Pedro Mairal
Salvatierra
Libros del Asteroide
176 páginas
En estos días en que lo autobiográfico, en sus más variadas facetas, copa las mesas de novedades, resulta tonificante reencontrarse con una auténtica, robusta y magníficamente construida novela de ficción. Y, sin embargo, esta ficción plantea ciertas cuestiones que no pueden estar más próximas de algunos libros de memoria personal: ¿quiénes fueron nuestros padres?, ¿qué sabemos de ellos, de sus vidas, de sus identidades?, ¿qué lugar ocupamos nosotros cuando ellos desaparecen?
En 1998 Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970) pasó de ser un anónimo aspirante a escritor, con un puñado de cuentos inéditos en su haber, a ganar el premio Clarín de novela con Una noche con Sabrina Love, editada en España por Anagrama. Mientras que en Hispanoamérica su fama de escritor talentoso iba en aumento con los años, en España la recepción de su obra tuvo escasa repercusión: su segunda novela, El año del desierto (2005), y la tercera, Salvatierra (2008), aparecieron ambas en 2010, de la mano de Salto de Página y El Aleph respectivamente, y dejaron a su paso un casi imperceptible —aunque elogioso— rastro. El gran éxito argentino de La uruguaya (2016) despertó el interés de Libros del Asteroide, que tuvo el buen ojo de apostar por esa historia inolvidable en la que un escritor lleno de dudas, casado y con un hijo, viaja a Uruguay para cobrar un dinero con la esperanza de pasar el día en compañía de una joven atractiva y perturbadora. A partir de la popularidad de esta novela, que ya va por su undécima edición, Libros del Asteroide decidió recuperar Una noche con Sabrina Love (2018), Maniobras de evasión (2019) y ahora también este Salvatierra (2021) que aquí reseñamos. Y la reedición de El año del desierto está prevista para 2023, una buena noticia.
A la muerte de Juan Salvatierra, pintor mudo de vida introspectiva y talento secreto, sus hijos Luis y Miguel deciden revisar su legado. Así, penetran en el almacén abandonado que su padre utilizaba a modo de estudio en la localidad de Barrancales. Pero Salvatierra, un creador atípico, indiferente a la recepción de su obra, que ha pintado durante toda su vida por puro placer, sin codiciar jamás la repercusión pública, no utilizó lienzos al uso: ha producido un cuadro inmenso, casi cuatro kilómetros de tela en más de sesenta rollos, uno por año, a lo largo de sesenta años de vida. Este cuadro descomunal, este cuadro-río, es, en palabras de su hijo menor, Miguel, narrador de la historia: «algo demasiado personal, como un diario íntimo, como una autobiografía ilustrada», «la vida entera de un hombre».
No obstante, los problemas no tardarán en presentarse: el objetivo de sacar a la luz la obra de Salvatierra chocará con la burocracia argentina y el almacén donde se guarda la obra del pintor resultará enseguida vulnerable, y su emplazamiento, codiciado peligrosamente por el dueño de un supermercado colindante. Además, en el momento en que una fundación holandesa se interesa por las pinturas de Salvatierra, uno de los rollos —el correspondiente al año 1961— no aparece por ningún lado. Es entonces cuando Miguel saldrá en pos del rollo faltante. Ese viaje, esa búsqueda hacia el objeto de deseo —principal motor narrativo del libro— se convertirá en una obsesión y en la promesa del desvelamiento de un secreto.
Desde la primera página, la historia avanza rápida, natural y al mismo tiempo caudalosa, mientras Mairal, con mano izquierda, sin hacer ruido, va dejando caer detalles, brochazos de personajes secundarios que serán más tarde esenciales, trazos de una atmósfera nunca inocente. El plano temporal de la búsqueda del rollo perdido se alternará con el de la reconstrucción de la vida de Salvatierra a partir de lo representado en las telas; al contemplarlas, Miguel afirmará «la pintura me hacía recordar momentos de nuestras vidas», incluso instantes que creía olvidados. Con esos afluentes la narración va creciendo capítulo a capítulo. Los fragmentos, algunos muy breves, siempre terminan en alto, en un punto álgido que hace imposible detener la lectura, bajar el libro.
Pero esta historia, en apariencia un thriller artístico abocado a la resolución de un misterio —hallar la pieza del puzle que no aparece—, es mucho más que eso. Es también una aventura íntima, una quête interior. El continente (el rollo pictórico) se transforma en una búsqueda del contenido (lo que ocurrió en 1961, cuando Miguel tenía diez años). O, dicho de otro modo, la búsqueda del objeto (el lienzo ausente) acaba convirtiéndose en una búsqueda del sujeto (la vida secreta del padre). Mairal retrata de forma soberbia la mirada que el hijo proyecta sobre el misterio de su padre («A veces sentía que estaba conociendo a mi padre por primera vez») y la imposibilidad de rellenar ese espacio en blanco, de dar una respuesta unívoca al interrogante de quiénes fueron nuestros padres.
No es baladí que los conceptos de pintura, escritura y vida fluyan en paralelo en esta novela: conforme los rollos pictóricos se desplieguen a los ojos del hijo de Salvatierra, las páginas del libro se escribirán, el lector progresará en su lectura. La creación, tanto a través de la pintura como de la escritura, será una forma de ordenar la vida, de aprehenderla. De ahí las reflexiones en torno al arte que salpican la narración: la presencia del artista en su arte [«La ausencia del autor mejora la obra (…). El hecho de que el autor no esté presente, incomodando entre el espectador y la obra, hace que el espectador pueda disfrutarla con mayor libertad»]; la recepción, la crítica, la apropiación y la interpretación (¿Cómo sería el arte de no existir la crítica, de estar atado, condicionado, por lo que otros van a opinar de la obra de uno?). En este sentido, el hijo de Salvatierra sostendrá: «La obra de Salvatierra no es más nuestra, (…) ahora otros la ven, otros la miran, la interpretan, la malinterpretan, la critican y de algún modo se la apropian. Así debe ser».
Uno de los aspectos más logrados del libro es la ambientación. Miguel es un porteño que regresa a las tierras de su infancia, a esa localidad de Barrancales en la provincia de Entre Ríos. Un lugar fronterizo, donde rige un orden distinto. Hombres hoscos y taciturnos a caballo —de día pescadores de agua salobre, de noche contrabandistas que «cruzan cosas» de una orilla a otra del Río de la Plata—. Llanuras, tierras inestables, inundables. Un caudal opaco, turbulento, plagado de mosquitos y peces enormes de aspecto fiero. La orilla que se ve al otro lado quizá no sea en realidad la orilla, sino un cordón arenoso. Un paisaje inquietante («el río tenía pozos y remansos traicioneros») donde buscar, como aguja en el pajar de la memoria, el año perdido de Salvatierra.
En Salvatierra, a imagen de las aguas turbias del río, nada es lo que parece. Bajo una escritura límpida, nada es claro. Algunas subtramas, con acierto, no se cierran, no se resuelven del todo, si no es en la interpretación del lector. Los personajes se construyen sobre claroscuros, en ocasiones apenas perfilados, pero lo suficiente para que brille en ellos el enorme poder evocador de la sugerencia. Todo el libro está sustentado sobre la metáfora del agua: el río, el cuadro-río, la vida-río. La sala del museo holandés donde se encuentra la reproducción de la obra de Salvatierra se califica de «acuario» y allí, ante los visitantes, «el cuadro va pasando como un río».
Como si discurriese por un lecho fluvial, Mairal ha construido una narración perfectamente hilvanada, sin cabos sueltos, en la que todos los engranajes funcionan y cada detalle posee un cometido preciso. Hasta desembocar en un final espléndido, exento de efusividades, coherente. Esto también sucedía en sus otras novelas, por supuesto, pero este es un libro distinto, escrito con una pluma más sosegada, más honda, más introspectiva y misteriosa, más atemporal. Una novela llamada a perdurar.