POR JAVIER MONTES
Fotografía de Elizabeth Bishop

Entre 2008 y 2012 viví largas temporadas en Río de Janeiro. Me conquistó a la primera y durante mucho tiempo me bastaron y sobraron sus bellezas más evidentes: las playas, ensenadas, morros, cascadas y florestas entreveradas con los barrios de su Zona Sul, sus optimistas rascacielos art déco y su arquitectura moderna llena de invención y gracia. En fin, la cara más sonriente y la fachada más visible de una ciudad y de un país entero muy complejo y en absoluto idílico, pero para los que sirve de tarjeta de visita y último recuerdo (sobre todo si se tiene la suerte de despegar desde el pequeño y hermoso aeropuerto Santos Dumont, la obra maestra de Afonso Reiddy, que roba sus pistas al mar frente a los muelles del centro de la ciudad y que permite que los aviones, antes de internarse en el Atlántico, sobrevuelen la ciudad y su bellísimo perfil costero, como una última y delicada cortesía para el visitante).

Tardé un tiempo en romper el hechizo e ir más allá, en internarme en la Zona Norte y los inmensos suburbios de una ciudad de siete millones de habitantes y en aventurarme en eso que en Río se conoce como O Interior, el resto de su estado y de otros limítrofes como Minas Gerais (que es tan grande él solo como Francia). A muy pocos cariocas y a menos extranjeros aún se les ocurre desaprovechar días de sol viajando al interior del Estado. Sólo después de llevar ya tiempo en Río convencí a mi chico para viajar en coche hasta allá algún fin de semana. No fue muy a menudo: las carreteras eran agotadoras, las distancias razonables sobre el mapa se volvían temibles tras horas y horas de curvas y baches, y las promesas de los folletos no acababan compensando: las ciudades cafeteras eran relativamente agradables, con su aire municipal y soñoliento, con sus iglesias discretas y sus parques con quiosco, pero aquello sabía a poco después de cuatro o cinco horas de carreteras endiabladas y antes de los atascos de la vuelta a Río. Mi superstición tan europea de la excursión de fin de semana en el campo no funcionaba bien en un país gigantesco como Brasil. Campo no había por ningún lado: lo que había como mucho eran extensiones infinitas de colinas idénticas llenas de mosquitos bajo un sol abrasador: a nadie se le ocurriría parar el coche y echarse a pasear en mitad de la nada.

La selva húmeda y fabulosa de los murallones de Tijuca, los Dois Irmaos y la Pedra da Gávea siguió pareciéndome un telón muy hermoso para las playas y los rascacielos de Río, pero resultaba un poco más opresiva cuando se sabía que del otro lado esperaban miles de kilómetros de tierra erosionada, con árboles ralos, plantaciones de eucaliptos y caminitos por los que sólo camina el ganado que lleva pastándolo cien años.

Una de aquellas excursiones, sin embargo, la recuerdo como uno de los viajes más reveladores de mi vida: fuimos un día entero conduciendo hasta Cataguases, una pequeña ciudad del interior de Minas, en la raya con el estado de Río. La familia Peixoto, ricos industriales textiles que tienen incluso un barrio a su nombre en Copacabana, habían hecho allí su fortuna, y a partir de los años cuarenta se empeñaron en dotar a su pueblo de un conjunto deslumbrante de obras de la plana mayor de la arquitectura, el arte y el diseño del siglo XX brasileño, que produjo una de las modernidades autóctonas más ricas y originales de lo que ahora llamamos Sur Global y aun del globo terrestre, a secas.

Los Peixoto desencadenaron así un pequeño círculo virtuoso, porque pronto la clase media y los políticos locales asumieron y continuaron como propio aquel programa moderno, que ahora es orgullo e identidad de Cataguases.

El viaje fue duro, de casi doce horas conduciendo, pero esa vez valió muchísimo la pena. En Cataguases hay decenas de casas privadas, colegios, hospitales, plazas, iglesias, cines y galerías comerciales firmadas por Niemeyer, Reiddy o los hermanos Roberto, parques de Burle Marx, murales y paneles de azulejos de Djanira y Portinari, y hasta un maravilloso, adormilado, decadente y barato Hotel Nacional con trazas de Niemeyer, con jardín de Burle-Marx y muebles originales de los Tenreiro (que valdrían decenas de miles de dólares en casas de subastas americanas o europeas pero allí podía usar y admirar cualquier parroquiano del pueblo o huésped improbable).

Aquella riqueza deslumbrante del conjunto, su armonía, el espíritu optimista y confiado en un futuro mejor que transmitía, me hizo pensar en las ciudades-estado toscanas o umbrias, en pequeños prodigios como Urbino o Pienza, donde unos Piccolomini o Montefeltro y una burguesía moderna y renovadora hacían aparecer de la nada lugares en los que todo, urbanismo, edificios, artes visuales, se amalgamaba en un conjunto increíblemente expresivo y capaz de evocar con fuerza una atmósfera civil y cultural ya desaparecida. (Estoy seguro de que si no nos cargamos la vida en el planeta en las próximas décadas, Cataguases será para los terrícolas del siglo XXV lo que Ferrara o Mantua para los del XXI).

Este tono dominante, o muy presente, es muy distinto de la voluntariosidad, el adanismo, la suficiencia, la falta de curiosidad ante el vasto mundo inabarcable, la solemnidad inconsciente (o conscientísima), la vehemencia fatigosa, el piñón fijo y el poco humor de tanta literatura moderna española, un país donde a los escritores se les piden sobre todo certezas y convicciones, donde el tono adusto se hace pasar por rigor intelectual y donde los escritores-erizo siempre son preferidos a los escritores-zorro

Pero a lo que voy: con el tiempo, me he dado cuenta de que aquel tardío y trabajoso pero deslumbrante descubrimiento de Cataguases se ha convertido también para mí en un emblema privado de la literatura brasileña y de mi relación con ella como lector: con su riqueza de voces y nombres, con su originalidad y su modernidad propias, y también, ay, con su relativo desconocimiento por parte del hispanohablante que la tiene a la vez muy cerca y muy lejos, en sentido real y figurado, porque tiene que vencer la barrera de la lengua e ir más allá de la imagen más superficial y popular del Brasil para llegar hasta ella.

Parafraseando esos anuncios que publicitaban la Costa del Sol con un «venga por la playa, quédese por la alegría de sus gentes» y trivialidades de ese estilo, yo podría decir que me interesó el Brasil y fui al Brasil llevado por una fascinación por la lengua portuguesa en su variante brasileña que escuchaba y trataba de descifrar de adolescente en las canciones y las letras y voces de Gal Costa, Cartola, Caymmi, Ary, Batatinha, Caetano, Elis, dona Yvone Lara e infinitos otros. Y que fue luego en Brasil, cuando fui leyendo a sus escritores en su tierra y en su idioma, que decidí quedarme por su literatura.

Contrariamente a lo que podría esperarse de un país con fama de exuberante y tropical, me sedujo su literatura por el carácter flemático, reticente, casi precavido, analítico, irónico, elegante en su intento por continuar creando y escribiendo a pesar de la conciencia clara del sinsentido último de la existencia. Este tono dominante, o muy presente, es muy distinto de la voluntariosidad, el adanismo, la suficiencia, la falta de curiosidad ante el vasto mundo inabarcable, la solemnidad inconsciente (o conscientísima), la vehemencia fatigosa, el piñón fijo y el poco humor de tanta literatura moderna española, un país donde a los escritores se les piden sobre todo certezas y convicciones, donde el tono adusto se hace pasar por rigor intelectual y donde los escritores-erizo siempre son preferidos a los escritores-zorro.

Fotografía de Joaquim Maria Machado de Assis

Nunca fui mucho de Jorge Amado y su resultona y repetitiva recreación de su heimat literario, una Bahía folklórica y desbordante que envejece mal. Lo comparan con García Márquez: y está bien la comparación. Pero el implacable, inteligentísimo y a la vez ardiente y gélido retrato de la vida urbana mediocre del Rio de finales del XIX de Machado de Assis (que visto por sus ojos se volvía sinécdoque de la humanidad entera) me maravilló. Empecé leyéndolo y esperando un Eça de Queiroz brasileño (de nuevo eurocentrismo mío, aunque ya es mucho decir porque para mí Eça es tan grande como Flaubert, Chejov o Trollope), y pronto entendí que es ya uno de los primeros escritores que dejan atrás la literatura decimonónica para probar y usar los resortes distintos de la modernidad. Eça precede y prefigura a Proust, a Joyce, a Kafka, a Musil. ¡En el centro de sus Memorias póstumas de Brás Cubas tiene un capítulo entero hecho de puntos de interrogación, de exclamación y suspensivos! Se titula «El viejo diálogo de Adán y Eva». Y tiene con ese vacío cósmico en el corazón de su ¿novela? a la vez la notable elegancia de ahorrarnos un enésimo diálogo de amor decimonónico de sus protagonistas (porque todo diálogo de amor es trivial, pero solo son triviales quienes nunca hayan entablado uno, por parafrasear a Pessoa) y de evocar sin decir (como tiene que ser) la inefabilidad última de lo real por medio del lenguaje (de una forma también elegantísima).

Encontré esa reticencia, esa mirada inflexible y a la vez infinitamente humana y compasiva, en los maravillosos cuentos-acertijos de esfinge de Clarice Lispector, particularmente en los de Felicidad clandestina, donde Uma esperança deja tan abierto el final que lo diluye en el presente del lector que lo lee y acerca lo escrito a lo indecible más que nada que yo haya podido leer antes o después en ningún otro idioma. Tan abierto deja ese final que el relato siempre ya está siendo leído por nosotros, como diría Blanchot. Clarice observa un pequeño insecto sobre el dorso de su mano, y termina así su viñeta: «Yo no movía el brazo y pensé: ¿Y ahora? ¿Qué hago? Y la verdad es que no hice nada. Me quedé extremadamente quieta como si una flor hubiese brotado en mí. Después ya no me acuerdo de lo que pasó. Y creo que no pasó nada».

Cuando en Varados en Río escribí sobre Elizabeth Bishop, que pasó quince años en Brasil y que por su capacidad para elevar la reticencia y lo tácito y sobreentendido a estrategias poéticas intuyó mejor que ningún otro escritor extranjero ese rasgo secreto de la literatura brasileña, leí una carta suya en la que decía que los cuentos de Clarice eran magníficos pero que no le gustaban sus novelas. Y me sentí reconfortado, porque a mí me pasa lo mismo. Sus novelas las encuentro delicuescentes, voluntariosamente vagas, fatigosas y aburridas. En ese género de introspección obsesiva que poco a poco derrapa y cae en el deliro, me gusta más su compatriota Hilda Hilst y su obra maestra, La obscena señora D. También reconozco que tengo debilidad por las escritoras así, inmensas y esquivas, los elefantes en la habitación de las respectivas literaturas en sus idiomas, a las que muchos deben mucho y mencionan poco. Pienso en Hebe Uhart, en Penelope Fitzgerald, en Ingeborg Bachmann, en Silvina Ocampo.

Mi poeta brasileño favorito, Carlos Drummond de Andrade, es un poco así también, como Bishop, como Patrizia Cavalli, como Szymborska, como Sophia de Mello Breyner: demasiado lúcido como para abandonarse al desespero ante el sinsentido del mundo, empeñado en proponer en el lenguaje cotidiano a la vez un medio y un mensaje que den una estrategia aceptable, digna, humana, de mirarlo a los ojos y no caer por eso en la abulia y la amargura. Cuando escribí sobre él en mi libro Luz del Fuego me di cuenta de que no podía citarlo sin más, que necesitaba escribir una o dos líneas de presentación y contexto que explicaran su obra y su figura a unos lectores españoles cultos que no necesitarían esa introducción si citase a Octavio Paz, a César Vallejo, a Cernuda. Eso me dio pena y también fue muy revelador: de repente resaltó como con una fluorescencia la barrera invisible, injusta, que separa a los lectores y las literaturas lusas e hispanas, esa raya que delimita territorios limítrofes y que es preciso animarse a cruzar (es un viaje que requiere cierto esfuerzo, pero tampoco tanto, y que compensa con creces, como la excursión a Cataguases) para descubrir las vastas extensiones y tesoros que más allá de la costa, tan fotogénica, guarda O Interior de la literatura brasileña.