Dahlia de la Cerda
Perras de reserva
Sexto Piso
140 páginas
—Estoy harta de los mexicanos que hablan y se comportan
como si todo esto fuera Pedro Páramo.
2666, Roberto Bolaño
Uno de los relatos de Perras de reserva, primer libro de Dahlia de la Cerda, se desarrolla en el mismo territorio en el que Bolaño basó su Santa Teresa, y mientras lo leía me he acordado de esa frase que el chileno puso en boca de Azucena Esquivel Plata, diputada del PRI que contacta con un investigador privado para que encuentre a su amiga desaparecida. Esquivel está harta de esa masculinidad, culturalmente aceptada, que no valora en absoluto la vida, sobre todo cuando se trata de la de una mujer. Bolaño partió de Huesos en el desierto, del periodista Sergio González Rodríguez, para «La parte de los crímenes». En ese libro se sugerían distintas hipótesis para explicar los feminicidios en la zona de Ciudad Juárez, algunas tenían que ver con hombres poderosos. En «La sonrisa», de la Cerda plantea otra posibilidad: «Yo había oído muchas cosas, que usaban a las morras para hacer pornografía sádica o ritos satánicos para gringos aburridos. (…) no eran gabachos, eran vatos mexicanos, podría ser tu primo o mi papá, normales, no juniors ni extranjeros». Esta idea de que se convive a diario con quienes ejercen la violencia contra las mujeres atraviesa Perras de reserva de principio a fin.
Es importante para la autora que los lectores se identifiquen y empaticen con los personajes. Para ello, los relatos, escritos en primera persona, interpelan directamente al lector. Más que de hacer literatura, hay detrás de este libro una voluntad de visibilizar las distintas formas de violencia de las que son víctimas las mexicanas, incluyendo en este muestrario la transfobia. La activista que hay en la autora está muy presente en el libro. Eso se nota en la inclusión de algún relato, como «Perejil y Coca-Cola», sobre el aborto en casa, prescindible desde el punto de vista literario. Otros relatos, como «Lentejuelas», si bien más logrados, no dejan de ser previsibles.
Con todo, Perras de reserva es más que un panfleto. Con frecuencia, de la Cerda elude hábilmente el cliché y no olvida otros problemas que afectan a los mexicanos (p. ej., «Que Dios nos perdone» transcurre en una colonia donde sus habitantes viven en condiciones insalubres). El trabajo de la autora para reproducir la manera de hablar de las distintas clases sociales, desde la menos pudiente a la más acomodada, me parece muy destacable. Tampoco olvida que, aunque muchas mujeres son víctimas de violencia, otras tantas son capaces de ejercerla si están en posición de poder. Hay, además, algunos aspectos formales del libro que me parecen valiosos, como la idea de que unos relatos sean una especie de spin-off de otros. Otra apuesta que funciona bien es el frecuente uso del bathos, o «paso repentino de lo sublime a lo prosaico», como lo definió Martin Amis. La frivolidad más absoluta, a lo American Psycho, y el humor negro conviven alegremente con la crueldad más abyecta, mostrando a la perfección el mundo en que vivimos.
La yuxtaposición de frivolidades («Mientras escribo esto te stalkeo en Face») con datos reales hace que el relato que cierra el volumen, «La Huesera», sea sencillamente sobrecogedor. El título alude a una historia que aparece en Chicas muertas, de Selva Almada. El enfoque, el tono, es desde luego muy distinto, pero el propósito es el mismo: intentar que todas esas mujeres cuyos asesinatos quedaron impunes no caigan en el olvido. Es importante no reducir todo a una estadística, pero también lo es recordar los datos de vez en cuando: entre diez y once mujeres son asesinadas en México cada día, la tasa de impunidad supera el 95%. Contaba Cristina Rivera Garza que cuando su hermana fue asesinada en 1990, nadie hablaba del caso, y solo a raíz de la publicación del magnífico El invencible verano de Liliana muchos pudieron llorarla por fin. Tenemos que hablar de Liliana. Tenemos que hablar de Julia o de Claudia, la mujer asesinada en el último relato de Perras de reserva. Tenemos que hablar de tantas. Para poder llorarlas, y para tener que hablar cada vez de menos. Para no tener que hablar de ninguna.