Armando Chávez Rivera (ed.)
Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba (1831). Génesis, rescate y reivindicación
Aduana Vieja, Valencia, 2021
297 páginas, 22.70 €
Cinco años antes de que Esteban Pichardo publicara el primer diccionario del español de Cuba –Diccionario provincial de voces cubanas (1836)–, cinco caballeros, reunidos en la Real Sociedad Patriótica de La Habana, decidieron compilar voces para un Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba. Había entre ellos un presbítero, un erudito, un médico e investigador químico, un ingeniero y un crítico literario. Este último, el más joven, es el más conocido hoy en día: Domingo del Monte sostuvo la tertulia literaria (y política) más importante del siglo xix cubano.
El Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba no llegó a editarse, aunque alcanzó efecto público cuando Domingo del Monte permitió al filólogo valenciano Vicente Salvá consultar su manuscrito. Salvá publicó un año después su Nuevo diccionario de la lengua castellana (1846), que incluyó vocablos de Cuba entre una gran muestra de americanismos. Ese manuscrito desaparecería luego, sería dado por perdido durante más de 170 años y, ahora, el profesor Armando Chávez Rivera, miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, ha logrado rescatarlo en este volumen, que lleva un estudio introductorio suyo y prólogo de Francisco Javier Pérez, secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española.
Antes que manuscrito perdido, el Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba fue una obra inconclusa. El manuscrito llegado hasta hoy no presenta prólogo o prefacio, y muchas de sus entradas remiten a vocablos ausentes. Maculilla es lo mismo que calilla, se nos dice, pero falta saber en él qué cosa es calilla. Y si dar mate significa candongar a alguien, queda sin aclarar qué es candongar. Y qué es candonga.
Aunque poco importa cuán terminado o no se encuentre, cuando lo crucial es que fue encontrado. En sus entradas caben la fauna y la flora de una isla, la culinaria y la magia práctica, la farmacopea y las peleas de gallos, los bailes populares y los diversos pelajes de la ganadería, los juegos de cartas, las técnicas de construcción de casas… Abundan los pájaros, las hierbas y los palos. Del jagüey se ofrece una explicación botánica y emblemática: «Árbol frondoso que regularmente medra apoyado de otro árbol, cuya vida consume al fin por vigoroso que sea, oprimiéndole con sus vástagos, por lo cual los poetas cubanos moralistas, en sus composiciones, lo presentan con mucha felicidad como emblema de la ingratitud. Da una fruta pequeña parecida al higo».
Su definición de güito equivale a un hermoso grabado de la época: «Planta cuyos tallos y hojas son muy flexibles. Se cubre de unas pequeñas florecitas encarnadas que contienen en su cáliz una gota de almidón muy puro y agradable, por lo cual siempre giran en su derredor libándolas mil lindos colibríes».
Esos mil lindos colibríes poseen, en una obra de este tipo, una gratuidad encantadora. La definición de majarete, postre hecho de maíz tierno, contiene detalles de su confección, es casi una receta culinaria. Y advierten a quien coma mamey de Santo Domingo: «Su masa es muy agradable cuando está bien madura, aunque debe comerse con precaución porque es muy resinosa y, por consiguiente, de difícil digestión». Los colibríes alrededor del güito, el modo de cocinar un majarete o las cautelas al comer mamey de Santo Domingo parecen, más que asuntos de un diccionario, hilachas de la conversación de los cinco caballeros que emprendieron este.
Alguna tachadura transcripta despierta hipótesis novelescas. Chico es, según definición, una moneda de taberna, cuarta parte del medio real de plata. Sin embargo, al leerse una palabra tachada, vemos que se trata de una «moneda imaginaria de taberna». Y si resultaba novelesca la moneda de taberna, la moneda imaginaria de taberna es rematadamente novelesca.
Otra tachadura, en la definición de un pájaro, brinda pistas políticas. Se nos dice que peorrera es «uno de los pájaros más bellos de la Isla de Cuba por el esmalte de su plumaje», pero la frase lleva tachado el pronombre nuestra al mencionar la isla. En cuestiones así habría que tener, entonces, más cautelas que al comer mamey de Santo Domingo: un pronombre aventurado podría acarrear acusaciones de independentismo.
Aparecen voces achacadas a otras tierras. Cada vez que este repertorio afirma que algo es isleño, no es referido a Cuba. Al imaginario cubano le ha costado históricamente entenderse como isla, de manera que isleño es lo relativo a las Canarias. De ciertos términos se dan sus equivalentes en España y México: boniato es, respectivamente, batata y camote. Y también hay distingos regionalistas, pues se avisa que a los «europeos desaciados (sic)» se les apoda cicotudos, por el mal olor de los pies. (Los cinco caballeros del diccionario pondrían europeos, por no poner españoles).
Este diccionario encierra un lexicón de la fabricación del azúcar –bancazo, cachaza, cachimbo…– y un lexicón de la vida de los negros, un diccionario de la esclavitud que trae cabildo y apalencarse y muleque y mulecón y tango y ranchería y taparrabo… A lo largo de todo el abecedario suena el golpe del látigo en sus diversas modalidades y denominaciones. Fuete (del francés fouet, dice) contra el ganado animal y contra el ganado humano. Y del mismo modo que el olfato discrimina a los europeos, discrimina a los negros por el grajo o hedor de su transpiración. (Esos cinco caballeros acordarían que criollo era, antes que nada, aquel a quien no le apestaran los pies y las axilas).
En su estudio introductorio, Armando Chávez Rivera sostiene que el manuscrito del Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba goza de perfecto estado de conservación en la Biblioteca del Congreso, en Washington. Allá está. Este volumen incluye reproducciones fotográficas de media docena de sus páginas. No brinda, sin embargo, detalles imprescindibles luego de casi dos siglos sin noticias acerca de su paradero. «En realidad –afirma Chávez Rivera– los pliegos fueron sometidos a otras travesías y finalmente vendidos en un amasijo de documentos coloniales. Su nuevo propietario dejó constancia de haberlos conseguido por una pequeña suma». Es todo cuanto confiesa al respecto.
Chávez Rivera ha considerado innecesario revelar la identidad del nuevo propietario. No dice cuándo y dónde logró hacerse del manuscrito. Alude a otras travesías de estos papeles, pero no adelanta nada de ellas. Y el centenar de páginas del estudio introductorio no informan si el manuscrito pasó de manos de ese comprador innominado a la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos o existió algún que otro coleccionista intermedio. No se nos dice tampoco en qué fecha ingresó el manuscrito en la biblioteca que parece ser su destino definitivo. Y no es que Chávez Rivera alegue desconocimiento de estos puntos, sino que parece haber descartado su obligación de tratarlos. Y, con ello, desestima la curiosidad del lector.
En ausencia de esos datos, puede llegar a imaginarse una comedia de equívocos en la cual lexicógrafos y filólogos lloran por más de un siglo la desaparición de un manuscrito, cuando, en verdad, este se halla a resguardo en una notabilísima biblioteca. El Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba sería, de este modo, una carta robada de Poe. O tal vez no ocurriera de esa forma, no podemos saberlo. En cualquier caso, falta en el libro la narración de un episodio determinante: el hallazgo del manuscrito. Génesis, rescate y reivindicación, reza su subtítulo, pero los datos relativos a su rescate no aparecen en él. Y es un descuido bastante inexplicable cuando, por otra parte, Chávez Rivera trata muy cuidadosamente acerca del contenido de esta obra recuperada.
La publicación del Diccionario de provincialismos de la Isla de Cuba constituye un hito en la lexicografía cubana y de la lengua. Supongo que también habrá de serlo para aquellos que estudian las instituciones coloniales cubanas y se interesan por la Real Sociedad Patriótica de La Habana, devenida en Sociedad Económica de Amigos del País. Y resultará un hallazgo precioso para cualquier biógrafo de Domingo del Monte o de los integrantes de su círculo.
Las más de 700 voces recogidas en estas páginas ayudan a reconstruir el imaginario de hace un par de siglos y su continuidad hasta el presente. Gracias a ellas, descubrimos que en Cuba una guayaba es, al menos desde 1831, figuradamente una mentira. Y que hacerse el sueco significa desde entonces –por pocos suecos que hubieran visitado por entonces la isla– eludir las responsabilidades debidas.
Una entrada del diccionario avisa que quimbambulas o quimbámbulas es «lugar áspero y fragoso». El topónimo equivale, en recopilaciones más recientes del español en Cuba, a las quimbambas, casa de yuca o del diablo, los quintos infiernos, remanganagua… Pues bien, de esas lejanas quimbámbulas nos llega este viejo y nuevo diccionario de palabras cubanas. Los cinco caballeros que lo emprendieron reservaron como colofón de su obra una lista de «voces castellanas corrompidas con las castizas correspondientes». Debieron planearlo así por afán normativo, para velar por el buen estado de la lengua que se hablaba en el país. Y resulta curioso que, en todo el tiempo en que esos legajos anduvieron perdidos u olvidados en una biblioteca, varias de las corrupciones apuntadas consiguieran entrar al Diccionario de la lengua de la Real Academia. Pasaron, de ser voces corrompidas, a ser entendidas como cubanismos –venezolanismos, en algún caso–: miaja, reguilete, humacera, liendra y lagunato… No estuvo mal, por tanto, eso de corromperlas.