un factor entre muchos. Las cosas nunca son tan simples que se dejen explicar mansamente remitiéndolas a una sola causa. Siempre se dijo, por ejemplo, que Napoleón fracasó en Rusia a causa del frio, pero: ¿habría sido así si no se hubiera desatado en el ejército francés una terrible epidemia de tifus? Los españoles encontraron pocas dificultades para conquistar el Nuevo Mundo porque portaban en sus cuerpos un arma secreta, los gérmenes a los que eran inmunes y que mataron masivamente a los indígenas. Ahora bien: ¿habrían conseguido imponerse sin la superioridad de sus armas, la superioridad táctica de sus capitanes o la fuerza de su fe? El error, cuando se esgrime una causa como si fuera una bandera, un error del que no parece que seamos capaces de librarnos ninguno, es creer que para tener la razón hay que tener toda la razón.