Vicente Blasco Ibáñez
Sueños de revolucionario. Entrevistas
Edición de Emilio Sales y Francisco Fuster
Fórcola Ediciones, Madrid, 2019
240 páginas, 17.50 €
Don Vicente Blasco Ibáñez (Valencia 1867-Menton 1928) fue un fecundador, alguien tocado por la actividad y lanzado al futuro. En política era revolucionario (aunque creía en la propiedad privada), y ciertamente lo fue en sentido estricto, porque lo suyo era el movimiento y el cambio, aunque también la persistencia. En Argentina fue leído, y recuerdo ver en mi infancia porteña un volumen algo desvencijado de Argentina y sus grandezas andar de mano en mano en mi casa. ¿Qué no hizo este valenciano tan poco noventayochista? Está más cerca del espíritu de Ortega que de Azorín, Unamuno o Baroja. Fue una suerte de D´Annunzio español, cambiando, sin duda, algunos aspectos en su vida y en su literatura. Hay que recordar además que Blasco estuvo a favor de los estadounidenses en la guerra de Cuba. Para abrumar un poco al lector, citaré algo de lo que hizo, tomado del informado prólogo de Emilio Sales y Francisco Fuster. Fue fundador de periódicos, como el diario El Pueblo (1894), La Revolución (1887), del semanario La Bandera Federal (1889), y en Argentina, además de dedicarse a la agricultura, habiendo comprado varias extensiones de tierras, fundó dos pueblos, pensando en hacer negocio, algo que no ocultaba, porque carecía del puritanismo hispánico relacionado con el dinero. En Argentina vivió varios años, desarrollando empresas a las que anima a otros a imitar, pero se acabó arruinando y volvió a España en 1914. El éxito que posteriormente tuvo en Estados Unidos su novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis acicateó su imaginación y se dedicó al cine, queriendo conquistar Hollywood, y no tardó en desarrollar ideas acerca de la poética narrativa del cine, además de considerarlo un negocio colosal. Por lo visto fue hablando con D´Annunzio que se le ocurrió lanzarse al cine «como nuevo camino del arte», y dedicó mucho tiempo a hacer un guion cinematográfico de El Quijote. ¿Qué veía en el cine tan tempranamente? Un lenguaje universal. Nada lo arredraba, ni empresas literarias ni viajeras. Como político creó y fue presidente de un partido republicano de gran importancia en el primer tercio del siglo xx de la vida valenciana. Fue un conferenciante incansable, pero no sólo en España, sino por gran parte de Europa y de América a partir de 1909. Espíritu cordial, no careció sin embargo de actitudes y opiniones vehementes. París fue otro de sus lugares predilectos, incluso fijó en la capital francesa su residencia desde el comienzo de la Gran Guerra, muriendo en el sur, cerca de la frontera italiana, en Menton, a los sesenta y un años. Y fue en París donde conoció, en 1906, a Elena Ortúzar, una aristócrata chilena de la que se enamoró y con quien se casó, tras años de relación extramatrimonial, a los pocos meses de fallecer su mujer en 1926. Por cierto, se podría escribir una pequeña historia de ciertas damas chilenas, como Carmen de Figueroa, y argentinas, en relación a la vida sentimental (y cultural) de algunos españoles y franceses.
Republicano, admirador de la Revolución francesa, idealista, empresario sin pudor ante la riqueza, fumador empedernido de habanos, diputado en Cortes en varias ocasiones, viajero, polígrafo, fue en definitiva un hombre de éxito, que podría haber sido un estadounidense emprendedor marcado por la fe en el destino manifiesto.
Las entrevistas están muy bien seleccionadas, y en ellas encontramos casi todas sus anécdotas vitales e intelectuales, sus mitos y sus derivas de mitómano. La primera es de 1910; la última fue publicada en 1929, es decir, que abarcan el periodo de su celebridad y madurez. Hay que señalar que Blasco Ibáñez no sólo dedicó mucho tiempo a la escritura, sino que, hombre de gran capacidad de trabajo, confiesa emplear seis horas diarias a la lectura, con una curiosidad no sólo literaria, sino también científica. Nunca aprendió inglés, pero leía además de español y catalán, francés e italiano. A diferencia de tantos españoles, don Vicente no tuvo prejuicios respecto a los Estados Unidos de América, y vio en la Argentina que conoció, marcada por la política del presidente Roque Sáenz Peña, del partido PAN, no la continuidad de la semilla española, sino un país con iniciativa y modernidad, culto y emprendedor. Él mismo señala que se aparta de la visión de América de sus contemporáneos españoles, «con sus transcendentalismos sensibleros». Sin duda fue un enamorado de Francia y de su historia. Y, por otro lado, mantuvo toda su vida una relación de amor tiznado de desdén por España. Amaba a España, pero no podía soportar ciertos atavismos, vale decir, inercias y necedades que entorpecían el desarrollo de su vida social y política. Si alguna vez criticó la emigración española, sin duda porque era causada por la pobreza, cuando vivió en Argentina la valoró, porque además de suponer ingresos por divisas permite al emigrante comparar y aprender nuevas cosas. «La emigración —afirmó— es una escuela de costumbres». También asevera en otro momento que «no hay nada que atrofie tanto la imaginación y, aun la retina, como la vida sedentaria». El artista debe caminar… Pareciera que estamos oyendo a Nietzsche. Él no emigró, sino que se sintió un colono pleno de empuje industrial, como agricultor de grandes extensiones junto al río Negro, y otras junto al Paraná. Allí no es un escritor sino un empresario, «con mi poncho y mis polainas de cuero y mi Winchester (…). Yo allí soy un héroe de Mayne-Reid». Sí, admiraba a ese desmedido escritor, muy leído por entonces en todo el mundo, autor de cientos de obras de aventuras sin límites que se midieron en una época con las de Stevenson.
En cuanto a sus ideas políticas, que aquí deja entrever, fue más bien un hombre de acción, revolucionario y republicano. Aunque fue parlamentario, la aburría el parlamentarismo. Llamativo como era, afirma que era partidario «de una tiranía, en sentido progresivo…». Si la España de Galdós se divide entre liberales y conservadores, Blasco Ibáñez se manifiesta en contra de ambos. Don Vicente estaba hecho para acaudillar gente, y su ímpetu e ideas le llevaron a pasar en numerosas ocasiones por la cárcel, además de por el exilio. En la primera guerra fue aliadófilo, y denunció «el imperialismo teutón». No estaba a favor de que España entrara en la guerra sino de que mantuviera «una neutralidad favorable a los aliados». No era creyente, aunque había nacido en una familia que profesaba una fe católica ferviente. No se interesó por los toros, y en el orden literario fue ajeno al teatro. Recuerda su infancia, su pasión por la lectura, que no le abandonará, y que se inició con libros de viaje, con Dumas, con Hugo, a quien admiró por encima de todos. Aunque le interesaron las ciencias, fue pésimo en matemáticas («no me cabía un logaritmo en la cabeza»). Como tantos otros jóvenes acomodados, estudió derecho, pero su camino sin duda era otro, porque a los dieciocho años había escrito ya siete u ocho novelas. Pero a pesar de la precocidad, no alcanzó el éxito has la publicación de La barraca, que fue una feliz reelaboración de su cuento «Venganza moruna». La novela, tras publicarse como folletín en El Pueblo, salió en libro con una tirada de quinientos ejemplares. Y en principio fue un fracaso, pero fue traducida al francés y su nombre saltó a la publicidad para no abandonar la primera línea en muchos años.
No fue un literato, como lo fueron Valle-Inclán, Gómez de la Serna o incluso Baroja. No iba a tertulias, no se reunía con escritores, no los buscaba. Creía que sus amigos debían ser gente que no escribiera. Le parecía que una reunión de escritores hablando de libros era lo contrario de la vida. Nada de mañanas y tardes en los cafés. No hay el Pombo de Blas Ibáñez, porque fue un viajero, un tránsfuga o un solitario, en la medida en que dedicó muchas horas cada día al trabajo literario. Fue un contador de historias. Para él un novelista era «un hombre imaginativo que tiene el don de hacer realidad sus sueños y al que le apasionan las historias que cuenta». Él fue un relator de historias, sin duda, desde sus obras de viaje a sus novelas y conversaciones. El escritor y periodista Manuel Bueno, que lo admiraba y no lo quería del todo, dice de él en el encabezamiento de una entrevista de 1924. «La musa protectora del gran novelista, que tan pródiga de dones fue con él, le ha regateado dos cualidades, sin las cuales no se conquista por entero la sensibilidad del lector inteligente: la ternura y la ironía». ¿Es verdad? Blasco Ibáñez era un hombre lanzado al futuro, un hombre de acción, y tal vez no tuvo la artesanía de la ternura, pero no sé si esta cualidad es necesaria para la buena literatura. La ironía, sí, porque ésta abre un espacio en la afirmación que, tal vez, provoque la aparición de la paradoja, ese centauro que la vida se empeña en ser.
Hay algo, de carácter marginal, que me ha sorprendido, y es la frecuencia y la naturalidad con que en aquella época se preguntaba a un escritor por lo que ganaba, por el dinero. En la entrevista primera, tras la vuelta de su primera viaje a la Argentina, el periodista le pregunta: «¿Cuánto dinero ha ganado usted?». Y Blasco Ibáñez le responde: «Poco. Unos ochocientos mil pesos». En 1912 confiesa a su entrevistador que espera «ser millonario dentro de siete u ocho años, y quiero serlo para tirar dinero pródigamente». En 1915, El Caballero Audaz le pregunta: «¿Qué capital ha reunido usted con la literatura?». También se le pregunta por amores, tras escucharle decir el periodista que viene enamorado de aquella tierra, a lo que Blasco se disculpa diciendo que, a su edad, casado, con hijos… Hay más. El periodista Bernardo G. de Candamo, en 1911, escribe en su introducción a la entrevista: «Es la vuelta a este rincón, para el autor de La barraca, como una visita cortés a su mujer legítima en medio de un periodo de aventuras. Aquí están el orden y la monotonía, y la ecuanimidad, de una vida sin sobresaltos. Allá están el azar, la conquista, la aventura y la lucha». Valga esta señalización para un ensayo sobre usos y costumbres sentimentales en la España de comienzos de siglo xx, en la que un escritor como Vicente Blasco Ibáñez fue tan excepcional en casi todo que sólo podía haber sido un solitario de cordialidad universal.