Benjamin Moser
Sontag. Vida y obra
Traducción de Rita da Costa
Anagrama, Barcelona, 2020
825 páginas, 24.90 €
POR DANIEL B. BRO

 

Susan Sontag (Nueva York, 1933-2004) es una escritora inexcusable para entender algunas de las encrucijadas de la literatura y las artes de la segunda mitad del siglo xx en relación a cuestiones como interpretación y realidad, verdad y simulación, significado y obra. Es verdad que también fue una apasionada y valiente intercesora en cuestiones políticas, pero aunque poco a poco estuvo cada vez más a favor de mirar los hechos y, a diferencia de su admirado Sartre, no practicó la ética de ver en el mal la otra cara necesaria del bien, actitud hegeliana que le hizo defender, entre otras, la causa soviética porque suponía (en abstracto) una aspiración histórica revolucionaria, no pocas veces sin embargo se equivocó en sus defensas y ataques, por parciales o ciegos (Cuba, Vietnam). No fue una lúcida analista política (sus conocimientos de historia eran escasos), aunque sí perspicaz en muchas ocasiones, y valiente (su presencia y denuncia en el caso de la antigua Yugoslavia, por ejemplo). He insinuado que hubo un esfuerzo por mirar los hechos, ella que escribió su primer gran libro sobre la interpretación y contra la metáfora como escamoteadoras de la potencia nuda de la realidad, de la obra, vale decir que apostó por una erótica de la experiencia de la obra y no por la sustitución de la misma por sus posibles significados. Mi señalamiento es consciente, porque creo que hubo siempre un quiebre, en mayor o menor medida, entre lo que Sontag teorizaba en este aspecto y el rastreo con la realidad. Más allá de su brillantez, cultura y fuerza expresiva, en Sontag hubo un notable desconocimiento de ella misma, de su cuerpo, y por lo tanto de su sensibilidad, algo que hizo que en ocasiones su mente —notable— pensara sin olfato psicológico, con una sensibilidad disminuida. Se trata de un conflicto que un análisis minucioso, algo que esta reseña es obvio que no va a encarar, podría revelar algunos problemas graves en su pensamiento. No quiero decir que la biografía desmienta sus teorías, sino que ciertos aspectos frágiles de las mismas se explican muy bien por su psicología y, por lo tanto, acaban siendo un drama en primera persona. De otro modo: el núcleo de sus ideas la expresa más a ella que a un problema real o que no hubiera sido formulado, y así nos hizo creer, gracias a su indudable talento, que debíamos darnos cuenta de la urgencia y prominencia, por ejemplo, de que «los otros existen», o de que «existe el cuerpo»… No todo fue así en su obra, donde hayamos observaciones penetrantes sobre cine y literatura, sobre la fotografía, con una capacidad expresiva propia de un espíritu creativo. Pero vayamos a esta gruesa biografía escrita por Benjamin Moser.

Sontag perdió a su padre cuando tenía cinco años, aunque tanto ella como su hermana tardaron en enterarse un año. Así era su madre, Mildred Jacobson, casada con Jack Rosenblatt, pequeño pero atrevido empresario con negocios en China. La madre era al parecer un calco de la diva Joan Crawford, y toda la vida fue alcohólica secreta, además de egocéntrica y con una responsabilidad materna inexistente, sumada a una evasión total de la realidad. Si hay alguien determinado por una relación materna, esa fue Sontag, que toma su apellido del segundo matrimonio de la madre, del cual se enteró una vez celebrada la boda (en 1945). Hay que añadir que la madre de Mildred murió envenenada con tomaína, cuando ella contaba catorce años, y para entonces ya era, desde los cinco años, huérfana de padre. Sontag pasó con su hermana muchos periodos sin la presencia de sus padres, en casa de parientes o amigos. De aquí el temor a ser abandonada y abandonar a otros cuando temía ser abandonada. La familia se erradicó en 1943 en Tucson, en medio del desierto, donde su madre viviría toda su vida. Desde muy joven, Sontag se convirtió en la madre de su madre, al tiempo que en competidora de sus muchos pretendientes. Según Moser, aprendió de ella a despertar admiración erótica desde una cierta indiferencia, desarrollando una dinámica sadomasoquista que le acompañó toda su vida. No tuvo infancia, y tal vez por la sensación de abandono vivió una falta de autoestima, compensada con una desmesurada seguridad y ambición heroica. Moser sitúa esta actitud como derivada del alcoholismo de su madre, pero es difícil hacerlo radicar en una sola causa. Pero es cierto que, en caso así, la asunción tan temprana de una responsabilidad adulta suele ocultar una inmadurez, un cierto infantilismo, prolongado. Otro dato: Mildred le enseñó a leer cuando apenas contaba tres años. Así que le dio un legado doble y conflictivo: la orfandad y la lectura (pronto, escritura); la soledad y la imaginación. Ya de mayor, confesó que siempre había tratado de llamar la atención de su madre, «conseguir su amor. Yo no he tenido madre». Desde muy joven, Sontag quiso ignorar su cuerpo, desplazándose hacia su mente, cuyo desarrollo fue vertiginoso; sin embargo, y tal vez por esa falta de conexión entre cuerpo y mente, todo el mundo señala que fue una persona poco intuitiva. La intuición, obviamente, tiene por vehículo a los sentidos. Esta futura estudiosa de la enfermedad y sus metáforas, fue una niña asmática y una pertinaz fumadora desde la adolescencia hasta el final de su vida.

Judía, no fue nunca creyente, aunque se sintió judía porque los demás la señalaron como tal. Ya en Tucson comenzó un diario, que redactaría toda su vida, escrito sin gran voluntad de estilo, lleno de listas de libros, palabras, filmes y confesiones parciales. Más constancias: desde niña relacionó el sueño con la muerte, y trató de dormir lo menos posible, al tiempo que, apoyada en una gran vitalidad física y mental, fue una denodada trabajadora (leer y escribir). Su capacidad de lectura fue siempre grande y voraz, y a los quince años había ya leído a numerosos clásicos de la literatura y de la filosofía, y tuvo el valor de visitar a Thomas Mann en California cuando apenas contaba con dieciséis años y ya era alumna de la exigente universidad de Chicago. Por un lado, Sontag buscaba a los grandes artistas e intelectuales, superegos a los que imitar, pero al mismo tiempo temía que descubrieran lo que consideraba su naturaleza impostada, sus mentiras. Esta elaboración de la máscara, siempre sostenida por su «cabeza» suscitaría en sus amantes y amistades muchos interrogantes acerca de su sinceridad.

Más sobre el cuerpo. Susan Sontag era lesbiana (aunque nunca se dejó encasillar y hasta lo ocultó), tal vez bisexual en no sé qué proporción, y confesó que la idea de tener relación física con un hombre le producía un sentimiento de humillación y degradación. De hecho, siempre iba a mantener una actitud displicente cuando no agresiva con los hombres que la querían y mansedumbre y humillación ante las mujeres, salvo con su último amor, la fotógrafa Annie Leibovitz,, a la que humillaba en privado y en público. En la etapa de Chicago, tuvo relaciones con hombres y mujeres, y allí conoció a un erudito y brillante profesor de Filosofía, once años mayor que ella, Philip Rieff, con quien se casó enseguida y tuvo, a los dieciocho años, a su único hijo, David, a quien, entre ausencia y ausencia educó en los clásicos, nada de lecturas infantiles. Tenía tanto desconocimiento de su cuerpo que no fue al médico durante su embarazo y se sorprendió de que el parto doliera. «Siempre me ha gustado fingir que mi cuerpo no está presente». Su madre fue a conocer a su nieto año y medio después, y le dijo «Ya sabes que no me gustan los niños, Susan». Lectora de Hegel, le fascinó el concepto amo/esclavo, en una época, la de los cincuenta y sesenta, que estuvo tan marcada por el triunfo, en el mundo artístico y literario, del sadomasoquismo. Sontag afirmó que «todas las relaciones son esencialmente masoquistas».

Con su marido trabajó en un libro, Freud, la mente de un moralista (1959), que salió firmado por Rieff, pero del que ella reivindicó su autoría siempre. Moser afirma que es una exploración de los temas marcaron la vida de Sontag y sus obras inmediatas, Contra la interpretación, y la novela El benefactor, y de hecho Rieff sólo publicó en toda su vida un libro más. Afirmó que renunció a su libro y se divorció. En cierto modo, el pensamiento de Sontag, al menos hasta muy avanzada su vida, fue una reacción contra ese mundo de símbolos, de metáforas que es la obra de Freud, donde nada es lo que es, a pesar de que él pretendió ser un científico positivista y entender la mente (se entiende que simplifico) como un organismo. Sontag afirmaría que en realidad la dinámica freudiana era una forma de crítica literaria, y la Sontag que iba a impactar en el mundo intelectual americano iba a surgir como una ingeniosa, radical y temperamental reacción contra la interpretación, contra la metáfora, entendidas ambas —adelanto por mi cuenta— de una manera tangencial y caprichosa, sin el cotejo con el estado general del uso de estos conceptos, y por lo tanto convirtiendo su crítica y apuesta dentro de un escenario irreal. Este es mi juicio, sin por ello dejar de reconocerle valores puntuales protagónicos.

Es significativo el interés de la joven Sontag por el gnosticismo, entendido de manera algo arriesgada como la abolición de todos los dualismos. Era la época de la publicación de Eros y civilización (1955), de Herbert Marcuse (que vivió una temporada en la casa de Rieff y Sontag), en la que se proponía con optimismo la liberación erótica como respuesta al capitalismo. Y también de Eros y Tanatos (1959) de Norman O. Brown, que la Sontag de entonces valora con algún desdén que nos parece erróneo, salvo que en ella el temperamento a veces iba por delante del pensamiento, o lo empujaba con vehemencia. En 1957 viaja a París, donde encontró a Harriet Sohmers, con quien tuvo una aventura en Chicago, y sería su amante en esta ciudad. Y en París conoció a la apasionada autora teatral María Irene Fornés, alguien con poca formación intelectual pero a la que Sontag consideraba un genio. Por cierto, con ella y a los veintiséis años, descubrió el orgasmo. Lo anoto porque me parece relevante en alguien para quien el cuerpo (la realidad) era tan importante y esa fecha me parece realmente tardía. Al poco de llegar a París, conoció, en la casa de Jean Wahl, a la figura que, en cierto modo, quería ser: Sartre. Se me ocurre que tenían más de un parecido: ambos tenían una relación conflictiva con el cuerpo; ambos estaban muy dotados para la reflexión; los dos entendían el mundo desde la ideas, con escaso aprecio y sensibilidad para lo que veían con sus ojos, y se equivocaron en sus apuestas políticas, aunque Sartre lo reconoció más que Sontag. Más: los dos tomaron durante muchos años anfetaminas (dexedrina y otras, además de muchos cafés). Una notable diferencia: Sartre era pequeño y muy feo; y Sontag era alta y un bellezón.

La vuelta a Nueva York supuso la inmersión, con Irene, en la bohemia teatral y artística, y el testimonio del primer happening de la historia, de Allan Kaprow, al menos con esa clara conciencia crítica. Sontag participa entonces del encumbramiento del sueño y del rechazo de la realidad. Mundos duales: realidad y sueño, objeto y metáfora. Mucha gente que la conoció afirmó que carecía de sensibilidad artística. Sin embargo, dedicó mucha atención al arte moderno, sobre todo al que otorgaba protagonismo al mundo de los sueños, algo que se relaciona con su definición de lo camp como visión del mundo como algo estético. Lo camp (cuyo concepto inventó en París en 1964), algo con lo que se identificaba y a lo que detestaba. En cierto modo, fue un ensayo de dignificación de la homosexualidad, además de una reivindicación de la cultura popular, aunque nunca pretendió considerar cultura a cualquier producto, y defendió una crítica jerarquía en lo cultural. En cuanto a la sexualidad gay, le pareció que era una impostura, un acto de interpretación, carente de realidad, una «comedia de enredo». Moser piensa que si «Sontag tenía algo parecido a un proyecto vital, este consistía en sacudirse la sensación de impostura que la perseguía desde que era una adolescente. Quería ser una persona auténtica, más física, menos cerebral». Todo lo contrario, por cierto, de lo que pretendía su amigo Andy Warhol, que afirmó querer ser de plástico, y también una máquina. Sontag acabó confesando que detestaba a Warhol. Algo que caracterizó a Sontag durante toda su vida fue la enorme expectativa que tenía de sí misma, un superego que la vigilaba siempre, sus figuras tutelares momentáneamente, pero siempre una figura sin rostro, insaciable. Por un lado, deduzco de esta minuciosa biografía, había en ella una voluntad de saber real; por el otro, unas expectativas personales desmesuradas que le hacía aspirar al premio Nobel desde la adolescencia, y que de hecho le supuso frustración no lograr. El otro lado de esta ansiedad, es la muerte, su enorme terror ante la muerte, que en ella adoptaba una denodada necesidad de triunfar, de lograr éxito, de perdurar. Pensaba siempre en la posteridad, lo contrario de otro notable neoyorkino, Woody Allen, que apostaba sólo por seguir en su casa.

Benjamin Moser cuenta con gran detalle y solvencia el desenvolvimiento intelectual de Sontag, aunque no lo contrasta con lo que han pensado al respecto sus contemporáneos más destacados que se han ocupado de sus temas. Es verdad que los ensayos de Sobre la interpretación son sorprendentes, y más para una joven. Los dedicados a Lévi-Strauss o Sartre sorprenden, más allá de sus errores o carencias, por su amplitud y perspicacia tanto como por su seguridad y atrevimiento. Piensa por ella misma; más aún lo es su libro sobre la fotografía o, algo menor, sobre la enfermedad y sus metáforas. Pero seamos claro y dejémonos de pavadas: no ha dejado libros realmente centrales: son el producto de una ensayista muy culta que agitó a su tiempo, que cumplió en Estados Unidos un papel raro para ese país: el del intelectual que mueve a pensar en distintas direcciones (no sólo en política). Pero además es que Sontag era una estrella, alguien cuyas fotos, actitudes y gestos se convirtieron pronto, hay que decirlo, en una metáfora. Su punzante y no poco agresiva inteligencia surgió como un meteoro en los años sesenta vitalizando y agitando la visión del cine, de la obra, de la crítica, de los sueños y de la realidad, del cuerpo y la mente. Muchas de sus batallas fueron en realidad proyecciones de sus propios conflictos, de su necesidad de autenticidad y espontaneidad, y luchaba con esas proyecciones como un Quijote, y muchos creyeron que la crítica, que la interpretación y la metáfora eran lo que ella decía, pero sólo hay que observar en esos escritos que rara vez da nombres de autores importantes a los que supuestamente refuta. Tras haber publicado El amante del volcán, quiso reivindicarse como narradora, cuyo oficio cada vez fue más tradicional, partiendo de una inicial experimentación muy ineficaz. Publicó un par de novelas que se pueden leer con interés, no exentas de algunas caídas. Pensó que sólo los creadores «quedan», y quiso estar entre ellos. No sé si Kafka quiso quedar… Moser ha incidido excesivamente en la vida sexual de Sontag, y creo que contabiliza a todo el mundo con quien tuvo y cómo una relación sexual. No era necesario. Bastaba con que señalara algunas relaciones y, conociendo su intimidad, nos hiciera una descripción reflexiva de ese mundo íntimo. No fue una playgirl, sino una escritora. Creo que esto es un síntoma, de nuevo, de cómo la fama de Sontag la devoró y lo sigue haciendo, y esta biografía, notable por su investigación, pero escasa en la descripción y valoración de su mundo reflexivo, de escritora en definitiva, es un síntoma de ello. La biografía devora a la obra, cuando se supone que se escribe una biografía suscitada por la importancia de la obra. No niego la vida del autor, sino que esta ha de estar, en una biografía de este tipo, en función de la obra.