Miguel Morey
Monólogos de la bella durmiente (sobre María Zambrano)
Alianza Editorial, Madrid, 2021
440 páginas, 13.30 €
Es muy difícil escribir sobre María Zambrano. Su prosa desarbolada por momentos (manotazos o tifones sobre las ideas, sobre las imágenes, sobre la sintaxis, sobre los encadenamientos lógicos), epifánica (hallazgos repentinos que le obligan a uno a detenerse para que no se pierdan en la mar de fondo de la siguiente frase, del siguiente párrafo), poética (incandescencias y resonancias, soterramientos y deflagraciones, paradas bruscas y galopes enloquecidos), valiente (no le teme a los sueños de la razón, pero mucho menos a las razones de los sueños). Su estilo confesional, asordinado, perifrástico, envolvente, seductor. Su voz augural, entonada, casi chamánica. Cómo parafrasear o comentar esto sin caer, como tantos y tantos han caído, en la redundancia, en la elegía o desamor de lo académico, en el descuartizamiento, en el robo. María Zambrano es quizás nuestra pensadora más habitable, pero también nuestra filósofa más inhóspita. Se deja pensar, en efecto, pero apenas se deja analizar. Se deja acompañar de paseo y luego te invita a su casa a compartir conversación, pero si uno intenta acorralarla con silogismos o escalpelos te expulsa sin contemplaciones de su territorio.
Son muy pocos, en efecto, y por lo dicho con anterioridad, los libros sobre ella que sobreviven a este filo cortante que separa la palabra viva de la palabra muerta. Este de Miguel Morey («relato de una experiencia de lectura») lo hace, y con creces. Porque está muy bien escrito (es imprescindible escribir bien para escribir de alguien que escribe bien, una obviedad que apenas se tiene en cuenta en ciertos ámbitos intelectuales) y porque desde su preludio plantea el problema en los términos adecuados. Dice: «El vértigo a las alturas a las que hay que subir para poder colocarse sobre las palabras de María Zambrano […], ese disgusto que nos recuerda que compartimos la visión binocular con las aves de presa, disgusto por tener que convertir a María Zambrano en el objeto del discurso, por tener que colocarla en el ojo de la rapaz, que ve a la vez la presa y su propia garra […], temor a convertir en objeto de conocimiento aquello que es un medio de conocimiento. El temor a que deje de ser un medio de conocimiento a partir del momento en que pase a objetivarse». Un poco más adelante dibuja cómo debe leerse a María Zambrano: «El lector ideal de María Zambrano diríase que debe ser capaz de practicar algo parecido a ese dejadismo, tener la cortesía de estar por la labor pero dejándose llevar durante el tiempo de la lectura. Sin intervenir planteando sus propias discrepancias, debe tener la cortesía de limitarse a discrepar por cuestiones internas al propio texto y siempre dentro del juego que propone el texto». A partir de ahí, Miguel Morey, rescatando textos de distintas épocas y procedencias, va acompañando a María Zambrano por algunas de las obsesiones de ella, de las que él parece participar.
En el primer capítulo, uno de los más hermosos, casi un cuento con moraleja a la antigua, un niño juega con una caracola en una playa. Ese niño no sabe explicar su fascinación –y tampoco sabe que no sabe–, pero quien es testigo de la misma puede ver en él el eclipse de lo sagrado y la consumación de un sacrificio que, una vez completada nuestra conversión en adultos, nos ha separado de las cosas y de nosotros mismos. El segundo capítulo se pregunta sobre el preguntar, esa policía y ese misterio que acechan a quien escribe. En el tercer capítulo Antígona, a la que María Zambrano dedica varios textos abrasivos e inolvidables, y que quizás sea la secreta diosa del oxímoron, intenta conciliar lo inconciliable –la muerte con la vida, por ejemplo–, un esfuerzo trágico que funda lo más genuinamente humano. En capítulos sucesivos se reflexiona sobre la duermevela, el sueño, el delirio (muy especialmente el de la biografía, o parte de ella, que la autora novela en Delirio y destino, un texto al que dedica especial atención Morey), el paso de la pensadora por La Habana y su encuentro con Lezama Lima, la soledad, la escritura, la lectura, el tiempo, la luz, la conciencia, Miguel de Molinos, la guía o, en varios apartes que enriquecen el volumen, José Ángel Valente, José Miguel Ullán o Ramón Gaya: temas zambranianos que Miguel Morey acompaña (también Valente, cuya amistad con Zambrano duró muchos años, aunque no toda la vida de ambos, o Gaya, con quien mantuvo un largo y muy interesante epistolario) sin intentar atrapar dentro de un puño (como una mosca cazada al vuelo, como una moneda robada de un bolsillo ajeno) con su prosa intensa, delicada, porosa, cálida, intuitiva y con momentos de gran cercanía con lo poético. En libros suyos anteriores ya se había ocupado, con el mismo respeto y la misma empatía, de Nietzsche o de Foucault (citemos además a Deleuze, Colli, Blanchot, Cioran o Bataille, asimismo estudiados o sentidos por él), que también son autores escurridizos (por voluntad propia, por estilo, por coherencia con un sistema de pensamiento o de dicción) y tan golosos para taxidermistas y descuartizadores. Un milagro, el de esta sintonía de un catedrático de universidad –quizás la institución cultural que menos les ha entendido– con la obra de estos tres pensadores extemporáneos, refractarios a la nota al pie y a la bibliografía torrencial, que hay que alabar y del que hay que felicitarse. Sintonía espiritual, si podemos definirla así, y sintonía de palabra, de un modo de ser uno mismo palabra, de tomar uno la palabra de otro y hacerla propia. Sintonía con la palabra de fuera (la de un libro, la emanada por otra voz), a la que uno hila la palabra propia para formar un entramado, un entredós, un vínculo vivo.
Porque las palabras, como nos enseñó María Zambrano y va citando o recordando Morey (se le ve recordar, repasar pasajes, pararse a meditar entrelíneas, callarse dentro de su texto), se envanecen con facilidad. Las palabras se endurecen, se anquilosan, se traicionan a sí mismas. Cuando lo hacen dejan de servir porque el ser humano necesita palabras vivas, palabras entrañables, palabras seminales, palabras medicinales, palabras visionarias. Palabras que ensanchen el mundo a medida que avanzan por él. Y que le devuelvan su misterio y su pureza a la historia, que no es o no debe ser patrimonio de los oscurantistas, los absolutistas o los irracionales, sino espacio de convergencia, claro del bosque, aurora. Las palabras deben airear el silencio que las atraviesa y tenerlo en cuenta, pactar con él, para no caer en el vicio de la opacidad, en la tristeza de la cerrazón al sentido. Hay que salvar las palabras, dice María Zambrano, porque sin ellas ninguno de nosotros se salvará. Hay que salvar las palabras de los filósofos, que la quieren poseer, y las de los poetas, que quieren ser sus esclavos, porque son ellos, con sus sistemas y sus delirios, los que velan por la razón, los que velan en el funeral de la razón occidental. Filósofos y poetas ensayando nuevas formas de razón (poética, metafórica, cordial, disponible, mediadora, helicoidal, mística, débil, indirecta, hospitalaria: todas mencionadas por Zambrano a lo largo de sus textos junto con varias decenas más) mientras cada cual pone en hora el corazón y lo sincroniza con el del universo.
Alta misión desesperada esta de salvar las palabras, que empieza siendo encendida cosmogonía y enérgica metafísica –ambas en diálogo directo con la tradición grecolatina y cristiana– y termina traduciéndose en aforismos, en mandatos amorosos, en corazonadas, en símbolos, en homenajes, en ritmos o en relámpagos que, aunque siguen pretendiendo armar una maqueta argumental, el tejido o el esbozo de un edificio filosófico, no son sino la expresión de una fidelidad a la embriaguez originaria de la existencia. Las palabras de alguien disponible para el vuelo y en guerra contra la gravedad. Las palabras de quien ha entendido su escisión contemporánea (por un lado, su hemisferio consciente y, por otro, su hemisferio escondido; por una parte, sus valores denotativos y, por otra, sus melodías, sus pasos de baile, sus malabarismos, sus inmersiones o sus deflagraciones) y se dispone a suturar esa herida. Las palabras perdidas, las palabras de los dioses, las palabras del fuego: las palabras del alma cuando deja de ser aplastada por la historia o cuando esta deja de ser trágica y se convierte en ética, es decir, en democrática, en servicial, en subordinada y no dueña del hombre.
María Zambrano escribió Claros del bosque (1977) para recordarnos que tenemos que dormirnos en la luz, único método de conocimiento, único camino verdadero. En Hacia un saber sobre el alma (1933-1945) hace una defensa de la inspiración frente a la idea, y del amor frente al vacío, y de Nietzsche frente a su amada Lou Salomé y frente a Freud. En Persona y democracia (1958) pone al poder y al amor a trabajar en favor de la esperanza y de la rehumanización de la sociedad. En La tumba de Antígona (1948) rectifica a Sófocles dando su propia versión de un mito en el que ella resume el horror de ciertos regímenes políticos y da claves sobre sus propias peripecias personales. En todos estos libros, reeditados junto a varios títulos más con prólogos magníficos en la colección de bolsillo de Alianza, y en el resto de la obra de María Zambrano, lo que se pone en juego es la palabra, ese vehículo para ser mejor lo que somos (un héroe, dice, es alguien que coincide consigo mismo) en medio de tantas instancias que luchan denodadamente para que no lo consigamos.
Qué bello y acertado el título del libro, por cierto: Monólogos de la bella durmiente. Un cuento de hadas, quizás sea eso (y algo se dice al respecto en el prefacio). Un cuento con sus pruebas, sus símbolos, sus personajes buenos y malos, su misterio y su lección de vida. Un cuento para dormir bien, es decir, para dormir en dirección al centro de lo que uno es. Allí donde las aves rapaces no entran. Allí donde la buena prosa contribuye a que cada cual acceda a la buena vida que le corresponde, o debería corresponderle, por derecho de nacimiento.